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La razón, esa Diosa odiosa

La razón, esa Diosa odiosa

La razón, esa Diosa odiosa

'Siete tipos de ateísmo', John Gray, Sexto Piso, México, 2019.
Enrique Héctor González

Si el corazón tiene razones que la razón desconoce, como reza el enrevesado credo romántico, otro tanto debe decirse del cerebro y sus regurgitaciones reflexivas, sus atisbos a verdades supuestamente inamovibles pero siempre limitadas y provisionales, su intensa fe en objetos y objetivos que resulten evidentes para todos. La odiosa diosa de científicos y algunos filósofos, de demócratas liberales y algún despistado fanático fundamentalista que se despierta de pronto con la conciencia sucia y recapacita, la Razón con mayúsculas, es una devoción que ha servido hasta para fundar feligresías tan descarriadas como la fe en el progreso y en la tecnología.

No obstante, y con más razón que sin ella, John Gray, filósofo británico especializado en asuntos que atañen a las demarcaciones espirituales de la actualidad (el respeto a los animales, la muerte de la utopía, las religiones apocalípticas), examina en su obra más reciente, Siete tipos de ateísmo, distintas formas de la racionalidad que han derivado en justificaciones de por qué se dice, o se cree, o se está seguro de que Dios no existe. El trabajo es serio, se advierte bien documentado y no parece sino derivar de inquietudes muy personales e investigaciones muy difundidas de Gray, razones que no impiden reconocer que, siendo innegablemente meritoria la naturaleza de su estudio, una falla grave del libro es que no haya merecido lugar, en el espectro de su interés intelectual, un examen que se antoja lógico y pertinente al agnosticismo, ese ateísmo inseguro, respetuoso, precavido, desencantado y a su modo feliz.

Evidentemente no son la misma cosa y uno se queda pensando si para Gray sí lo son (y por ello quizá evite la tautología) o si le pareció impropio estudiarlo por tratarse de un asunto distinto, en cuyo caso no debió obviar las razones de su deslinde para que éste no pareciera un lamentable descuido. Solamente alude a él, al agnosticismo, dos veces en la obra, como de pasada y nada más que para subrayar que John Stuart Mill fue educado bajo la lupa agnóstica por su padre. Sin darle ese nombre, asimismo analiza la fenotipia escéptica, por así llamarla, de Joseph Conrad, y sugiere el concepto “olvidado” al hablar de Kant, “el gran sabio ilustrado [que] había mostrado que la realidad era incognoscible para la razón humana”. Y para de contar. Siendo el agnosticismo una amplia llanura cuyas colindancias son esas dos poderosas cordilleras que llamamos creencia religiosa y ateísmo negador, es extraño que Gray se muestre más preocupado por demostrar cómo los extremos se tocan que por dedicarle, así sea un mínimo capítulo, a esa vasta planicie donde el desentendimiento de Dios no significa enaltecerlo o vituperarlo sino resignarse a no saber nada de él.

El examen de Gray es cordial, metódico, a ratos deslumbrante por la concisión y la educada manera con que nos muestra su dominio no sólo de la brújula filosófica sino también de la literaria. Pasa naturalmente por Nietzsche, por el desapego (que Gray llama “ateísmo místico”) de Schopenhauer, por la certeza conradiana de que “la vida no nos conoce y nosotros no conocemos la vida” –sin vincularla en absoluto con el agnosticismo más puro, como queda dicho. Se detiene en la profunda influencia cristiana de los tipos de ateísmo que digiere, desde el cientificismo radical y el humanismo laico hasta el jacobinismo comunista, las teologías negativas y el misoteísmo (literalmente, odio a Dios) del Marqués de Sade, sin dejar de lado ni la fe racionalista de la Ilustración ni la íntima inaprehensibilidad del mundo vista desde el taoísmo. Llama la atención que asuma el milenarismo político y el credo liberal como formas equivocadas de lo mismo: un furor idiota por imponer, al final, una ideología religiosa, tara heredada del cristianismo; y la llama porque se nos ha impuesto la creencia de que sólo el odio salvaje del mahometanismo militante es una forma lamentable de ejercer los preceptos religiosos. Asimismo, observa Gray, el evangelio liberal es una práctica atroz de la imposición milenarista de un modelo “que es local, casual y perecedero, como los demás modos de vida que los seres humanos desarrollaron para sí mismos y luego destruyeron”. Esta lectura “ascética” del liberalismo económico debería ser estudiada en los cenáculos donde se mira a tan arrogante fe política como la salvación de la humanidad.

La conclusión de Gray es que “el ateísmo contemporáneo es una continuación del monoteísmo por otros medios”, lo que equivale a decir que, en efecto, por lo menos en muchos de sus enconados practicantes, se trata de un no reconocido acto de fe racionalista, otra religión como hay tantas. Salvo la señalada laguna en lo que se refiere al punto neurálgico del agnosticismo, el territorio abordado por Gray, la descripción puntual de la supresión de Dios como creencia, constituye un abordaje económico y encomiable de un asunto que nunca dejará de ser relevante.

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