Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 01 Dec 2019 07:58 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Steven Pinker, el autollamado optirrealista, un hombre con credenciales científicas y artísticas que ha demostrado que, al menos en papel, estamos viviendo una época dorada.

Steven Pinker y los días que corren

 

Confieso que este artículo iba a tratar otro tema: a saber, el optimismo de Steven Pinker, el autollamado optirrealista, un hombre con credenciales científicas y artísticas que ha demostrado que, al menos en papel, estamos viviendo una época dorada. Algunas de sus observaciones son muy sagaces y coincido con ellas, como su comparación con la vida urbana de hoy y la de las ciudades del siglo xix, que eran una pesadilla de pobreza, hacinamiento y olores indescriptibles.

Cada año Pinker demuestra con estadísticas serias que la guerra en el mundo se ha ido apagando con los siglos y que la ciencia da saltos casi incuantificables por su importancia.

Sin embargo, Pinker afirma cosas que me dejan muy extrañada, como que el bullying, tanto presencial (detesto esta expresión) como en su versión virtual, va bajando o que hay países latinoamericanos que viven en un estado de prosperidad muy bonito. Claro que estas declaraciones son de hace algunos años: todavía no llegaba Trump al poder, ni Bolsonaro, ni Maduro se eternizaba. Xi Jinping todavía no le echaba flores a la Revolución cultural, ni Erdogan se había aprovechado de la traición de Trump a los kurdos. Inglaterra no estaba hundida en el delirio colectivo del Brexit y Angela Merkel estaba enterita. Parecía que en algún momento se tendría que reconocer la existencia de Palestina. Ya las guerras en Siria y en Afganistán habían acabado con cientos de miles de vidas y los números de la migración forzada eran astronómicos, pero Pinker mantenía su confianza en nuestra especie. Pero en estos días me pregunto qué opinará el hombre de todo lo que sucede a nuestro alrededor.

Yo trato de ser optimista, pero estoy arrastrando la cobija. Desde el ataque de los narcos a un bar en Coatzacoalcos, el descubrimiento de una enorme fosa colectiva en el mismo estado, los cuerpos en los puentes de Michoacán y la escapatoria del hijo del Chapo ando muy desconcertada. Ni digo cómo percibo el trato a las mujeres, porque lloro.

En estos días creo que internet, cuya existencia ha puesto caudales de información al alcance de cualquiera con acceso a un celular, se ha convertido en un lodazal. No me refiero solamente a la transformación del estanque de Narciso en una piscina inmunda donde todos se dan codazos para salir bien en la selfie y cuentan sus likes como Rico Mac Pato contaba sus monedas de oro. No. Me refiero a la diseminación de imágenes de una violencia inaudita (¿a quién, caray, o más bien a qué pertenece la mano que graba un degüello y lo propaga?); a la manipulación de la intención del voto que les dio el triunfo a Trump y a Bolsonaro, que propaga mentiras y atiza el odio como en el caso de los rohingya en Myanmar y de decenas de musulmanes e intocables en India, etcétera. Aquí mismo, en el caso de un linchamiento en Puebla, el run run que terminó con la vida de dos muchachos comenzó con un infundio en las redes sociales.

No quiero dejarme llevar por la melancolía. Me digo, una y otra vez, que internet no es en sí misma ni buena ni mala: es una herramienta de comunicación y sólo hace falta cierta sagacidad y tener en cuenta que Facebook, Twitter y Youtube son negocios muy prósperos, para usarla con provecho.

Que la declinación en los modales es sólo temporal. Llegará, espero, el momento en que la gente se dé cuenta de que mirar el teléfono mientras come con un amigo es un gesto grosero. Que el Gobierno de Ciudad de México quizás decida aumentar el costo de las multas de las personas que chocan por ir mirando el Whatsapp; o que se prohíba hacerse selfies en algunos lugares, como los funerales, por ejemplo.

No sé qué ha dicho Pinker últimamente. En todo caso, este iba a ser un artículo optimista, que argumentara en contra de la inútil nostalgia por el pasado que parece embargar a los reacios al cambio. Pero no pude encontrar la forma de regocijarme de cara al presente. Caramba.

 

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