Bemol sostenido

- Alonso Arreola | @LabAlonso - Sunday, 24 May 2020 07:47 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Riririririririririri

 

 

Grillos arrebatan la casa de los sueños. Y así esperamos, a cielo abierto, paredes adentro. Tres, cuatro, cinco insectos acallando al día con arranques dubitativos y solos de guitarra que se vuelven giratorios, místicos, eternos. Su virtud es la repetición, la resistencia, allí tras el refrigerador o bajo el librero; entre el cableado de la televisión o en medio de un mosaico al centro despoblado de la casa. Riririririririririri.

Hay que observar a uno. Mínimo receptáculo de pensamientos y bondades que nada tienen que ver con su comportamiento, pero sí con su aparición en dos de los sentidos. ¿Por qué al grillo –como a la cigarra– se le respeta por encima de hormigas y cucarachas? Salta y “habla”. Doble ataque al cerebro. Es menos rastrero, ensaya el vuelo, anda solo, como cuatrero. La cigarra, sin embargo, casi no entra a los hogares. (Su grito estridulante es ignorante, cacófono, poco estimulante.) Riririririririririri.

En zona de mismos afectos se halla el escarabajo, creemos. Verlo ofrece la imagen de un guijarro diseñado por dioses en los muros de la antigua Menfis. Tenemos uno de bronce, otro de hueso. Ambos cantan en recuerdos, sin voz, incompletos. No están hechos para la urbe de concreto, aunque en plan de mayates veraniegos zumban y se suspenden en verdes de metálico reflejo. Bellos. ¿A qué viene escribir sobre esto? Riririririririririri.

Lectora, lector, en el encierro estos son cantores del paisaje nuestro. Y el polvo. Y el agua. Y el viento. Elementos que teniendo el mundo cruzan la puerta, la gotera, la ventana entreabierta para tocarlo todo, cual grupo de ciegos. Uno con su diminuto tartamudeo. La otra con su falda de borbotones en el patio pequeño. El tercero, gigantesco, enfadado por los malestares de nariz que le da el primero. ¿Y el oído? Atento cuando la música calla y la memoria abre el postigo para echar miradas dentro. Riririririririririri.

Por allí también: el ronroneo. Ése del refrigerador que aparece cuando… debe. ¿Y cuándo es eso? Nunca lo sabremos. Intermitente, inteligente comezón nocturna que nadie rasca en la espalda del silencio. ¿Cuenta el mosquito que siendo siete es uno y siempre dividido: el último y el primero? Sí. No importa su vuelo impertinente convertido en pincelada sobre el pecho; mientras dura es parte del gran concierto... ¡Ah, y el techo! Pista de silentes bailarinas que transitan a puro paso lento, quedo. Riririririririririri.

Y la mujer que duerme al lado, preocupada sin saberlo, abandonada tras sonreír nuestro desvelo, cansada por un cuarto de siglo avivando el fuego. Riririririririririri. La mujer que postrada –doblemente sibilante– de pronto se agita y exclama balbuceante: “Basta un dedo sobre la mano para calmar el mar de este tormento.” Riririririririririri. Por la mañana cantará improvisadas melodías a propósito del frío, el desayuno o los perros del vecino abyecto; esos canes que joden al sistema hidráulico del cuerpo; al corazón reactivo que presagia acelera sus pistones ante el más leve paso de una sombra. Riririririririririri.

Mientras tanto, los grillos siguen tocando sus guitarras. El de la cocina es Hendrix. El del estudio Clapton. En la sala hacen dúo Knopfler y Lifeson... ¡Tonterías! En realidad tocan el güiro. Lo suyo es la fricción. Además del repertorio se les agradece el acallamiento de la materia diaria. Riririririririririri. Sumergidos en su mantra abriremos el paracaídas. Apenas aterricemos pisaremos el sendero que luego se bifurca. Siguiendo por la derecha y a los pocos metros estará la casa de la que fuimos extraídos. Y entraremos nuevamente. Riririririririririri. Y nos pondremos a calentar un poco de agua. Atizaremos las llamas. Nos sentaremos sobre la cama. Nos recostaremos. Cerraremos los ojos con los zapatos puestos. Despertaremos profundamente, con los ojos oscilando, aquí donde el alba sigue afinando su destreza. Buen domingo. Buenos sonidos. Buena semana.

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