Picazón en la cara en tiempos de coronavirus

- Edgar Aguilar* - Sunday, 24 May 2020 07:29 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Poca cosa parece pero ya se ve que pica y no: evitar tocarse el rostro y el uso del cubrebocas son pequeños cambios que tienen grandes consecuencias: pueden salvarnos la vida, no sin antes generar una severa contienda entre el impulso de las manos y nuestro propio rostro. Con humor, he aquí una breve crónica de ese pleito.

Me pica. Pero no me rasco. Ojos, nariz y boca. Nada de eso. Cosa extraña: le ha dado a la cara por picar más que de costumbre. O simplemente no había reparado en ello. Entonces tengo que gesticular, abro y cierro la boca, arrugo la nariz, tuerzo los labios, parpadeo rápidamente. Se requiere cierta destreza y mucha fuerza de voluntad. Obligar a las manos permanecer en su lugar, bien quietecitas, no subir y rascar la cara al menor picor.

Ahora bien, la limpieza. Las manos lavadas con suficiente agua y jabón, y de ser posible desinfectadas con gel antibacterial (del que anticipadamente me proveí en la farmacia de la esquina, y de lo cual me felicito dándome palmaditas en la espalda). No vaya a ser que en la noche, por
un lamentable descuido, mientras esté uno soñando con no sé qué locuras, las traidoras manos suban y alevosamente rasquen la cara. No me fío. Nadie puede fiarse y tomar las cosas a la ligera. Limpio y desinfecto concienzudamente mis manos antes de dormir. Por si acaso…

Pero no. La cara es primero. Y la madeja de pelo que luego se viene a la cara y provoca la picazón. Entonces me pongo el gorro. Un gorro previamente lavado y desinfectado. Un gorro de lana, regalo de mi difunta y querida madre, que me ajusta perfectamente a la cabeza. De este modo la cara queda completamente despejada, cual plaza de San Pedro en estos aciagos días, lo que evita que las manos caigan en peligrosas tentaciones. Mas también, justo es decirlo, desde que uso el gorro de lana de mi madre, mi rinitis alérgica se ha visto acrecentada, sobre todo al despertar en las mañanas, lo que me pone de muy mal humor...

Volvamos a la cara. El picor es incontenible. Ataca por distintos flancos y en los momentos más inoportunos. Ya sea en el cachete, párpado, labio inferior, frente, barbilla, punta de la nariz, adentro de la nariz… cuando, pongamos por caso, estoy comiendo u ocupado en el sanitario. Un pequeño piquete aquí y allá, a veces de manera simultánea; y los dedos de las manos se mueven nerviosamente, poniendo a prueba mi temple, dispuestos a realizar su natural labor, que es, como se ha dicho, rascar la zona afectada por la picazón en el momento en que ésta se manifieste.

Detengámonos un segundo en el cubrebocas. ¿Qué sucede si llevo el cubrebocas? Como dije, me mantengo firme en mi propósito y me contengo de rascarme la cara aun cuando sienta una picazón irresistible. Pero, ¿qué hay si llevo cubrebocas? ¿Resulta más fácil de resistir? Nada de eso. Puedo rascarme por encima del cubrebocas, ciertamente, sin tocar la cara, sino friccionando suavemente la tela. Pero esto a la larga resulta contraproducente puesto que, toda vez que el cubrebocas es sólo una protección externa de las vías respiratorias, y no de la piel propiamente, ésta reacciona y se irrita sobremanera al percibir que hay un elemento extraño cubriéndola, y entonces el picor aumenta de intensidad.

Lo anterior no quiere decir, de ninguna manera y por ningún motivo, y siguiendo las recomendaciones de nuestras valientes autoridades sanitarias, que deba prescindir del cubrebocas. Lo llevo día y noche aun en mi habitación. Sin embargo, esto ha motivado un efecto benéfico que ni siquiera había previsto. Pues, al desprenderme del cubrebocas antes de echarme a dormir, y reposando en la cama tranquilamente mirando el techo en actitud reflexiva con las manos cruzadas detrás de la nuca, la cara queda al descubierto y puedo plácida y libremente abrir y cerrar la boca, arrugar la nariz, torcer los labios, parpadear rápidamente al momento de sentir el repentino prurito en mi cara.

Debo decir, en honor de la verdad, y en este sentido, que he desarrollado cierta habilidad a la hora de ejercitar los músculos de mi cara. Puedo, por ejemplo, hacer que mis mejillas se contraigan con aceptable facilidad al momento de guiñar repetidamente un ojo, lo que me produce una ligera sensación de placer facial, como si de algún modo me estuviera rascando la superficie del rostro en donde estuviera presentándose el cosquilleo. No exactamente un punto específico, pero sí un área determinada, por decirlo de alguna manera.

Entonces la picazón se vuelve finalmente algo familiar y cotidiano, que trato de sobrellevar con el mejor de los ánimos. Mientras dure la contingencia y la situación no merme mi voluntad, y yo mismo no me rinda y aprenda a controlar los impulsos de mis manos, que son a fin de cuentas mis propios impulsos, vaya, mis impulsos internos, entonces creo que, indudablemente, saldré avante. Si lo narrado le sirve a alguien, y no se ha tocado o rascado la cara en el brevísimo lapso de su lectura, me daré por satisfecho.

 

*Edgar Aguilar (Xalapa, 1977), poeta y narrador. Su último libro publicado es Manchas de tinta. Aforismos y breves dictados (buap, 2019).

 

 

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