Piel y paisaje de México los Territorios de Santiago Arau

- Eduardo Vázquez Martín - Sunday, 24 May 2020 07:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Amplia reflexión sobre la historia del paisaje en las artes plásticas en México, desde el xvi y xvii hasta llegar a nuestro siglo, que presenta 'Territorios', la primera exposición individual del fotógrafo mexicano Santiago Arau (Ciudad de México, 1980), quien, a ojo de águila, de zopilote, de halcón, gracias a las grandes posibilidades que confiere la tecnología de los drones, nos ofrece una nueva perspectiva de nuestro país, “su belleza pero también su enfermedad”.

El paisaje como género plástico ha acompañado la historia del arte: en Occidente primero se abrió paso como escenario, como contexto, como la referencia a la creación divina donde se desenvolvía la obra del creador: el paraíso de Adán y Eva o la tierra que pisaban los pies de Jesucristo. En Oriente el paisaje ha tenido también una dimensión espiritual y sus manifestaciones han servido para expresar, más que su propia naturaleza, los estados del alma humana; el paisaje vuelto poesía y misterio. Es a partir de los siglos xvi y xvii que el paisaje como género, gracias fundamentalmente a la pintura flamenca, conquista su autonomía. Es en esas condiciones que, pertinentemente, desembarca junto con la cultura europea en el nuevo mundo. Digo “pertinentemente” porque la necesidad de conocer, entender y nombrar los nuevos territorios, encontró en el paisaje una herramienta fundamental en el proceso que hemos llamado, desde la perspectiva colonial, “descubrimiento”, pero que quizá deberíamos acostumbrarnos a nombrar, junto al historiador Edmundo O’Gorman, como invención.

Una de las tareas principales de los artistas novohispanos fue pintar el paisaje y a habitantes, topografía, ríos, lagos y mares, flora y fauna. Se trató de una forma de apropiación, de referir su pertenencia al reino de Castilla, pero, simultáneamente y en sentido contrario, era también una forma de representar la particularidad del Nuevo Mundo, lo que más adelante permitiría fundamentar la legitimidad de su particularidad y por lo tanto de su independencia. Hacia el siglo xix, consumada la independencia y con la irrupción de la Ilustración y el pensamiento científico, la pintura de paisaje buscó ser radicalmente realista y mostrar la enorme riqueza natural: José María Velasco sería el más ejemplar de aquellos pintores. De la república restaurada juarista al siglo xx la mirada científica –que sin embargo se dejó embargar por atmósferas románticas– es invadida por el simbolismo y el nacionalismo, y el paisaje pasa a expresar a la patria, a reivindicar el nacimiento del espíritu nacional, primero, y un poco más tarde, las ideas de la Revolución mexicana.

En ese camino vamos de Saturnino Herrán y el Dr. Atl a José Clemente Orozco, para quien el agave, por ejemplo, representaba simultáneamente a México y a sí mismo: cada hoja un individuo, entre todas la comunidad: sometido por la conquista sus hojas cortadas acompañan el sometimiento de la Malinche por Cortés, el maguey, para Orozco, es la comunidad herida y su resistencia a la opresión, es ejido y revolución. Aquella mirada llamada en los murales del Colegio de San Ildefonso pasa a la fotografía, y sus magueyes, sus desolados paisajes que nos permiten percibir el silencio que invade el campo de México tras la fratricida guerra revolucionaria, se trasladó a la fotografía y se mudó al cine gracias al ojo de Gabriel Figueroa, pero también a la mirada sorprendida del soviético Sergei Eisenstein. Durante el siglo xx y lo que llevamos del xxi, la fotografía mexicana ha puesto en el centro el drama humano; después de Figueroa, y después de ciertas obras Manuel Álvarez Bravo, nuestra explosión demográfica invadió el espacio fotográfico y el paisaje volvió a ser el contexto de luchas indígenas y campesinas, estudiantiles y obreras.

 

La renovación del paisaje

Parece que ha sido necesaria una innovación tecnológica, la de los drones piloteados a distancia y equipados de cámaras fotográficas y de cine, para que el fotógrafo Santiago Arau (Ciudad de México, 1980) retome el género paisajista en plena segunda década del siglo xxi. Dije retome y debería haber dicho renueve, porque el cambio de perspectiva es tan dramático que resulta en nueva nueva manera de percibir nuestro entorno, y por lo tanto de interpretarlo. Arau, a diferencia de sus antecesores, se aleja de la perspectiva de mirar con los pies en la tierra y hace suya la mirada del águila, del zopilote, del halcón, que el dron le posibilita. ¿Se ha elevado a cientos de metros sobre la tierra para dejar de ver al ser humano, para proponer una distancia que le permite observa con la perspectiva quienes habitan el Olimpo? No, quizá lo contrario, se ha alejado de la tierra para, con esa “supervisión”, ver algo que a ras de suelo resulta invisible: para entender la dimensión y la naturaleza que toma humanidad en su contexto social y para observar de qué manera la naturaleza del planeta del que formamos parte padece las alteraciones que provoca nuestra presencia. Alguien dirá que a esa distancia el rostro de los seres humanos es imperceptible, pero no es así, pues revela nuestra forma social de convivir, de producir, de extraer riquezas y devastar el territorio: donde hubo un paisaje lacustre hoy vemos un lago de luz y concreto; la selva de ayer aparece cercenada, cortada con la precisión de un cúter, por la erosión provocada por la industria ganadera, lo que fue bosque tropical convertido
en desierto.

Las fronteras, más que separar diferencias culturales, son la cicatriz de la violencia, la huella de un despojo: marcan los límites entre las victorias militares de unos y las derrotas de otros. Dibujadas en el paisaje son absurdas, son puertas al campo, pero su repercusión es siempre la exclusión, la manifestación del poder, la herida, insisto, que desde el cielo dibuja la imposibilidad de construirnos como humanidad y superar la confrontación. Desde las alturas las fronteras se ven justo así, insignificantes líneas en el paisaje permeables a las mercancías e impermeables a la necesidad humana, banales para las aves migrantes pero eficaces generadoras del dolor y la injusticia social.

 

Nuevos modos de ver

Con Territorios –primera exposición individual de Santiago Arau que se presenta en el Colegio de San Ildefonso de manera presencial pero que la pandemia ha hecho transitar al formato electrónico en el sitio www.sanildefonso.org.mx–, el joven fotógrafo nos propone un nuevo “modo de ver”, tarea siempre ética y profundamente política, como nos lo enseñó el gran ensayista John Berger. Es una invitación no sólo a admirar el paisaje sino a aprender a leerlo, a interpretarlo. Esta exposición arranca a partir de la tradición plástica de México: parte de los volcanes, los mismos que cautivaron a Atl y también a Velasco y Nishizawa. Es un aviso y una declaración de principios, que después nos llevará ver las ciudades, de día y de noche, las inmensas obras humanas que a distancia nos reducen a la condición de insectos: lo mismo en un rancho ganadero que en un inmenso mercado urbano como la Central de Abastos de Ciudad de México, la misma que en su expansión devora cerros y cañadas. Más adelante Arau nos muestra aquellas cicatrices, las fronteras, para desembocar, al final de la muestra, no en el infierno que creamos nosotros, “con nuestros actos/ donde el amor y el odio brotan juntos”, como escribió Luis Cernuda, sino en el paraíso que heredamos, que es el origen, donde el arte puso en principio al paisaje: asombro ante las manifestaciones de una naturaleza que la humanidad, a lo largo de su historia, ha considerado sagrada, como aún la reconocen las culturas de los pueblos originarios y ciertas tradiciones religiosas y poéticas que por ese camino se encuentran con los conocimientos de la biología y la ecología contemporáneas.

El recorrido nos propone diversas reflexiones acerca de nuestras formas de estar en este mundo y, si se me permite, pone el dedo en la llaga: las formas de producción imperantes –extractivas, industriales y masivas– como la más grave enfermedad que padece ese cuerpo vivo que llamamos Tierra, como un cáncer que cada día extiende su metástasis por el planeta entero, pero que, sin embargo, no vence aún a la vida, no vence a la naturaleza, y no derrota a la belleza.

Vale la pena comentar que Santiago Arau no únicamente hace uso de una nueva tecnología, la de los drones, desarrollada en principios con otros fines, fundamentalmente militares, sino también de las redes como principal medio de comunicación. Mientras la generación de sus padres y hermanos mayores en la fotografía tuvieron como medio de comunicación los diarios y las revistas impresas –donde el papel de este diario, La Jornada, es central– y fue a partir de ahí que ocuparon espacios museísticos y publicaron libros de autor, en el caso de Arau su medio han sido desde el principio las redes sociales, las pantallas de las computadoras y los teléfonos celulares. Es en el ciberespacio donde el joven fotógrafo ha podido crear un público amplio que lo sigue, interactúa con él y a la vez contribuye a su difusión, suscitando por momentos una amplia comunidad de gusto y opinión, no exenta de la polémica que el propio medio estimula. El salto del espacio virtual al presencial del museo –y que la pandemia pone por un momento en pausa–sucede simultáneamente a la publicación de un libro editado por el banco bbva, también titulado Territorios, cuya fundación financió en parte su investigación visual y le permitió recorrer grandes extensiones del territorio nacional observándolo desde las alturas. Este camino le da al trabajo de Santiago Arau una especificidad nueva: no asiste al museo para descubrir a su público, para crearlo, sino para encontrarse con el que previamente construyó en las redes. Se trata de un nuevo segmento, más joven del habitual, mucho del cual quizá entre al espacio canónico del museo gracias a la invitación del fotógrafo pero que en parte se ha formado fuera de él, y cuyos códigos de valoración son diferentes a los tradicionales, con lo que contribuye a una renovación no sólo formal y temática sino también social y de público, a la lectura contemporánea de la imagen.

Estas fotografías nos permiten ver la piel del México que habitamos, su belleza pero también su enfermedad. No puede descartarse una lectura de las condiciones sociales de la pandemia actual, si vamos de la gran panorámica de estas imágenes al zoom de nuestra crisis sanitaria global. Alguien podrá decir que por lo mismo se trata de una mirada distante y quizá hasta superficial, a lo que me gustaría responder con palabras del poeta Paul Valéry: “La piel es lo más profundo que hay en
el hombre”.

 

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