George Steiner y Harold Bloom: Apolo contra Dionisos

- Enrique Héctor González - Sunday, 31 May 2020 07:17 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Sin duda estas dos figuras esenciales de la crítica literaria de nuestro tiempo, Harold Bloom (1930-2019) y George Steiner (1929-2020), son motivo de esta reflexión en la que se comparan dos posturas diametralmente opuestas y sin embargo fecundas y trascendentes para entender el fenómeno de la creación literaria.

Un niño jamás responde cuando le preguntan qué vas a ser de grande: voy a dedicarme a la crítica.

François Truffaut

 

Los poderes de la simetría son extraordinarios; o los del quiasmo, esa figura que consiste en establecer correspondencias entre elementos que se cruzan sintácticamente (“ni son todos los que están ni están todos los que son”). Así, por azares de la muerte impecable, la vida del insigne crítico literario Harold Bloom (1930-2019) queda como envuelta o cubierta por la de su no menos célebre colega George Steiner (1929-2020), quien apenas lo precedió un año y medio y lo sobrevivió escasos tres meses.

Pero lo esencial, lo curioso y significativo, no es este azar numérico sino que ambos profesores estadunidenses (aunque el segundo era realmente “franco-anglo-estadounidense”, según consta) encarnen visiones tan distintas de lo que significa comentar y valorar ese vastísimo corpus de obras y autores de la literatura mundial para el que Bloom utilizó el término de “canon” y al que Steiner nombró simplemente como “tradición”. Ambos críticos judíos, dedicados a examinar cuanto de relevante se ha publicado a lo largo de la historia literaria, encarnan perfiles tan diversos, aproximaciones tan personales al fenómeno de la obra escrita, que no puede ser sino sintomático que hayan sido estrictamente contemporáneos cuando sus maneras de proceder los colocan casi en las antípodas: el crítico que dictamina frente al que explora; la mirada que juzga, que no puede hacer otra cosa sino establecer vectores, influencias, intertextualidades en las obras, y el que compara para separar, para reconocer, para darle a cada cual un sitio no previsto sino investido de lo que permanece oculto, en términos generales, a la mirada común.

En una de sus obras más significativas, Gramáticas de la creación (2001), Steiner estipula que dicho término, gramática, implica “una organización articulada de la percepción” y que de nuestra manera de percibirlo todo depende el acomodo que le demos a lo que vivimos y leemos. Nada más obvio pero nada más preciso cuando examinamos la idea a fondo y reconocemos en ella, dice el profesor Steiner, una suerte de materia de organización de todo que empieza con la del propio “yo”, que está en la base de cualquier forma de conocimiento desde la prehistoria humana. ¿Quién es yo? ¿Qué significa ser yo?

Seguramente, como apunta otro crítico esencial del siglo pasado, Mijaíl Bajtín, el hombre primitivo debió abrigar graves dificultades para darle contenido a esa primera persona del singular. Si todo era de todos, si todos eran todo, ¿dónde empezabas tú?, ¿dónde no podía inmiscuirme yo sino con tu anuencia? Claro que este asunto nos puede llevar a miles de implicaciones, entre otras, la del comunismo natural de las primeras hordas humanas, donde “yo” y “tú” quizá querían decir bastante menos de lo que dicen en estos tiempos hiperindividualizados, donde quizá se ha sobrevalorado al sujeto más de la cuenta. Pero en asuntos de estricta crítica literaria, se sabe que el responsable último, el culpable de todas las numerosas obras que ha generado la literatura a lo largo de cinco mil años, es casi siempre (por no generalizar) un solo ente, un creador o creadora que firma lo que afirma, avala lo que inventa, cree en lo que crea. Y sin embargo creación e invención no son estrictamente voces sinónimas, reconoce Steiner, no podemos hablar de “invención literaria” sino de “creación literaria”, interferencia que se complica si la remitimos a asuntos religiosos o filosóficos.

 

Valoraciones, veredictos, generalizaciones e injusticias

 

Entre otras materias que atarearon la mente del profesor Steiner (múltiples e inabarcables como lo pueden ser el examen comparado de Tolstoi y Dostoievsky, las relaciones entre el lenguaje y el silencio, la nostalgia del absoluto o la infinita, agotadora lección que significa la obra de Heidegger), uno se puede asomar a sus reflexiones acerca de cómo el arte y la literatura, antes de implicar particulares visiones del mundo, son quizá “una incapacidad de ver el mundo tal como es”, es decir, una evasión por incompetencia que genera, en algunos casos, obras maravillosas. ¿Es otro el drama de don Quijote? Esta manera que tiene la obra literaria, de naturaleza poco menos que patológica o infantil, de no enfrentar el “principio de realidad”, muy probablemente genera en el creador una especie de “sentimiento de culpabilidad” respecto de lo que dijo, lo que quiso hacer, lo que no pudo menos que hacer, lo que no alcanzó a decir. Y de ahí los célebres arrepentimientos frente a la obra cumplida, por ejemplo el de Virgilio, por ejemplo el de Kafka.

Es evidente que la esfera de intereses de Steiner es de diámetro mayor que la del propio Bloom, sin que ello quiera decir que el canónico profesor de Yale se ciña exclusivamente a la literatura anglosajona, a la luz de su insistencia en la ansiedad y la anatomía de la influencia literaria o sus estudios sobre la desconstrucción. No obstante, sí es muy claro que se trata de otro tipo de crítico: frente a
la mesura y el juicio sustentado en la propia descripción
de las obras ejercido por Steiner, la aproximación de Bloom es con frecuencia terminante o apodíctica; frente a la valoración, el veredicto; frente al examen armónico la disrupción, la provocación, la teoría inapelable, el dedo admonitorio.

En El canon occidental, por ejemplo, obra en la que Bloom determina que son veintiséis los autores imprescindibles de la literatura en América y Europa desde que existen como tales, peca a menudo del providencialismo que denuesta en Freud o Foucault, en la crítica marxista o la feminista, espíritu profético que lo lleva a afirmar que Shakespeare es el autor central de ese canon formado por trece autores anglosajones y trece del “resto del mundo” (siniestra simetría a todas luces chovinista), y que la inteligencia del autor de Hamlet “nunca podrá ser igualada los siglos venideros”. Por la naturaleza misma de esta empresa generalizadora, que constituye su obra más conocida, o por la pedantería natural propia de todo hipersabio, Harold Bloom tiende a ser injusto en sus dictámenes. Por ejemplo, cuando se empeña en el infundio de que Pascal es un mero copista de Montaigne o que el estilo de Poe es “invariablemente atroz”.

Sin la gracia, sin la genialidad de Borges (que filtraba ingeniosas insensateces como la especie de que Quiroga, junto a Kipling, era francamente invisible), Bloom ejerce el arte de la descalificación en tono rudo y sagaz y la formulación de supuestos con una soltura que casi parece superchería. Es el caso de su invención de las Cuatro Edades Culturales del Mundo (Teocrática, Aristocrática, Democrática y Caótica) y aun la predicción de que se acerca una quinta que sería de nuevo teocrática. Además de eso, predominan en los juicios del profesor Bloom criterios de competencia olímpica: trata a las obras como si fueran récords Guiness, hay siempre un autor mejor que otro o un libro que “deja muy atrás” a otras obras; hay escritores a quienes “nadie les hace sombra”, soltando especies como la de que “el único x que en el género y es de la talla de z” es tal o cual poeta o novelista, casi siempre anglosajón.

No tiene remedio: si nadie nace siendo crítico literario es porque nadie quiso serlo nunca. Se trata de un oficio que adviene con los años, quizá como castigo a la falta de imaginación o a las malas hechuras de estilo, como promesa o acto de justicia, como despecho o desquite, dicen algunos. Pero es dable agradecer que, en el siglo pasado y en los veinte que van de éste, haya habido dos ensayistas literarios tan distintos como Bloom y Steiner, tan sugerentes y precisos que, sin duda, ayudan siempre al lector que quiere ir más allá de la mera satisfacción de la lectura, que desea alguna orientación acerca de lo que vale la pena leer.

 

Versión PDF