Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 12 Jul 2020 07:42 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Vuelta al librero en tres cuarentenas

Los lectores sabemos que los libros tienen magia. Muchas veces nos muestran las respuestas a preguntas urgentes o a misterios cuyos contornos apenas alcanzamos a dibujar; se abren, puntuales, en la página precisa y hablan. Es una magia pequeña y esencial, modelada para la vida de cada quien.

En estos días de encierro en los que añoro de forma neurótica el sonido del mar, los libros me han ayudado a sobrevivir. No exagero: lo escribo con convicción: me han dado una suerte de oxígeno espiritual en esta tormenta inmóvil en la que han naufragado nuestros planes o nuestras vidas. Son tan necesarios como el afecto y la seguridad. La belleza que nos deparan –o el terror, no estoy hablando de libros de autoayuda– es indispensable.

Las noticias nos advierten cotidianamente que el mundo se viene abajo. El gobierno parece no escuchar los sonidos estrepitosos del cambio: ni el fragor de la violencia, ni el ahogo de la enfermedad. La pobreza va en aumento y nuestra obligación, para no empeorar el entorno, es quedarnos encerrados.

Esta contradicción es muy ardua. Lo natural sería salir corriendo a ver qué se puede hacer, beber cafés eternos con los amigos, asistir a marchas –ahora recuerdo la marcha del 8 de marzo con una nostalgia horrible–, hacer ejercicio hasta quedar exhaustos para garantizar el descanso, todas esas cosas normales que ahora parecen espejismos. Ir al cine, a comer tacos, llevar un pantalón a zurcir. Tareas que conforman la vida y que han quedado relegadas hasta quién sabe cuándo (me temo que los reportes de nuevos brotes de Covid-19 en otras partes del mundo que ya estaban abiertas me paraliza un poco).

El otro día escuché en la radio una versión de “No volveré” que iba más o menos así: “No volveré/ a faltar a mi clase de spinning/ aunque quede todo jodido/ no fallaré. No mentiré/ pa’ zafarme del cumpleaños del jefe/ aunque tenga que pagar yo los chupes, no fallaré…”, etcétera. Me reí mucho.

Pero debo decir que un regalo de la pandemia ha sido el poder hojear libros que hace años no tocaba y que éstos, como dice Quevedo: “Si no siempre entendidos, siempre abiertos,/ o enmiendan o fecundan mis asuntos;/ y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos.”

Estos libros, cuya relectura había postergado por falta de tiempo o por esperar el momento perfecto (que ya llegó), me han serenado, incluso ahora que no entiendo nada.

¿Cuándo, como en estos días, he podido leer a mi aire, fascinada, algunos cantos de la Ilíada? Al distraído que pudiera pensar que esto es pedantería, sólo me queda decirle que la Ilíada, compuesta en el siglo viii ac es un artefacto maravilloso que puede cruzar los siglos sin que su elocuencia y humanidad se opaquen mínimamente. Igual con Shakespeare, con los rusos del siglo xix, con Victor Hugo. Libros que leí en la adolescencia, encadenada a sus páginas, ahora se abren en mi mesa y me dan consuelo. Al final de estas cuarentenas que ya son varias, seré otra: mejor leída.

No sé en qué entrevista leí que se le preguntaba al entrevistado por los libros que le aconsejaría leer al gabinete de su país. Como era Estados Unidos, el entrevistado se encogió de hombros y guardó un fatalista silencio.

Yo no me encogería de hombros. López Obrador no es Trump. Le aconsejaría al presidente (¿le pediría? ¿le rogaría?) que leyera El deshabitado, de Javier Sicilia; lo escrito por Lydia Cacho; todos los libros del Javier Valdez; La fosa del agua, de Lydiette Carrión. Sugeriría que alguien cercano a él le pusiera en el buró una selección de libros sobre lo que pasa en México ahora.

Que leyera lo que pudiera sobre el medio ambiente, la explotación de los mares mexicanos, el daño que Pemex causa a los ecosistemas donde se asienta y que, ya encarrerados, leyera la Ilíada, para que constatara que no querer escuchar, como le diríamos a Aquiles, es dispararse en el talón. Nos iría mejor a todos.

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