ProsaIsmos

- Orlando Ortiz - Sunday, 26 Jul 2020 03:19 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

La literatura decadentista

Recuerdo que hace ya algunas décadas, cuando daba clases de literatura, mencioné que Óscar Wilde era un escritor decadentista y una alumna me interrumpió, casi iracunda, para replicar que Wilde era un escritor fino, muy delicado. Por eso precisamente, le respondí; no se entienda decadencia como algo decrépito, obsoleto o en plena descomposición. El decadentismo, abundé, es un movimiento europeo que prevaleció a fines del siglo XIX –como reacción al naturalismo imperante en la literatura–, contestatario, inconformista, caracterizado por su inclinación a lo mórbido y al estilo refinado, exquisito, dirían algunos. Los escritores decadentistas no son llamados así por ser malos escritores, todo lo contrario, son autores reconocidos por su talento, calidad, búsqueda formal y temática, de la cual no estaban exentas la psicología, la ciencia o lo oculto. Tal vez, aunque fue muy anterior, podría señalarse a Poe como paradigma de los decadentistas.

Parece que mi alumna no quedó muy satisfecha. Cuesta trabajo desligar la palabra decadencia de la idea de obsolescencia, podredumbre o descomposición.

Perdón por tanto rollo, pero lo consideré necesario como preámbulo para referirme a Carlos Díaz Dufoo (1861-1941), autor veracruzano, más conocido como dramaturgo y por su labor periodística que como narrador. Además fue economista y autor de una obra bastante interesante, en opinión de Jorge Ruffinelli, titulada Robinson mexicano, pues es un libro de economía mas no ajeno a la novela de Defoe. Es decir, el protagonista es un náufrago mexicano, pero sus aventuras en la isla sirven para exponer lo que es la economía política. Fue autor de numerosos volúmenes, pero sólo uno de narrativa: Cuentos nerviosos.

Sus relatos cortos revelan claramente su afiliación al decadentismo o, si se prefiere, sus simpatías modernistas. Lo primero por su proclividad a los temas y ambientes mórbidos, soledosos, fatalistas, impregnados de hálitos paranormales y situaciones que lindan con lo fantástico. La violencia o el odio corren como un río subterráneo por los textos, pero precisamente por su carácter el fluir pasa inadvertido. Algo también interesante es que en buen número de estos cuentos es posible “adivinar” desde el principio hacia dónde va la historia, no obstante uno sigue leyendo porque no es la tensión ni el suspenso lo que engancha al lector, sino la intensidad de la prosa.

Crimen, traición, soledad, catalepsia, demencia, uxoricidio, matricidio, todo plasmado con un lenguaje cuidado, eficaz, refinado, es decir, característico del modernismo en sentido estricto. Su sólida construcción llega a reforzar la eficacia narrativa que no se reduce al estilo, que arraiga en suelos intensos, sensuales y demoníacos, pues, según un personaje de estos cuentos: “...suprimir el mal, ¿no sería el más grande de los males? Si la maldad no existiera, ¿cómo conoceríamos la bondad?”

Es de lamentar que Díaz Dufoo no cultivara más la narrativa, pues al parecer sus obras teatrales son muy diferentes. No obstante, fundó, con Manuel Gutiérrez Nájera, la Revista Azul, icono del modernismo mexicano; fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y amigo de numerosos poetas de la época, como Salvador Díaz Mirón, que se dice fue su padrino en un duelo que sostuvo en Veracruz.

Es posible que para los escritores jóvenes, o simplemente para cualquier lector, estos cuentos sean muy válidos. Precisamente por su decadentismo y, desde luego, por las historias.

Anatole Baju fundó en París, en 1886, el periódico Le Décadent, en pleno auge del decadentismo, y en el editorial escribió: “Disimular el estado de decadencia al que hemos llegado sería el colmo de la insensatez. Religión, costumbres, justicia, todo se desmorona, o mejor, todo sufre una transformación ineludible. La sociedad
se descompone bajo la acción corrosiva de una cultura delicuescente. El hombre moderno está hastiado.” Y yo añadiría que también se siente sin asideros, sin valores, sin horizontes ni rutas que valga la pena seguir caminando. Con o sin pandemia.

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