Exotismo, xenofobia y asimilación: la comunidad china en el cine mexicano

- Rafael Aviña - Sunday, 06 Sep 2020 07:36 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Sin duda, los migrantes chinos y la formación de sus comunidades en nuestro país han sido fecundos y trascendentes, pues en más de un sentido han incidido en nuestra cultura, y la filmografía nacional da cuenta de ello. En este artículo se documentan bien algunos de los rasgos relevantes de su presencia en diferentes películas, desde el siglo pasado a nuestras fechas.

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Para José Luis Chong

La idílica escena en la que un chino (Jason Tobin), le susurra en cantonés una canción a su hijita mexicana en una fonda de la que es dueño, es interrumpida con extrema violencia por el racista emisario del gobierno de Plutarco Elías Calles que encarna Juan Manuel Bernal, quien clama: “Saquen a este pelagatos amarillo”, en el filme de Alejandro Springall Sonora (2018), eficiente, aunque convencional road movie y relato alegórico de tema histórico sobre la tensión, violencia y xenofobia en la frontera norte. Lo que sigue es una muestra de ese odio racial a fines de los años veinte: varios chinos son vejados en medio de pancartas que rezan: “Fuera chinos. México para los mexicanos” y Bernal prosigue: “Estos perros amarillos han sido declarados una amenaza para la salud pública, noventa y cinco por ciento acarrea sífilis, tracoma, tuberculosis, beriberi, lepra…”, en una escena que recuerda la feroz masacre de más de trescientos chinos en Torreón, en 1911.

De a poco, los migrantes chinos se integrarían a la población mexicana, desarrollando diversas actividades en restaurantes, cafeterías, mercerías, tiendas de abarrotes y lavanderías, sin desprenderse de su espíritu gregario y, a su vez, aportando varios elementos culturales que en breve llamarían la atención de nuestro cine. Así, en paralelo a frases y refranes que empezaban a volverse comunes como: “Aquí como el chinito, nomás milando”, “Chinos libres”, o “Está en chino”, la cinematografía nacional descubría las posibilidades de explotar todo ese exotismo, creando varios modelos temáticos y arquetipos.

 

La China… poblana

Tan sólo un año después de haber sido descubierta en una calle del Centro Histórico por el ingeniero Fernando a. Palacios, la bella y entonces joven inexperta actriz María Félix se convertía en La china poblana (1943), bajo las órdenes del propio Palacios. Nada mejor que su hermosura y elegancia para mostrar ese sincretismo cultural chino-mexicano, según la leyenda de una princesa china capturada por piratas y traída a México, para ser comprada por un capitán español que la convertiría al cristianismo y en una asceta consumada, pese a las pasiones que despertaba. El esplendor de la Colonia, el tráfico comercial a través del Pacífico vía la Nao de China y los maravillosos trajes de esa doncella que se fundían con el folclor mexicano, dando origen a su vez al espectacular vestido de china poblana, captado en rudimentarios colores, serían el eje de su trama.

Para 1949, la sociedad china en México se había adaptado a las costumbres nacionales, aportando a su vez rasgos característicos de su cultura. Incluso, Ciudad de México ofrecía en la calle de Dolores y sus alrededores, su propio barrio chino y los cafés de chinos eran ya muy populares en ese año, en el que Joselito Rodríguez filmaba Café de chinos, cuyo cartel publicitario mostraba, bajo un ideograma cantonés, la caricatura de un obeso chino con mandil, cargando a un bebé en brazos con indumentaria típica oriental y a una muy guapa mesera mexicana: Amanda del Llano.

El gran Carlos Orellana es aquí el bondadoso chino Chang Chong, enamorado de la madre soltera (Del Llano), en un filme que resultaba un homenaje a un establecimiento cada vez más cotidiano en ese México alemanista y, a su vez, una manera de integrar a la comunidad china al ámbito católico y al guadalupanismo, ya que Chang se bautiza para adoptar al bebé.

En efecto, los cafés de chinos serían presencias constantes del cine urbano y de arrabal, como aquel donde Carmen Molina, Germán Valdés Tin Tan y su carnal Marcelo, entonan el tema que dice: “Chinito, chinito, toca la malaca chinito. No pleocupes más...”, al tiempo que Tin Tan se coloca unos largos y lacios bigotes a lo chino y eleva los dedos índices mientras baila en la cinta Yo soy charro de levita (Gilberto Martínez Solares, 1949).

También en un café de chinos, la chinita María Esther Lee le dice a Resortes, en Baile mi rey (Roberto Rodríguez, 1951): “Quiubo, mi ley, ¿me tlajo el menjulje?” En Tú, sólo tú (Miguel M. Delgado, 1949), Luis Aguilar se enfrenta al abusivo chino dueño del Café Cantón –a quien le espeta: “Hijo del tercer imperio”–, interpretado por el potosino de padre chino, Roberto Yhip Palacios, quien encarnaría el eterno papel de… chino –por encima, incluso, de Daniel Chino Herrera–, en decenas de películas hasta los años setenta: La golondrina (1938), El pecado de Laura (1948), Vagabunda (1949), La huella de unos labios (1951) o La noche avanza (Roberto Gavaldón, 1951) como apostador en el Frontón México, o en Los mediocres (Servando González, 1962) como el simpático chinito que desconecta o conecta a su antojo la rocola de su café de chinos.

 

La mafia amarilla en el barrio (y los cafés) de chinos

En 1957, antes de convertirse en leyenda con La fórmula secreta (1964), Rubén Gámez, entonces fotógrafo y realizador de comerciales para la televisión, fue invitado a la República Popular China por una asociación de documentalistas de Pekín. Ahí, con material donado por la Unión Soviética y una cámara prestada de 16mm, filmaba el malogrado reportaje La China Popular/La muralla china, cortometraje que incluía una narración escrita por Carlos Prieto. Hacia 1973, el documentalista Óscar Menéndez viajaría a aquel país en tiempos de Mao Tse Tung para realizar China 1973/Crónica del país del centro florido, rescatada y reeditada por la Filmoteca de la unam en 2016, en colaboración con el propio Menéndez.

Otra rareza resultó la coproducción México-eu, El cuarto chino/The Chinese Room (1967) del estadunidense Albert Zugsmith, con Carlos Rivas, Guillermo Murray, Regina Torné y la guapa Elizabeth Campbell, una delirante fantasía con tintes eróticos y sádicos, ambientada en Acapulco, con bailables a gogó y alucinaciones de esqueletos que sangran por la boca, parafernalia psicodélica y carne troceada. El filme planteaba extraños simbolismos chinos, tan abigarrados como gratuitos. El actor Jorge Radó tiene en su casa una habitación con un enorme buda y dragones dorados, habla de caballeros de Formosa, escribe caligrafía china –al igual que Torné– y dice frases como: “El dinero es un niño que nunca se hace hombre y a uno se le va la vida cuidándolo. No diré que este proverbio es de Confucio, porque él no fue el autor...”

No falta aquí el intento por reproducir torturas orientales, con Rivas colgado de los pies y balanceándose como péndulo, mientras una suerte de espectro chino ejecuta una coreografía minimalista. En esa tónica, La mafia amarilla (1972), de René Cardona, con el luchador Blue Demon, Tere Velázquez, Noé Murayama y Germán Valdés Tin Tan, es una risible aventura policíaca con exagerada ambientación china, que involucra a anticuarios y dueños de restaurantes chinos, miembros de una sociedad secreta y criminal llamada Dragón amarillo, que “...castiga teliblemente toda falta: astillas de bambú bajo las uñas, en los oídos, en los mismos ojos...”, y cuyo líder es el discreto dueño de una tintorería... china (Jorge Arvizu el Tata).

Por su parte, El complot mongol/La intriga total (1977), del español Antonio Eceiza, según la novela de Rafael Bernal escrita en 1969, emplaza su relato en la calle de Dolores, en el corazón del chinatown defeño, con sus farolitos, tiendas de productos de importación china, restaurantes y lavanderías, incluso un fumadero de opio, y lugares como el Shanghai o el Bar Chino con Noé Murayama como Liu. Es un relato de suspenso y acción violenta con Pedro Armendáriz hijo como Filiberto García, Blanca Guerra como Martita y Ernesto Gómez Cruz como el alcohólico Licenciado. La adaptación, a cargo de Eceiza y Tomás Pérez Turrent, eliminó en buena medida el humor negro y ácido de la obra original para apostar por un thriller violento, muy en deuda con el cine negro tradicional, pero desde un matiz crudo y desencantado.

En Tívoli (1974), de Alberto Isaac –protagonizada entre otros por la chinita Lyn May–, el cómico Tiliches (Alfonso Arau) dice: “Chino, chino, japonés, come caca y no me des...”, al tiempo que se queja de los extranjeros en México ante una pareja de malabaristas chinos que llevan el torso desnudo cubierto de pintura dorada. En el corto La Nao de China (2004), de Patricia Arriaga, se narra una extraña historia de amor en un prostíbulo, que con todo y sus simbolismos chinos se convirtió en el largometraje La última mirada (2006). Por su parte, Hecho en China (Gabriel Guzmán, 2011) involucra a la mafia amarilla. No obstante, destaca un eficaz acercamiento a la migración china en el documental de Luciana Kaplan, Cuentos chinos (1999), sobre la llegada de los primeros ciudadanos chinos a México a fines del siglo xix, sus problemas de integración, los movimientos xenofóbicos en su contra, su adhesión a la sociedad mexicana, aportaciones culturales y económicas y su búsqueda de identidad en un país extraño.

 

“Pinche intriga internacional…”

Finalmente, la estilización del cine noir alcanza un eficaz tono nostálgico e irónico en la nueva versión de El complot mongol (2018), de Sebastián del Amo. Al inicio de los años sesenta, soviéticos y estadunidenses elucubran que China aprovechará la visita del presidente gringo a México para asesinarlo. En su intento por frenar esta intriga internacional, las autoridades mexicanas buscan a Filiberto García (Damián Alcázar), detective y matón a la vieja usanza, con la palabra “pinche” eternamente en los labios, quien se sumerge en las entrañas del Barrio Chino en la calle de Dolores y conoce a la bella china-mexicana Martita (Bárbara Mori). Del Amo evitó actualizar la trama y se arriesgó con un thriller de una violencia más paródica que brutal, sin abandonar su gusto por los relatos de recreación de época de un México ingenuo, popular y cinéfilo, como hiciera en El fantástico mundo de Juan Orol (2010) y Cantinflas (2013).

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