Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 18 Oct 2020 00:24 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Agorafobia

Según el diccionario, la agorafobia es “el miedo a los espacios públicos”. La persona que padece agorafobia es propensa a sentir pánico en lugares concurridos, calles céntricas o espacios donde se percibe a sí misma como vulnerable. Dice el diccionario que este padecimiento suele estar acompañado por ansiedad social aguda y miedo.

Me temo, pues, que millones de mexicanos deberíamos sentir agorafobia al salir de la casa y no sólo por el coronavirus, sino por todo lo que la pandemia ha mostrado con una crudeza terrible: México está tomado por la violencia, la beligerancia, la ineptitud y el desconcierto. El encierro obligado ha puesto en relieve que uno no viaja solamente por la pandemia o por la falta de recursos. Uno lee y cree que aquellos lugares concebidos como refugios se han convertido en infiernos: Puebla, Colima, Guanajuato, Michoacán, etcétera. Poco a poco la mente va oscureciendo en el mapa los estados que antes le ilusionaba frecuentar.

Y de la ciudad, qué podemos decir. Aunque las interacciones que sostengo con quienes me topo en mis infrecuentes salidas han sido más cautelosas de lo normal, percibo mayor irritabilidad y propensión al pleito que las que ya existían. Sobre todos gravita una nube de rabia, de ganas de pelear, de nerviosismo.

Desde mi madriguera, compruebo con tristeza que la polarización se agudiza hasta lo inviable, fomentada a diario desde la tribuna presidencial. Sólo con hojear el periódico queda uno apabullado por la furia que muestran mexicanos contra mexicanos por posturas políticas, géneros, clases sociales, ocupaciones, gustos musicales y opiniones sobre la selección. Como los modales son dizque afectaciones del pasado, a este caldo venenoso hay que añadir mentadas de madre, descalificaciones y apodos pueriles.

Algunos tenemos miedo de contagiarnos de coronavirus y no le entendemos nada al doctor López Gatell. Somos montones los que usamos tapabocas y mantenemos la distancia, aunque hay quien pregona que “lo que tenga que tronar, que truene”, como si el contagio fuera una decisión que no afectara
a otros.

Ayer mismo compartí la fila del banco con una señora de pijama, lente oscuro, chanclas y calcetines. Traía la parte de atrás de la cabeza como un nido de ratones. Hasta ahí, es su derecho y no tengo por qué criticar. Pero la mujer no sólo se había dejado las lagañas, tampoco llevaba tapabocas. Ante la mirada crítica de todos, alzó la barbilla y se le repegó a la persona que estaba formada antes que ella, quien bajó la cabeza y dio un pasito para alejarse.

Por si no bastara, a los delincuentes les ha dado por balear a personas en velorios. Esto es alzar el listón de la crueldad a una altura astronómica y me pregunto por qué han fallado las estrategias contra el crimen de forma tan estrepitosa.

México es el país de Latinoamérica donde los feminicidios, en lugar de disminuir, han aumentado con la cuarentena. Esto basta para justificar conductas feministas que las autoridades juzgan inaceptables. Pareciera que el gobierno considera a las marchistas destructivas más reprobables que quienes matan gente en los velorios y eso me ha suscitado tristeza y desconfianza en las autoridades, una profunda decepción.

Quizás esto explica el nerviosismo que percibo en mis amigas cuando se plantea el regreso a la “nueva normalidad”. Si nos ponemos sinceras, debemos reconocer que no será muy normal, porque en México lo normal es terrible. Nos hemos resignado a sufrir un nivel de violencia, misoginia, autoritarismo, pobreza y abuso que no son normales.

Yo aspiro a recuperar un nivel normal de preocupaciones, al que el ser mujer, hecha de carne y hueso en un país del Tercer Mundo (es decir, con pocos lectores), me obliga a vivir. No al nivel de ahora, en el que todo el mundo está empeñado en agredir al de junto. Créanme, no es viable y no lo digo por mí. Con sólo mirar alrededor podemos constatar que el mundo ya no aguanta.

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