ProsaIsmos

- Orlando Ortiz - Sunday, 18 Oct 2020 00:58 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Amado Nervo, retratista

En la segunda mitad del siglo XIX hubo quienes practicaron un ejercicio bastante sano –desde mi perspectiva–: entregarnos a los lectores retratos de algunos poetas, dramaturgos, narradores, periodistas... en fin, personajes de quienes posteriormente tendríamos solamente efigies adulteradas por la solemnidad y el formalismo. Yo creo que quien puso el “mal ejemplo” en 1882 fue Cero, con Los ceros. Galería de contemporáneos, en la que consignó una muestra de autores que veremos en otra ocasión. El seudónimo utilizado por el autor (Cero)fue un misterio por varias décadas. Había quienes aseguraban que tras él se ocultaba Juan de Dios Peza; otros, Vicente Riva Palacio. Eso ya lo veremos en su oportunidad.

Amado Nervo no integró una galería de retratos, pero sí dejó algunas impresiones que, me parece, nos dan una imagen diferente a la que encontramos en las estampitas escolares o los libros de texto. Nos entrega el lado humano, vulnerable o heroico, vivaz o taciturno de ellos; sean extranjeros o nacionales. De Manuel Gutiérrez Nájera no es mucho lo que escribió, ya que fue de los primeros poetas que conoció recién llegado a la capital: “Nada me dijo su figura inexpresiva y hosca; sus ojos minervinos, un poco saltones, nada me dijeron, y sólo el prestigio que de su personalidad literaria emanaba, y que era firme y poderoso, pudo hacer que una desilusión inmediata no sustituyera el culto ingenuo y apasionado que mi alma le tenía.”

Posteriormente lo vio en la redacción de El Universal, o de El Partido Liberal, donde se reunían con frecuencia Bulnes, Díaz Dufoo, Rabasa, Gutiértrez Nájera, Urbina y otros, a contar chistes e intercambiar chismes: Ahí: “Gutiérrez Nájera tartamudeaba los suyos [chistes] con una gracia peculiar” frente a la fluidez y gracejo de otros. Menciona que en sólo tres ocasiones cruzó palabra con él, lo cual no menoscabó su admiración.

El retrato de Rubén Darío, al que conoció en París, es magnífico: “Alto, robusto, inexpresivo; ojos obscuros, pequeños y vivos; nariz ancha, de alas sensualmente abiertas; barba y cabellos ligeramente rizados; manos de marqués. Parsimonioso y zurdo continente; hablar pausado y un sí es no, es tartamudeante, pero siempre ático y fino.” En seguida especifica que durante nueve meses convivieron dándose la gran vida, pero asienta que no siempre hubo tiempos buenos. Así, “la vida para él, llena de azares, no ha mermado sus quilates interiores. Es bueno. Es un niño –un niño egoísta o tierno, caprichoso o sereno–, celoso de sus cariños, susceptible como una violeta, capaz por esta misma susceptibilidad de comprender y sentir todos los matices de una palabra, de un gesto, de una actitud: un gran niño nervioso.”

Rafael Delgado, Federico Gamboa, Micrós (Ángel de Campo) y Díaz Dufoo son algunos de los autores nacionales que retrata, así como a los extranjeros Benito Pérez Galdós y Lepolodo Lugones, entre otros. Pero regresando a Darío, creo que vale mencionar que fue con él al Teatro del Pueblo, un jacalón miserable que califica como “Rincón Anarquista”, y en un rumbo bastante sórdido de París. La crónica que hace del lugar y de los oradores, escritores y artistas es espléndida; menciona que se representó una sátira de Octave Mirbeau en la que el autor participó como actor. “De ahí salimos medio sofocados, y Rubén Darío, que ha estado conmigo durante toda la velada, me dice:

–Yo soy anarquista, porque no puedo ser príncipe; pero mi anarquismo es otro. ¡Quiero la aristocracia del talento!

–Del talento y del corazón –añado yo–. Dante y San Francisco de Asís; Víctor Hugo y San Vicente de Paul.

–¡Eso es, eso es! –replica el autor de Azul.”

Los retratos de Micrós, de Díaz Dufoo y Lugones son reveladores de personalidades muy diferentes a las que encontramos en libros de texto. Es lamentable que Nervo no haya realizado una verdadera galería de sus contemporáneos. Tal vez no lo hizo porque, aunque tuvo oportunidad de conocer y tratar a grandes poetas, los admiraba demasiado como para querer tratarles. Eso nos remite a su poema que termina: “...cerrando los ojos la dejé pasar”.

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