Rostros en el agua (fragmento)

- Janet Frame - Sunday, 25 Oct 2020 07:45 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
"Cuando veíamos a la enfermera de día pasar de un paciente a otro con la lista en su mano nuestro nauseabundo terror se volvía más intenso."

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Cuando veíamos a la enfermera de día pasar de un paciente a otro con la lista en su mano nuestro nauseabundo terror se volvía más intenso.

“Te van a dar el tratamiento. Hoy no desayunas. Quédate en bata y camisón y quítate los dientes.”

Teníamos que ser cuidadosos, mantenernos calmados, controlados. Si nuestros temores resultaban injustificados, sentíamos una ligereza y un alivio vertiginosos, una exaltación que, llevada al extremo, nos exponía a recibir el tratamiento de emergencia. Si nuestro nombre aparecía en la lista fatal debíamos intentar dominar con toda nuestra fuerza, a veces sin éxito, el pánico creciente. Porque no había escapatoria. Una vez que se conocían los nombres todas las puertas eran escrupulosamente cerradas; debíamos permanecer en el dormitorio de observación donde se aplicaba el tratamiento.

En ese momento una se volvía toda oídos y escuchaba a los otros pacientes caminar por el pasillo para desayunar; el silencio que se hacía mientras la Hermana Honey, con la cabeza inclinada, los ojos atentamente abiertos, bendecía los alimentos.

“Que el Señor les conceda una sincera gratitud por lo que están a punto de recibir.”

Y entonces se escuchaba la repentina animación de las cucharas golpeando los tazones, el ruido de las sillas al moverse, el murmullo turbado cuando al final de la comida se buscaba el inevitable cuchillo faltante mientras la hermana advertía con severidad: “Que nadie se levante de la mesa hasta que aparezca el cuchillo.” Después, tras las órdenes de la hermana, más ruido de sillas y más murmullos. “De pie, señoras.” Las puertas laterales se iban abriendo conforme las pacientes eran enviadas a sus distintos lugares de trabajo. Lavandería, señoras. Cuarto de costura, señoras. Casa de reposo, señoras. Después el taconeo de la robusta directora Glass conforme se acercaba por el pasillo, sus pequeños pies calzados de negro, abría el dormitorio de observación y nos examinaba de pie, interrogando a la enfermera, como un ganadero evaluando las cabezas de ganado que en los establos esperan partir en camión al matadero. “¿Están todas aquí? Asegúrese de que no tengan nada que comer.” Esperábamos de pie, en grupos pequeños; o acuclilladas en semicírculo alrededor de la gran chimenea enrejada donde un montón de carbón adormecido humeaba indolente; nuestras manos sujetaban los barrotes ennegrecidos del guardafuego para calentar nuestros dedos congelados.

Porque a pesar de los dientes de dragón y de las polvosas mariposas con manchas blancas y de los cerezos en flor, era siempre invierno. Y para nosotros era siempre una estación peligrosa. Electricidad, el peligro que en los cables canta el viento en un día gris. Pensaba una y otra vez, ¿qué medidas de seguridad debo tomar para protegerme en contra de la electricidad? Y hacía una lista de emergencias “relámpagos, disturbios, terremotos”, y de las precauciones tomadas por el hombre para proteger al mundo a través de su Cruz Roja Seguridad de Dios a quien debemos obediencia o morir desterrados en el témpano de hielo, en una doble soledad. Pero cuando me sentía amenazada por la electricidad no se me ocurría nada, excepto pensar en las botas de hule que llegaban hasta la cadera que mi padre usaba para pescar y que guardaba en el lavadero donde las chamarras apolilladas colgaban detrás de la puerta, junto al montón de viejos magazines de humor, Lo Mejor del Ingenio Mundial, que se leían en el baño. ¿Dónde quedaron el lavadero y la ropa vieja con nidos de arañas y ciempiés en los pliegues? Perdida en tierra extraña, debía ubicarme según los arroyos que fluyen hacia el mar y medir el tiempo con el sol.

Sí, yo era astuta. Una vez recordé la relación entre electricidad y humedad, y con el pretexto de ir al baño llené la tina y me metí en ella con bata y camisón, y pensé: ahora ya no me van a dar el tratamiento, y tal vez pueda ejercer una influencia secreta sobre la pulida máquina color crema, con sus botones y medidores y luces.

¿Tú crees en una influencia secreta?

Ha habido ocasiones de una alegría desbordante cuando se descomponía la máquina y el doctor salía, frustrado, de la sala del tratamiento, y la hermana Honey nos daba la maravillosa noticia: “Vístanse todas. Hoy no habrá tratamiento.”

Pero ese día en el que me metí en la tina la influencia secreta estuvo ausente, y me dieron el tratamiento, me arrastraron a la sala para que fuera la primera, antes incluso de que a los escandalosos del Pabellón Dos, el de los perturbados, les dieran los “múltiples”, lo que quiere decir que les daban dos tratamientos y a veces tres consecutivos. A esta gente alterada que vestía con sus protectores camisones rojos y sus largas y protectoras calcetas grises y sus apretados calzones rayados que algunos tenían buen cuidado de enseñarnos, la llamaban por sus nombres cristianos o por sus apodos, Dizzy, Goldie, Dora. A veces se nos acercaban y comenzaban a confiar en nosotras o a tocar nuestras mangas con reverencia, como si en verdad fuéramos lo que sentíamos ser, una raza diferente a ellos. ¿No éramos acaso nosotras las enfermas “sensatas” que todavía no sustituíamos la palabra por sonidos animales ni sacudíamos nuestro cuerpo con movimientos incontrolados ni nos disolvíamos en una secreta hilaridad silenciosa? Y sin embargo, cuando llegaba el momento del tratamiento y ellos y nosotras éramos llevados o arrastrados a la habitación que estaba al final del dormitorio, todos sin importar si éramos del pabellón de los perturbados o del de los “buenos” proferíamos el mismo grito ahogado, sofocado, cuando la corriente eléctrica se encendía y caíamos en una inmediata y solitaria inconsciencia.

Era el principio de mi sueño. Los vestigios del tiempo se cruzaban y entremezclaban y al impactarse de frente las horas estalló un fuego que ennegreció la vegetación que hace brotar la tierna memoria a lo largo del camino. Tomé un dedal de agua destilada de mar e intenté apagar el fuego. Agité una pequeña bandera verde en el rostro de las horas por venir que cruzaron por la campiña herida rumbo a su destino y mientras los rostros me espiaban desde la ventana vi que eran los rostros de la gente que esperaba recibir el tratamiento de electrochoques. Ahí estaba la señorita Caddick, Caddie, le decían, rijosa y desconfiada, sin saber que pronto moriría y que su cuerpo sería desaparecido por la puerta trasera para llevarlo a la morgue. Y ahí estaba con la vista fija mi propio rostro desde el vagón repleto, entre los apodados vestidos con sus uniformes, batas cortas rayadas y suéteres grises de lana. ¿Qué significaba?

Tenía tanto miedo. Cuando llegué por primera vez a Cliffhaven y entré en la estancia y vi a la gente sentada con la vista fija, pensé, como piensa un transeúnte en la calle cuando ve a alguien mirar el cielo: si yo miro hacia arriba, también lo veré. Y miré pero no lo vi. Y el mirar no era, como suele ser en las calles, una ocasión para que la muchedumbre compartiera un espectáculo; este era una ocasión para la soledad, para la visión de un circuito cerrado privado.

Y aún es invierno. ¿Por qué es invierno si los capullos del cerezo están en flor? Ya llevo años aquí en Cliffhaven. ¿Cómo puedo llegar a las nueve en punto a la escuela si estoy atrapada en el dormitorio de observación esperando el tech? Es un camino tan largo el de la escuela, por la calle Edén después la calle Riblle y la calle Dee más allá de la casa del doctor y de la casa de muñecas de su hijita que tenían en el jardín. Me gustaría tener una casa de muñecas; me gustaría poder hacerme chiquita y vivir dentro de ella, acurrucada en una caja de cerillos con un dosel de raso y en la lija pintadas estrellas doradas por buena conducta.

No hay escapatoria. Pronto será la hora del tech. A través de las ventanas del balcón puedo ver a las enfermeras regresar del almuerzo, y el verlas caminar de dos en dos y de tres en tres más allá del arriate de los dientes de dragón, las campánulas y el cerezo, me produce un nauseabundo sentimiento de angustia y condena. Me siento como una niña obligada a comer una comida extraña en una casa extraña y que debe pasar la noche en una habitación extraña con un olor diferente en las cobijas y ribetes diferentes en las sábanas y que al despertar en la mañana ve por la ventana un paisaje diferente y aterrador.

Las enfermeras entran al dormitorio. Recogen las dentaduras de los pacientes que van a recibir el tratamiento, las sumergen en el agua de viejas tazas despostilladas en las que escriben con la descolorida tinta azul de un bolígrafo los nombres de sus dueños; la tinta se escurre sobre la impenetrable superficie de la loza, embarrándose, las orillas de las letras parecen el microfilm de patas de moscas. Una enfermera trae un par de pequeños tazones esmaltados despostillados que contienen alcohol desnaturalizado y jabón de éter sulfúrico, para “frotar” nuestras sienes y que el choque “agarre”.

Trato de encontrar un par de calcetas de lana grises porque sé que si mis pies se enfrían me voy a morir. Una paciente tiene el cuidado de ponerse sus calzones “en caso de que aviente las piernas enfrente del doctor”. En el último minuto, cuando la sensación de las nueve en punto nos envuelve, sentadas en las duras sillas, nuestras cabezas echadas hacia atrás, mientras restriegan nuestras sienes hasta lacerar y herir la piel con el algodón empapado y el alcohol se escurre metiéndose en nuestros oídos y provocando súbitos bloqueos del sonido, hay un último estallido de pánico y de gritos, algunos intentan arrebatar las sobras de la comida que dejaron los pacientes de cama, y mientras una enfermera grita: “Baño, señoras”, y se abre la puerta del dormitorio para una breve visita vigilada a los baños sin puertas, con custodios en el pasillo para evitar las fugas, surgen conatos de riñas y patadas al intentar algunas echarse a correr, comprendiendo casi de inmediato que no hay a dónde ir. Las puertas al mundo exterior están cerradas. Sólo te pueden perseguir y arrastrar de regreso y si la directora Glass te pesca te dirá colérica: “Es por tu bien. Contrólate. Ya has dado suficientes problemas.”

La directora misma no se ofrece a probar el tratamiento de electrochoques como pudiera ofrecerse a veces alguien sospechoso que para probar su inocencia está dispuesto a comerse la primera rebanada del pastel que pudiera contener arsénico.

Los biombos florales se descorren para tapar el fondo del dormitorio donde se han preparado las camas para el tratamiento, las sábanas enrolladas hacia atrás y las almohadas colocadas en ángulo, listas para recibir al paciente inconsciente. Y ahora todo el mundo quiere ir otra vez al baño, y otra vez, conforme crece el pánico, y la enfermera cierra la puerta por última vez, y el baño se vuelve inaccesible. Anhelamos ir, y sentarnos en las frías tazas de cerámica y de la manera más simple tratar de mitigar en nuestras mentes la angustia creciente, como si un proceso corporal pudiera transformar la angustia y al jalarle al baño llevársela como ardientes gotas de agua.

Y ahora se escucha una catarrosa tos matinal, el suave rechinar de los zapatos de goma en el pulido pasillo exterior, sincopados con los apresurados pasos ping-pong de otros zapatos con tacón cubano, y llegan el Dr. Howell y la directora Glass, ella abriendo la puerta del dormitorio y haciéndose a un lado para que él entre, y juntos desfilan en regia procesión para unirse a la Hermana Honey que los aguarda en la sala del tratamiento. En el último minuto, como no hay suficientes enfermeras, entra saltando la recién nombrada Trabajadora Social a quien se le ha pedido ayudar en los tratamientos (le decimos Pavlova).

“Enfermera, pase al primer paciente.”

Muchas veces me he ofrecido a ser la primera porque me gusta recordarme a mí misma que para cuando me despierte, tan breve es el período de inconsciencia, la mayoría del grupo estará todavía esperando en un aturdimiento lleno de ansiedad que a veces los confunde haciéndoles pensar que tal vez ya recibieron el tratamiento, que tal vez se lo dieron arteramente sin que se dieran cuenta.

La gente detrás del biombo comienza a quejarse y a llorar.

Nos van pasando estrictamente según los “voltios”.

Esperamos mientras “acaban” con los del Pabellón Dos.

 

Traducción de Helena Guardia.

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