Manuel Acuña y El pasado: realidad y ficción

- Marco Antonio Campos - Sunday, 03 Jan 2021 07:33 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El Instituto Cultural de Coahuila publicó la ágil y documentada novela del poeta y narrador saltillense Víctor Palomo, ‘El pasado’, obra notable que merecía haber sido coeditada con una editorial de prestigio de la capital para tener una mayor difusión. La novela, que versa sobre la vida del célebre poeta coahuilense Manuel Acuña (1849-1873), costó a Palomo laboriosos años de investigación y escritura.

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En estos casos es indispensable equilibrar y armonizar documentación y ficción. Es decir, a partir de los datos que se obtienen el autor configura la época, los personajes, los acontecimientos, los tiempos y sitios, pero debe cuidarse de no aplastar al lector con la documentación, o contrariamente, que la invención o la recreación no se vuelvan algo inverosímil; Palomo hizo muy bien la tarea. Ante todo, Palomo se centra en dos fechas, 1873, año del deceso de Manuel Acuña, y 1917, año en que Palomo hace que el doctor Téllez esté escribiendo la novela de Acuña, año asimismo de la exhumación del cuerpo del cementerio de Dolores, de la incineración del cuerpo, del homenaje de la urna en la Biblioteca Nacional, y del traslado de las cenizas al cementerio de Santiago, donde aún permanecen en la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres. Al homenaje a Acuña aquel 28 de octubre de 1917 en la Biblioteca Nacional, asiste Laura Méndez, y velan las cenizas, entre muchos, López Velarde, Saturnino Herrán, Manuel M. Ponce, Jesús Urueta y el poeta y secretario de la Academia de la Lengua Enrique Fernández Granados (quien –casado con Asunción– fue cuñado de Rosario).

Rosario de la Peña contó dos versiones acerca de cómo conoció a Manuel Acuña: una, que fue en su propia casa; la otra, en casa del general Joaquín Téllez. Palomo escoge la segunda versión para que su sobrino nieto, el doctor Téllez, bibliófilo y narrador, elabore la novela, que a su vez cada jueves se la está contando oralmente al encuadernador, quien trabaja en su casa haciendo el catálogo de la biblioteca, y quien encontrará cerca del final manuscritos de la novela, luego de que, apropiado de la personalidad trágica de Acuña, el doctor se suicida.

El pasado, título que está tomado de la única pieza teatral que el poeta saltillense escribió, es una novela que la leen de un modo más detallado los enterados de la figura y la obra de Acuña, y de manera lineal los que apenas las conocen o las desconocen. Es el título de la pieza teatral, pero también es el pasado, o mejor, los pasados que se cuentan en la narración.

Víctor Palomo declaró en una entrevista que el único personaje ficticio es el encuadernador. El narrador saltillense ha de haber buscado, en un juego literario, a un protagonista creíble que se prestara a oír la historia, quien encontrara el manuscrito, y en su momento, en el siguiente siglo, otro, que se llamara Víctor Palomo, la volviera a escribir o a transcribir. Desde alguna perspectiva, Manuel Acuña se desdobla en el doctor Téllez para escribirse, quien se desdobla en el encuadernador, que a su vez se desdobla en Víctor Palomo… Acuña es el personaje en el que gira la novela, pero explicado ante todo por el doctor Téllez, quien hace que el lector lo vea a través de sus amigos del primer círculo y las tres mujeres que lo rodearon en sus dos años finales (Soledad, Laura y Rosario). La madre de Acuña, que podría ser la cuarta, está tristemente lejos, en un escueto Saltillo, de donde envía al hijo los dos últimos años una pequeña remesa con la que éste vive, o más bien, sobrevive, y al último, casi ni eso.

Ese Saltillo de 1864 –escribe Palomo–, que cuenta “con cinco templos, dos colegios, una plaza de toros y ocho cantinas”; ese Saltillo, del que quedan unas cuantas imágenes con las cuales relacionar a Acuña: la catedral, la casa de la familia, el Colegio Josefino, el cementerio de Santiago… Ese Saltillo al que únicamente volverían de él sus cenizas después de cincuenta y dos años y diez meses después de salir de allí en una diligencia para irse a Ciudad de México.

En cuanto los sitios significativos de Ciudad de México de Acuña que aparecen en El Pasado, estarían el Colegio de San Ildefonso, donde estudiaría hasta 1868 antes de entrar a la universidad; la casa de doña Rosa, donde alquilaba un cuarto de estudiante; el convento de San Jerónimo, en que se reuniría con los jóvenes poetas que formaban la Sociedad Nezahualcóyotl; la Escuela de Medicina, sin duda el sitio más importante, situada en la plazuela de Santo Domingo, donde viviera sus dos últimos años y donde se suicidó en el cuarto número 18; Zuleta 10 (hoy calle de Venustiano Carranza), la casa familiar de Agustín F. Cuenca, adonde fue a vivir Laura, no sabemos si antes o después del nacimiento del hijo que tuvo con Acuña en octubre de 1874; el café del callejón del Arquillo (hoy calle Cinco de Mayo), donde Acuña iba a desayunar o tomar café; el Paseo de las Cadenas, frente a Catedral; Santa Isabel 10, casa en la cual vivieron Rosario, su madre y sus hermanas Asunción y Margarita, y el cementerio de pobres de Campo Florido, situado en lo que es hoy la colonia Doctores, donde fue enterrado el 10 de diciembre de 1873.

 

Pues bien, yo necesito decirte…”

Es asombroso el estudio hemerográfico hecho por Víctor Palomo: las diligencias que iban en la época de Saltillo a Ciudad de México, diarios de la época, el acta de nacimiento, el acta de defunción, mapas, el registro de la beca que en 1871 le da la Escuela de Medicina… El gran objeto ausente –¿dónde estará?– es el álbum de Rosario, que se lo comprara su cuñado Enrique Fernández Granados.

Están también aquí en páginas de la novela amigos del primer círculo: Juan de Dios Peza, Agustín F. Cuenca, Javier Santa María, Agapito y Gerardo M. Silva. Todos frisarían entre los veinte y veinticinco años. Quienes aparecen más son Juan de Dios Peza y Agustín F. Cuenca. De la gran amistad de ambos con Acuña baste decir que con quien pasea la víspera de su suicidio es con Peza, y éste es el primero que, en el cuarto número 18 del segundo patio de la Escuela de Medicina, ve el cuerpo del amigo que acababa de morir; a su vez Cuenca es quien se encarga de llevar las cuentas, con gran escrúpulo, de lo reunido para el sepelio de Acuña. De sus mayores, de los prohombres de la Reforma, su relación fue muy buena con Ignacio m. Altamirano y con Vicente Riva Palacio, y distante y fría con Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez.

Para Víctor Palomo, haciéndoselo decir al doctor Téllez, el verdadero gran amor de Acuña, y la destinataria del “Nocturno” y del poema dramático “La Gloria” es Laura. Da sus razones y deducciones, y como se trata de una novela, importa más la verosimilitud que la verdad.

En torno a Acuña mucho está sujeto a interpretación. Hay vacíos que nunca se han llenado y muy probablemente nunca se llenarán. Sin embargo, en mi opinión, salvo la misma Laura Méndez en su poema “Adiós”, que es una respuesta implícita al “Adiós” y tal vez al “Nocturno” de Acuña, ninguno de los amigos o testigos del complejo triángulo dijo que era ella la inspiradora. Sin embargo, Palomo, con inteligencia, con habilidad, enlaza versos de Acuña, de Laura y de Cuenca, para mostrar que no sólo es “el amor de su vida”, sino la destinataria del “Nocturno” y “La Gloria”.

Permítasenos dar nuestro punto de vista sobre el asunto anterior. Desde el principio del drama todo mundo creyó o estaba convencido, justificadamente o no, que Rosario era la causa de la muerte de Acuña y el “Nocturno” su despedida. A la hora y media del suicidio, Altamirano llegó a casa de Rosario gritando: “¿Qué has hecho, qué has hecho, Rosario? Manuel acaba de matarse”. Manuel M. Flores, cuando manda la primera carta a Rosario, nueve meses después de la muerte de Acuña (3 de septiembre de 1874), escribe: “Rosario, Rosario… Tú vas dejando tumbas en tu camino, pero ¡no importa! ¡Yo te amo!” Las tumbas no son otras sino la del coronel Juan Espinoza y Gorostiza, con quien Rosario iba a casarse, muerto en un duelo en 1868, y la de Manuel Acuña. En la primera edición de los Versos de Acuña de diciembre de 1874, publicado gracias a una colecta de los amigos para conmemorar el primer aniversario del fallecimiento, el “Nocturno” ya aparece dedicado a Rosario, aun si Palomo culpa a Peza de haber puesto el nombre de la dedicada y de haber quitado la palabra “fragmento” a la hoja que tenía Rosario con el manuscrito –aunque el poema pudo tenerlo alguien o algunos más, y si nos atenemos a Peza, en quien Palomo no confía, lo sabían los amigos de memoria meses antes. Es decir, ni Altamirano, ni Manuel M. Flores, ni el círculo de amigos de Acuña, ni después José Martí, dudaron de quién era el último amor de Acuña y la destinataria del “Nocturno”. En la primera edición de diciembre de 1874 no aparece como fragmento, tal vez porque ya está incluida la última estrofa del “Nocturno”, que no se encontraba en el autógrafo que manuscribió Acuña a Rosario en la mesa de la sala. ¿Los amigos podían engañarse con la destinataria? ¿Por qué nadie protestó? ¿Por qué Rosario no reclamó desde aquel 1874 que quitaran la dedicatoria del poema porque era del todo falsa? ¿Acuña no dedicó también a Rosario en el segundo semestre de 1873 los bellos y tristes sonetos “A una flor” y “Esta hoja”?

Si en vez de Rosario el poeta saltillense hubiera dedicado el “Nocturno” a Laura, todos los allegados, dados los antecedentes, lo habrían entendido, y no hubiera pasado nada; no fue así. En el caso del folleto del poema dramático “La Gloria” (“Pequeño poema en dos cantos”), está dedicado en octubre de 1873 por la mano del saltillense a la poeta de Amecameca de una manera escuetamente helada: “A Laura. Manuel.” A Rosario, en cambio, el 11 de octubre le escribió de su mano una dedicatoria de varias líneas que tienen un dejo de tristeza, en donde dice en alguna de ellas que ya antes se lo había leído. Uno de los nombres de Laura era Elena (Laura María Luisa Elena Méndez Lefort); Palomo ofrece la hipótesis de que escribir el nombre de Elena es o podría ser un guiño para que la misma Laura y tal vez los lectores enterados deduzcan que ella era la figura femenina del drama. Pero el guiño me parece ambiguo: o es real o es sólo un distractor, o bien, en otra conjetura, la Elena del poema sería una combinación de Laura y Rosario.

Mientras Laura, más allá de lo que se interprete en sus poemas, enmudeció de por vida no dando ninguna versión sobre los desastres funestos que vivió en su juventud, Rosario, en cambio, dio cinco versiones de los hechos entre 1890 y 1923, en las que varias veces se contradice o miente, es decir, modifica el pasado a su manera. Lo que puede saberse del drama de lo que Laura vivió hay que buscarlo entre líneas, como hizo Palomo, en algunos poemas de ella, de Acuña y Cuenca. Si se me permite, los dos grandes amores de Rosario fueron el coronel Juan Espinoza y Gorostiza y sobre todo Manuel M. Flores (1838-1885), con quien no se casó, muy seguramente porque Flores le huía al matrimonio a causa de que tenía sífilis. Rosario, lo cual habla bien de ella, lo cuidó en la enfermedad y lo acompañó, en un mínimo cortejo, cuando Flores murió en 1885. Acuña muy seguramente amó alguna vez a Laura, fue tal vez el primer amor intenso, pero desde que conoció a Rosario pareció desentenderse de ella, incluso cuando su hijo estaba por nacer, pero Rosario jamás lo quiso.

Más allá de eso, debe resaltarse que Laura tuvo una importancia esencial en la vida y la obra de Acuña, como amante y musa inspiradora. La epístola “A Laura”, publicada en abril de 1872, escrita en bellísimos tercetos, es uno de los dos poemas mayores del joven saltillense, y sin esa pieza lírica Laura no hubiera escrito una suerte de elegía, “Nieblas”, en 1887, el mejor poema escrito por una mujer en el siglo XIX. Si bien “Nieblas” resume todas sus tragedias, entre ellas la muerte de su marido Agustín F. Cuenca en 1884 y de los seis hijos que se le murieron muy niños, uno de sus temas implícitos tiene todos los visos de ser una respuesta al poema que Acuña le escribió y tituló con su nombre. Pese al desconsuelo y de creer, en ese 1887, que no podría con la tarea que le auguró Acuña al final de su epístola: “Sí, Laura… que tu espíritu despierte,/ Para cumplir con su misión sublime,/ Y que hallemos en ti la mujer fuerte/ Que del oscurantismo se redime”, la profecía se cumplió, y Laura Méndez acabó siendo una figura mexicana fuera de serie: la mejor escritora del siglo XIX y de la transición del siglo XX. Si Laura no fue el “amor de la vida” de Acuña, si no es la destinataria del “Nocturno” y “La Gloria”, mereció haberlo sido, y Víctor Palomo encuentra suficientes indicios para creer que es así, y los acuñistas deberán tomar en cuenta su versión cuando se hable de la poesía y la historia amorosa de Acuña, para aprobarla o atenuarla o desmentirla.

 

El encanto triste del pasado

A lo largo de la novela Víctor Palomo, en un juego de tiempos, cruza y entrecruza historias, personajes, hechos y documentos. Melancólicamente el primer capítulo empieza el 10 de diciembre de 1873, con el entierro apoteósico de Acuña, que aún más que el de López Velarde, fue la negación de una vida difícilmente pobre. El penúltimo capítulo, hondamente doloroso, trata sobre los días finales de Acuña, en especial el trágico 6 de diciembre, y el último capítulo cierra con la llegada de la carta a Saltillo que Acuña escribió a su madre poco antes de beber el cianuro. Es un cierre bella y tristemente anticlimático: cuando llega la diligencia, los habitantes ya saben la noticia, pero la madre será la última en enterarse.

El pasado es la mejor novela de un mexicano que he leído sobre un mexicano este año. Es una narración muy amena, con encanto triste, profundamente entrañable.

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