Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 24 Jan 2021 00:21 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Del polvo en el rincón

 

Uno de los efectos de la cuarentena es que, muchos que no conocíamos a fondo nuestras casas, hemos aprendido a limpiar hasta el último rincón con más eficacia. En el caso de nuestro departamento, hemos analizado nuestra propensión a comprar los mismos libros varias veces, la incapacidad de mi marido para tirar a la basura cualquier artefacto dotado con enchufe y mi malhadada costumbre de acumular zapatos y suéteres.

Aquí debo decir que suelo usar tenis. ¿Por qué tengo tacones, botas, sandalias de tiras, zuecos y hasta babuchas marroquíes? Me temo que por una suerte de optimismo fantasioso: creo que algún día me los pondré y me convertiré ipso facto en una señora sofisticada.

Si añadimos a esto que el refrán “ojos que no ven, corazón que no siente”, se puede aplicar a la despensa con una variación sencilla (ojos que no ven, no se te ocurre abrir la lata) o al botiquín (ojos que no ven y esto caducó hace tres años), el resultado es que por toda la casa había plumas sin tinta, libretas deshojadas, frascos de jarabe cristalizado, ropa luida y uno que otro VHS.

Hemos adelantado. Llevamos meses tirando cosas y veo cómo asoma el pasado en forma de objetos que habían sido olvidados en los libreros y clósets. También se ve un futuro más ordenado, al menos en lo material. No niego, sin embargo, que de pronto me asalta el horror vacui.

Todos tenemos algo de acumuladores. Miedo a perder cosas materiales en las que, erróneamente, depositamos afectos y significados. Miedo a que se desdibuje por completo el pasado. A que los recuerdos o hasta una porción de identidad se vayan a la porra con la colección de películas o agendas usadas. A que el futuro nos sorprenda sin esa sudadera que ha probado su utilidad hasta quedar convertida en un harapo.

En estos meses, acicateada por el impulso opuesto, el de tirar todo, me he acercado a muchos libros sobre el tema. Leí la autobiografía de Kimberly Rae Miller, en la que cuenta cómo su padre acumulaba los periódicos y las revistas en la regadera hasta que la familia se tenía que bañar a jicarazos, y cómo la casa familiar se incendió, atestada de papel, cajas de cartón, latas, botellas y radios descompuestos.

También he leído libros escritos por personas que se han dedicado profesionalmente a limpiar, desde casas normales hasta escenas de crímenes. Leí la vida de una mujer que ganó una fortuna limpiando desnuda excepto por un par de tacones de charol –sin contacto, pero con los dueños presentes. De otra que se especializó en asear casas invadidas por moho. La mayoría coincide en señalar que casi toda la gente, incluso aquellos que apenas tienen lo necesario, compra de más y tira menos de lo que le conviene.

No todo el mundo es así. Tengo cerca a personas que sólo tienen lo indispensable. Cuando hemos hablado del tema, me interrogan acerca de, por ejemplo, por qué compro el mismo libro dos veces o tres paquetes de la harina que más me gusta.

No creen que si pierdo el libro ya no lo podré recuperar, o que la harina deje de venderse. Confían en el mundo. En cambio, yo creo a pie juntillas que, si no tengo al menos dos ejemplares, o si no aprovecho que hay harina integral en ese momento, el resto de mi vida lo tendré que pasar sin releer mis novelas favoritas o sin comer hot cakes.

He llegado a dos conclusiones. Una: que el trabajo doméstico en México está pésimamente pagado, aunque vale oro. Esto se ha hecho tan obvio, que dudo que haya alguien capaz de negar que se deben pagar sueldos mucho mejores, con seguro social, antigüedad. Dos: que, si prestáramos atención a los motivos que nos impulsan a comprar y a almacenar cosas, no gastaríamos tanto. Aumentarían el espacio físico, la posibilidad de ahorrar y el tipo de orden mental que nos hace falta para reflexionar.

Con esa nueva perspectiva, en el momento en el que terminara la cuarentena, podríamos salir a la calle y cambiar la vida puertas afuera.

 

Versión PDF