Gabriel Macotela y la luminosa oscuridad

- José Ángel Leyva - Sunday, 14 Feb 2021 07:45 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Nacido en 1954, de espíritu sociable y fiestero, y con una obra en las artes plásticas que se presenta sola, Gabriel Macotela es sin duda una figura consagrada no sólo como pintor, sino también como escultor, grabador, escenógrafo y editor. Aquí nos habla, en voz diferida, sobre algunos de los derroteros que ha seguido su vida.

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Los hermanos Torito Von Karajan y Pitaya no pueden contener su euforia ante el paso constante de otros perros que deambulan solos por la calle o van siguiendo el paso de sus amos. Exigen que se abran puertas y ventanas en esta vieja casona porfiriana convertida en taller y en hogar, en bazar personal de objetos e instrumentos. Estamos a mediados de enero. Una hermosa luz invernal disuelve el frío y la oscuridad interior muestra unos cielos transparentes. Deben ser efecto del semáforo rojo de la pandemia, que ha reducido el tráfago urbano.

Nací en Guadalajara, en 1954, pero siendo muy pequeño mis padres, Luis y Celia, se mudaron a Ciudad de México, donde nacieron mis dos hermanas, Rosa y Patricia, y mi hermano Luis. Siendo niños, mi padre nos puso a trabajar, a mi hermano y a mí, en una imprenta. Mi madre, inconforme con ese camino, habló con unos tíos de Guadalajara para que me recibieran en su hogar y estudiara allá parte de la primaria y la secundaria. Era una familia muy conservadora, celosa de las buenas costumbres y la religión. Pero hubo algo que me hizo llevadera esa etapa de mi vida. Los fines de semana visitábamos a unos tíos a quienes les gustaba pintar, lo mismo que a un primo, Víctor. Con ellos aprendí las bases del dibujo y la pintura. Desde entonces aluciné con los murales del Hospicio Cabañas. Me asustaba esa pintura de José Clemente Orozco. Cada vez que regreso a Guadalajara aprovecho para ir al Hospicio y quedarme largos momentos contemplando, interrogando la pintura de ese monstruo que es Orozco.

Cuando regresé a Ciudad de México y comencé el bachillerato volví los ojos hacia la Escuela de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. Le dije a mamá, no puedo seguir en la prepa, quiero ser pintor. “Yo creo que está bien. Supongo que es lo tuyo. Pero, ¿se puede vivir de eso?” Fue una pregunta inquietante que nunca respondí ni me di tiempo a pensarla. A los dos años conocí a Aceves Navarro. “Deja La Esmeralda y vente conmigo a la Academia de San Carlos, acá completas tu formación académica”, me dijo. No dudé y le hice caso. Me puse bajo el techo de su magisterio. En San Carlos estaba la crema y nata de las artes plásticas mexicanas.

Como la mayoría, comencé siendo figurativo y me apegaba a una preceptiva, pero Gilberto Aceves me empujó hacia otras búsquedas y experimentaciones. Desde el principio me encantó su sentido del humor, su belleza plástica, pero sobre todo esa lógica tan particular de pintar, de pensar. A otros compañeros y a mí nos internó en el caos, para extraer de ese viaje un orden personal y estético. Un ejercicio reiterado fue dibujar con los ojos cerrados. Me pedía que buscara texturas en el papel, que las descubriera con el tacto. Trazar en la oscuridad, ver líneas entre las sombras, nudos, redes, entramados, tejidos, formas y manchas luminosas atendiendo a otros sentidos como el oído, el tacto y el olfato. No me di cuenta en qué momento abandoné lo figurativo para concentrarme en lo abstracto. Fue el comienzo de mi lenguaje plástico.

 

París con Toledo/Barcelona con Rojo


Entre 2019 y 2020 se me han ido grandes referentes morales y estéticos como Aceves Navarro, Francisco Toledo, Arturo Rivera y Manuel Felguérez, víctima del coronavirus, y amigos muy queridos como Santiago Rebolledo Arango. Toledo fue un activista cultural y un defensor a toda prueba de la cultura de su estado natal, Oaxaca. Era un ser auténtico que se preocupó por la naturaleza, por las causas justas, sin dejar nunca de lado su trabajo como creador. Fue un artista extraordinario. Lo conocí en París. Sucedió porque se presentó la oportunidad de viajar a Barcelona con Yani Pecanins, con quien viví dieciséis años. Antes del viaje, llamó Graciela Toledo y nos pidió que le lleváramos a su hermano unos libros que necesitaba. Era la primera vez que Yani y yo salíamos de México, íbamos con una mezcla de miedo y emoción. Brian Nilssen y Montserrat Pecanins, quienes vivían en ese momento en Nueva York, nos consiguieron un vuelo muy barato. No era una aerolínea, era sólo un avión Boeing –propiedad de un hombre conocido como Lord Sutch, muy acaudalado, cantante y político, amigo de los Rolling Stones–, que volaba Nueva York-París-Londres. Era un avión lleno de hippies y punks. El interior estaba decorado con imágenes de las portadas de las grandes bandas rockeras de ese momento. El viaje a París lo hicimos con música a todo volumen y entre una nube densa de marihuana.

Toledo nos esperaba en el aeropuerto Charles de Gaulle, con una camisa y un saquito en ese invierno tan helado. Hablaba un francés fluido y se movía con mucha habilidad y conocimiento de Paris. Era extremadamente cariñoso y atento con nosotros. Yo tenía una beca muy modesta de Bellas Artes y las Pecanins me habían comprado algunos cuadros que me irían pagando a lo largo de mi estadía en Barcelona, pero eran sumas muy modestas para una pareja de estudiantes. Toledo se sintió muy sorprendido de que veríamos a Tàpies, Ràfols Casamada y Ginovart, a quienes respetaba y admiraba por su obra. Nos advirtió que Vicente Rojo se encontraba en ese momento en Barcelona. Le llamó y le anunció nuestra llegada. Cuando partimos a Barcelona, Francisco nos acompañó a la estación ferroviaria. Antes de partir, le entregó a Yanis un sobre con una suma de dinero que nos alcanzó para vivir varios meses. Así era la generosidad de Toledo. Hizo tanto por la cultura de este país, de su tierra, fue un luchador incansable, un hombre que nunca declinó su pensamiento crítico ante ningún poder. Aún lloro su ausencia.

A Tàpies lo vimos muy poco, siempre estaba muy ocupado. Josep Ginovart y Ràfols Casamada eran unas personas adorables. Fuimos a vivir al departamentito que tenían las Pecas en el Barrio Gótico, donde también residían esos artistas y, por supuesto, Vicente Rojo, de quien nos distanciaban unas cuantas cuadras. Desde que llegamos, Vicente y Albita, su esposa, nos adoptaron y nos invitaban a comer con frecuencia y llamaban a menudo para saber cómo estábamos y qué necesitábamos. Lo mismo hacían Ginovart y Casamada. Un día, Vicente Rojo me llamó y me dijo: quiero que veas un cuadro. Me abrió su esposa y me pidió que fuera a su estudio, pues él estaba ocupado. Busqué el dichoso cuadro en las paredes, pero estaban vacías, sólo había salpicaduras de pintura. Era un cuarto muy pequeño. Me acerqué a la ventana y me puse a fumar porque demoraba mucho. Cuando entró se puso lívido, y me dijo: “¿Te das cuentas sobre qué estás parado?” No entendí la pregunta y miré hacia abajo. Tenía los pies sobre el cuadro, uno de la serie México bajo la lluvia. Él solía pintar a ras de suelo. No supe qué hacer. Intuí que debía irme de inmediato. Albita me dijo: “Dale tiempo. Ya se le pasará.” Transcurrieron tres meses de silencio. Yani propuso una cena mexicana como desagravio. Les llamó y aceptaron venir con nosotros. Finalmente, Rojo me perdonó. Ahora, cada vez que nos vemos lo recuerda como su hubiese sido una broma o un accidente chusco.

 

“Me preocupa más vivir…”


Yani tuvo mucho valor para vivir conmigo, pues venía de una familia con recursos y yo comenzaba apenas a pintar. Años después fuimos juntos a Nueva York y una vez más a Europa. Fue muy difícil la separación, muy dolorosa. Nunca perdimos la amistad. Ni con ella ni con sus hermanas. Han muerto en los últimos años, Betsy, Montse y Yani.

La arquitectura es no sólo una pasión, es parte de mi lenguaje. Me encanta construir maquetas. Soy legófilo y legómano. Compro todo tipo de legos y paso horas armándolos, pero sin seguir los manuales de las figuras. Hago mis propias construcciones, mis propios diseños. Isaac Masri, que estaba muy cerca de López Obrador cuando éste fue Jefe de Gobierno, me propuso hacer algo con una chimenea de la fábrica de Cementos Tolteca que no podían o no querían demoler. La idea era hacer allí un parque recreativo y deportivo, cultural, con un teatro abierto. Acepté, me parecía una enorme deferencia como artista, aunque no hubiese remuneración alguna por la obra. Así nació la Mujer Chimenea, una escultura con más de cuatro mil metros cuadrados de cobre, que se convertía en la más alta de Latinoamérica y la segunda más elevada del mundo. Trabajé con especialistas de la UNAM y del IPN para hacer los cálculos de volumen, gravedad y forma. Yo tenía incluso el proyecto de un teatro al aire libre, estilo griego, semicircular. También se pensó construir allí una Fábrica de Artes y Oficios, un FARO. Pero ganó la voracidad inmobiliaria. Antes de que iniciara el proyecto cultural y recreativo brotaron edificios por todos lados y la Mujer Chimenea se fue quedando encerrada. Ya no se ve.

Soy un poco anarquista. No tengo horario de trabajo. Puedo trabajar por las noches o durante el día o día y noche. Viajo mucho a los estados de la República. Me gusta estar en comunicación con los jóvenes artistas, conocer lo que hacen, ayudarlos y enseñarles lo que sé, impulsarlos en sus afanes creativos. Como lo hicimos con Alejandro Aura en el Faro de Oriente. Me encanta reunirme con mis amigos músicos y tocar con ellos. Aunque ya me asusta ver a los de mi generación, a los cercanos a mi edad. Cuando los tengo enfrente me pregunto si yo me veo igual de viejo, si acuso ese deterioro. No me siento así, a pesar de que no tengo ya la misma energía que antes y no puedo realizar ciertas actividades o por lo menos no con la misma facilidad. Tengo mi moto detenida porque ya la siento muy pesada, prefiero manejar. Qué le voy a hacer, mi espíritu es fiestero, celebratorio. Veo a muchos conocidos encerrados en su mundo, en su obra, en sus proyectos, muy preocupados por el porvenir y la trascendencia, por los éxitos. A mí eso no me interesa, tengo la puerta abierta siempre para los amigos. Soy sociable. Cuando yo muera, alguien decidirá qué hacer con mi obra. No tengo ánimo ni tiempo para pensar en un museo personal, en reconocimientos, en la consagración de mi acervo artístico. Me preocupa más vivir y me preocupa mucho mi país.

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