Jean de la Fontaine: más allá de la moraleja

- Vilma Fuentes - Sunday, 11 Apr 2021 07:35 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Hay autores que “se nos quedan” desde muy temprano en la vida y tal vez sin darnos muy bien cuenta. Ese es el caso de esta “crónica de una lectura”, concretamente, de las "Fábulas" del gran escritor francés Jean de La Fontaine (1621-1695). Los libros, como se ve aquí, dejan su huella y conducen a otros libros que también dejan su huella y así...

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Al igual que tantos y tantas niños y niñas,a lo largo y ancho del planeta, escuché la fábula “La hormiga y la cigarra”. Se me instaló en la memoria antes de saber siquiera que había escritores. Todavía hoy puedo oír la dura voz de la trabajadora hormiga decir a la cigarra que cantaba en verano, cuando ésta le pide ayuda en invierno: “¿Vos cantabais? Me alegra sobremanera./ ¡Y bien! Bailad ahora.”

A través de los años iría leyendo, y a veces memorizando sin darme cuenta, las fábulas de Jean de La Fontaine: “El lobo y el cordero”, “El cuervo y el zorro”, “El lobo y el perro”, “La liebre y la tortuga”… Fábulas inspiradas en su admirado maestro, el esclavo y narrador griego Esopo (entre 620 y 564 aC). Mi encuentro con la persona de La Fontaine ocurrió, más tarde, en las páginas de El vizconde de Bragelonne. Alejandro Dumas lo sube a escena en el castillo de Vaux-le-Vicomte, donde ejerce el oficio de “poeta pensionado” del Intendente de Finanzas, Nicolas Fouquet. La envidia y los celos forman una buena mancuerna: Colbert y Luis XIV, uno envidioso y otro celoso, se unen para hacer caer al Intendente. La Fontaine, con los amigos fieles que le quedan a Fouquet, intentará cuanto puede para obtener el perdón del rey para el ahora prisionero. En vano. El rencor del monarca remueve sus más bajos sentimientos al recordar el fasto ostentado en el castillo de Vaux-le-Vicomte, resentimiento que lo llevará a transformar la pena decidida por el tribunal y convertir el exilio en prisión de por vida. Dumas solaza al lector con el retrato y las andanzas de La Fontaine antes y después de la caída del Intendente. De esas páginas emana la profunda admiración del autor de Los tres mosqueteros por el genial escritor de las Fábulas.

Ya en Francia, me tocó la suerte de ser invitada a pasar unos días en el castillo de Vaux-le-Vicomte por su entonces administrador, el vizconde Hubert de Roquemaurel. Pude visitar la vasta pieza donde Fouquet instaló al rey y donde, según Dumas, Aramis sustituye la persona de Luis xiv por la del hermano gemelo del monarca, futuro condenado a llevar una máscara de hierro de por vida. Pero el momento más conmovedor fue la visita al cubículo, con vista a los jardines, donde La Fontaine escribía fábulas, cuentos, poemas, acaso el boceto de una ópera o algunas páginas de novela. Pedí a Dominique, la esposa de Roquemaurel, quien guiaba mis pasos, que me permitiera permanecer a solas durante unos momentos en esa alcoba. Me atreví, ya sola, a sentarme al escritorio del fabulista. Lo que sentí es indecible, pero no tiene nada que ver con la fábula de la rana que pretende alcanzar el tamaño de un buey. De lo contrario, habría también estallado como la rana.

Se ha vuelto una tradición pretender encontrar una moraleja en las fábulas de La Fontaine para educar a los niños, pero este no es un autor sólo para niños, ni es para nada un moralista. La prueba son sus maravillosos cuentos licenciosos inspirados por Ariosto, Bocaccio, Rabelais o Marguerite de Navarre, autores que nutrieron la obra del genial fabulista, como él mismo lo dijo. Lo que nunca confesó es que su relación con la moral habría podido compararse a la que tendrá, dos siglos más tarde, el filósofo Friéderic Nietzsche. ¿Cómo habría podido decirle? Ser genial no obliga a ser profeta o vidente. Sin embargo, será Nietzsche quien proclamará su desprecio hacia la moralidad. Ese moralismo, charloteo de malos profesores de moral, sermoneadores, siempre dispuestos a dar lecciones en nombre del “bien” que no respetan jamás. En una palabra, los Tartufos, semejantes a este personaje creado por su amigo Molière, con quien mantendrá una verdadera comunión de espíritu. Les gustaba tomarse una copas de vino juntos. No era, desde luego, un momento aburrido; tanto eran capaces, uno y otro, de reír de todo. Como de todas y todos: cortesanos, avaros, ridículas, ladrones, criminales, falsos devotos, en fin, seres humanos, demasiado humanos.

La pretendida “moraleja” de las fábulas no es para nada moralizante. Jean de La Fontaine no juzga entre el bien y el mal. Simplemente, saca las consecuencias de una situación, un encuentro, un avatar, un discurso, una aventura. “La razón del más fuerte es siempre la mejor”, es la primera línea de “El lobo y el cordero”, seguida por el verso que anuncia “como vamos a mostrarlo en seguida”: el lobo devorará al cordero por la sencilla razón de ser el más fuerte.

De su sentido de la libertad, Tallemant de Reaux escribe en sus Historietas la respuesta del fabulista cuando alguien le insinúa que un tal lo engaña con su coqueta mujer: “Que haga lo que él pueda. No me preocupa un ápice. Ya se cansará de ella como yo lo he hecho.”

Sobre su tumba en el cementerio del Père-Lachaise, a donde fue trasladado el mismo día que Molière, puede leerse el epitafio que se escribió él mismo:

Jean se fue como había llegado/ Comiendo su fondo después de su renta;/ Creyendo el bien cosa poco necesaria./ En cuanto a su tiempo, bien supo gastarlo:/ Dos partes lo hizo, las cuales solía pasar/ Una a dormir, la otra a no hacer nada.”.

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