Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 13 Jun 2021 07:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El Grial

 

Si alguien me preguntara cuáles son los rasgos predominantes en mi familia, yo respondería que tanto en la familia paterna como la materna, hay un montón de personas sumamente nerviosas que toman cantidades industriales de ansiolíticos y que, aun así, no pueden pasar un día sin taquicardia.

De esas personas, la campeona de la ansiedad fue mi mamá. Mi madre tenía mucho encanto, era preciosa y también fue un manojo de nervios. Recuerdo que, desde que yo era muy niña, la pobre repetía sin cesar que lo que más deseaba en el mundo era “estar en paz”. Mis hermanos y yo, debo decirlo, representábamos un obstáculo para que ese deseo se cumpliera. No sólo porque ser madre y joven es, muchas veces, difícil. En el caso de mi mamá era más arduo porque, ya lo dije, era nerviosa y nosotros éramos tres demonios. Según esto, la peor fui yo.

Si a los niños infernales se les añade un esposo tradicional mexicano, es decir, un señor que consideraba que los asuntos de los niños eran responsabilidad de ella, solamente de ella, el resultado fue que mi pobre mamá nunca estuvo tranquila. Mi papá sólo intervenía cuando era necesario aplicar correctivos físicos, o sea, cuerazos. Por si fuera poco, a mi hermano y a mí nos expulsaron de tres escuelas antes de llegar a cuarto de primaria. No había Pasiflorine que sirviera y ninguno de los dos fue buen estudiante.

Como la más extraña era yo, mi mamá decidió que lo mejor sería que yo fuera su escudero en la Búsqueda de la Tranquilidad, también conocida como El Grial. El primer paso, que no recuerdo, fue mi admisión en la Clínica de la Conducta pues si no estaba leyendo, estaba peleando o tratando de escapar del salón. En la Clínica le dijeron que “tenía que mantenerme ocupada”. Supongo que mi mamá pensó que ir con ella a terapias estrambóticas y a que nos hicieran limpias con ruda y huevos de gallina era mantenerme ocupada, pero me temo que los psicólogos se referían a las clases de judo que yo ansiaba, no a nuestras expediciones en busca del Grial.

Hubo de todo y todo fue inútil: homeopatía, tés del Pasaje Catedral, inmersiones en agua helada, novenas, nalgadas, juntas con el sacerdote que me confesaba en la escuela católica donde hice la primaria y una sola sesión con una terapeuta que me invitó a darle cojinazos a una silla para sacar el enojo. Me divertí, pero fue inútil.

Mi madre no cejó. Hasta cuando me portaba como ángel, ella se empeñaba en averiguar por qué no podíamos dormir. Fuimos a reuniones con personas que decían conocer una técnica para saber quiénes habíamos sido en otras vidas. Afortunadamente, después de algunas sesiones le cansó escuchar que todos en la mesa habían sido príncipes, reyes o mártires y desertamos. También asistimos a sesiones de Grito primario, una especie de teatro horrible en el que dizque se recrea el nacimiento y que pusieron de moda John Lennon y Yoko Ono.

Pasaron los años y las aventuras se espaciaron, aunque no cesaron del todo, porque nuestro insomnio parecía invencible. Después de un episodio más desafortunado de lo usual con gotas de Bach, dejé de acompañarla.

Pero ella tenía razón. La tranquilidad es una de las cosas más importantes de la vida si no que la más. Algunas personas, todas mucho más sabias de lo que yo jamás seré, afirman que la paz sólo se puede encontrar en el fondo de cada uno, pero yo soy más normal y necesito una porción de tranquilidad externa para serenarme. Puedo estar alegre, hasta cautelosamente feliz, pero tranquila, en México, no.

Es un país cruel, en el que nadie se puede sentir a salvo de la violencia y eso, más que ningún otro factor, obstaculiza el crecimiento de nuestra sociedad. A mi juicio, aunque se me dirá que no sé de política, nada puede ser más importante que salvaguardar la vida de cada uno de nosotros. Sólo así este país dejará de degradarse, de hundirse y quebrarse en millones de astillas punzantes. Sólo cuando estemos en paz.

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