Stanislaw Jerzy Lec desde la esfera del aforismo

- Enrique Héctor González - Sunday, 20 Jun 2021 10:28 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
No es poca cosa poner en unas cuantas frases un pensamiento muchas veces complejo, con matices de humor o de ironía, pero que siempre da en el blanco, sorprende y de golpe convence. Pues el aforista polaco Stanizlaw Jerzy Lec (1909-1966) es un ejemplo ilustre de ese talento, tal como se ve en este artículo.

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El aforismo es una frase comprimida, una idea comprometida con su propia brevedad. No verdad, brevedad: la brevedad es la verdad del aforismo. Siguiendo esta lógica, un aforista polaco (este sí aforista verdadero, no un filósofo o poeta o narrador de cuyos textos se pueden desprender algunas sentencias significativas), pergeñador de frases breves que no necesitan explicaciones ni pertenecer a un contexto mayor ni ser espigadas por ojos atentos, de apellido tan sucinto como su pensamiento, Lec, escarba en la vida cotidiana y en nuestros traumas menos enmascarables la cuota de gracia y patetismo que lo convierte en uno de los autores más eficientes de este género de edictos iluminados por su concisión y capacidad de sugerencia.

Tierra de poetas (Herbert, Milosz, Szymborska), novelistas (Conrad, Kosinski, Gombrowicz, Lem) y dramaturgos (Witkiewicz, Mrozek) espléndidos, Polonia, esa zona del planeta que se han agenciado e invadido diversos imperios a lo largo de la historia, que han devastado y cruzado numerosos demiurgos de toda laya, que ha sufrido como la que más los rigores de las guerras europeas, es el espacio donde nació, escribió y murió, el siglo pasado, Stanizlaw Jerzy Lec (1909-1966). Publicó en la prensa periódica artículos y textos breves de naturaleza satírica y de condición efímera, por sus temas y porque la sátira tiende a inocular un virus de vigencia perentoria. Se afanó por detonar poemas cuya carga lírica, vertida en diversas muestras y tesituras, nunca estuvo a la altura de la producción de Milosz, Julia Hartwig o la Szymborska, pero ese es un asunto de tan mala suerte como haber nacido poeta en la España del Siglo de Oro, con pocas posibilidades de destacar. Es en el aforismo, en su magia huidiza, en su oblicuo filo crítico (“Cuando no hay nada de qué reírse nacen los poetas satíricos”), donde el ingenio de Lec se mostró plenamente.

Es sintomática la ligereza con que titula las diversas colecciones de aforismos que fue reuniendo en vida: Pensamientos despeinados. Nada mejor retrata sus intenciones desenfadadas y nada contradice más claramente la naturaleza quevedescamente conceptual de sus sentencias, cuya aparente frivolidad queda a menudo desmentida por el paralizante espasmo de la paradoja: “Todos desean tu bien. No dejes que te lo quiten”, o “tenía la conciencia limpia, sin usar”, inclinadas a hacer una pausa entre la primera y la segunda parte de la ocurrencia para mejor destacar el juego de desconcierto al que siempre nos invita un aforismo bien temperado.

En este mundo lleno de perplejidades y maledicencias, de interlocutores aviesos que se sienten con la dignidad de embalsamar sus presunciones abolladas en decretos que se repiten interminablemente, de comensal a comensal, en el banquete de la nimiedad y la indiferencia, Lec apela a lecciones sin compromiso, a revisiones cáusticas y taquigráficas de nuestros pensamientos afiebrados que nos regresan continuamente a una suerte de lógica infantil, que lamentablemente hemos perdido en el camino, y con ello la capacidad de mirar las cosas en su inmediatez más pulcra: “El que muriera no prueba que hubiese vivido.”

El humor del aforista suele estar sentenciado de antemano por lo que el lector, de entrada, espera recibir como extracto de saberes portátiles que han de servir, además, como la consulta de un glosario en libros de terminología difícil: para aclararnos el mundo en los momentos de duda. De ahí que las frases célebres poco tengan que ver con el aforismo, percutor de frases más bien célibes, autónomas, cuya soltería es garantía de soltura mental, antes que de sentencia moral. Así, el humorista y el filósofo, sublimados por lo súbito del aforismo, por su callada fugacidad, han aprendido en el camino, como Lec, que “a los silenciosos no se les puede quitar la palabra”, que “para hacerse oír a veces hay que cerrar la boca”, pues el hartazgo del discurso da la clave procedimental del aforismo: apenas una mueca, una muesca ingeniosa en la gestualidad de la vida, en el histrionismo del lenguaje.

Y como en los refranes, esos viejos, tradicionales hermanos mayores del aforismo, acuñados, según esto, por el paso del tiempo y la “sabiduría popular”, ocurre en los “pensamientos despeinados” de Lec que la lectura se da por partida doble, que ciertas sentencias se complementan unas a otras, como “no por mucho madrugar amanece más temprano” equilibra la conseja previa de “al que madruga Dios lo ayuda”. Sin ánimo aleccionador, con espíritu de espigar en el aire lo que la cruda realidad del mundo permite ver hasta a los más pasmados, el aforista polaco no deja de observar que “muchos que quisieron traer luz fueron colgados de un farol”, que con frecuencia el horno no está para bollos en la cocina de la historia y, así, “muchos que se adelantaron a su tiempo tuvieron que esperarlo en sitios poco cómodos”, infausta recompensa de un mundo crecientemente injusto donde, observa Lec, “¡hasta la eternidad duraba más antes!”.

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