Tomar la palabra

- Agustín Ramos - Sunday, 20 Jun 2021 10:21 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Tierra santa (III y último)

La guerra no es el fuego de dos ejércitos enfrentados ni el conflicto declarado mutuamente por dos o más fuerzas equiparables ni el fenómeno de violencia armada nacional o internacional reconocido por la ONU. Ni siquiera es el intercambio de metralla con población civil en medio: al menos no es sólo eso ni tampoco es lo principal.

En los territorios a los que Israel llegó en 1948 para luego irlos engullendo como quien deseca lagos michoacanos, la guerra es una catástrofe mucho peor que los cruces de fuego episódicos y descomunalmente desiguales entre el ejército israelí y los movimientos de resistencia cuya representatividad palestina nunca es plena ni medible. La guerra de Israel es la constante puesta en escena de un guión concebido en el último tercio del siglo xix y parido en el xx con trágicos ajustes legales e ideológicos. Esa guerra no sólo busca matar y expulsar a los palestinos, sino también hacerles la vida imposible a quienes sobrevivan y resistan –desplazados, refugiados, desterrados o arraigados en espacios cada vez más reducidos de la llamada Tierra Santa–; condenarlos por el delito de no ser judíos a una cotidianeidad patibularia, a la desfiguración y extinción de toda identidad, al veto radical de la mínima aspiración al porvenir. Por ello nunca se insistirá lo suficiente en diferenciar al pueblo judío –con pleno derecho a una nación– del Estado sionista como solución capitalista –colonial e imperialista, europea– impuesto por la fuerza, el terror y el acoso a los pobladores autóctonos, en su mayoría árabes, solos o mal acompañados, sitiados, despojados y sin derecho a la autodeterminación. Digámoslo de una vez: el pueblo palestino sufre un Holocausto y lo sufre en el nombre –aunque no a manos– del pueblo que padeció el Holocausto. “He matado a muchos árabes y no tengo problema con eso”, declara el nuevo primer ministro de Israel, Naftali Bennett, gerente genocida en turno.

En América Latina la guerra es democrática. Y todo marchará bien, en tanto la gobiernen quienes protegen mejor los intereses de las oligarquías nativas y de la suprema potencia continental; pero si los pueblos eligen “mal”, entonces vienen los derrocamientos y las desestabilizaciones que desesperan a unos, desmoralizan a las mayorías, desvirtúan la historia y trastocan los destinos soberanos.

Aquí la guerra comenzó con el golpe de Estado técnico de 1988, hizo metástasis y se ramificó en rapiña de bienes nacionales, demolición constitucional y pase de deuda privada a deuda pública. El régimen salinista, forma canalla de sometimiento y adaptación a la fase contemporánea –neoliberal– del capitalismo, dejó a México “bien atado” al horror económico, a la monstruosidad judicial y a la proliferación de la delincuencia organizada: tres vertientes de la modernidad legitimada por una élite política y cultural ayer incontestable y hoy redondamente ridícula. Del salinismo provienen y en el salinismo perduran tanto el narcoprianismo como la democracia quirúrgica que “no se construyó en un día” y que –con todo y un refrendo nacional jamás ganado por poder ejecutivo alguno en elecciones intermedias–, deja al poder legislativo con el alma en vilo y las reformas antineoliberales aferradas a un clavo oxidado, el Partido Verde.

A su vez, antes que atender los planteamientos del paro cívico, el gobierno colombiano intensifica la represión policíaca, militar y paramilitar. Álvaro Uribe inspiró a Felipe Calderón y reforzó con éste y otros homínidos la militarización de América Latina. Calderón hizo de todo México una fosa clandestina y el maximato uribista (representado por Iván Duque) torpedeó los endebles acuerdos de paz con las guerrillas. No es casual que Uribe, Calderón y otros homínidos se entrometan en “las elecciones presidenciales del Perú”: prefieren la guerra; la guerra es un negocio, su negocio.

 

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