Tres poemas de Palabras a la oscuridad*

- Francisco Brines - Sunday, 20 Jun 2021 07:53 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Para evocar a Francisco Brines presentamos tres poemas en los que el escritor, galardonado con el Premio Miguel de Cervantes 2020, demuestra la aprehensión de la realidad en su pensamiento poético.

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El reloj y la muerte

 

Lento voy con la tarde

meditando un recuerdo

de mi vida, ya sólo

y para siempre mío.

 

Y en el ciprés, que es muerte,

reclino el cuerpo, miro

la superficie blanca

de los muros, y sueño.

 

El sol da en la varilla

de hierro, y una sombra

señala en la pared,

lentamente la mueve.

 

Cierro los ojos. Llega

la brisa, gira las hojas,

roza mis sienes. Abro

nuevamente los ojos.

 

En la pared anida

la tarde oscura. Nada

visible late, rueda.

Callan el mar y el campo.

 

Muy despacio se mueve

el corazón, señala

las horas de la noche.

Lucen altas estrellas.

 

Vive por él un muerto

que ya no tiene rostro;

bajo la tierra yace,

como el vivo, esperando.

 

 

 

El mendigo

 

Extraño, en esta noche, he recordado

una borrada imagen. El mendigo

de mi niñez, de rostro hirsuto, torna

desde otro mundo su mirada dura.

Llegaba al mediodía, y un gruñido

de animal viejo le anunciaba. (Toda

la casa estaba abierta, y el verano

llegaba de la mar.) Andaba el niño

con temor a la puerta, y en su mano

depositaba una moneda. Era

hosca la voz, los ojos fríos de odio,

y sentía un gran miedo al acercarme,

la piedad disipada. Violenta

la muerte me rondaba con su sombra.

Sólo después, al ver a los mayores

hablar indiferentes, ya de vuelta,

se serenaba el pecho. Me quedaba

cerca de la ventana, y frente al mar

recordaba las sombrías historias.

 

Esta noche, pasado tanto tiempo,

su presencia terrible y misteriosa

me ha desvelado el sueño. Ningún daño

he sufrido de aquella voluntad,

y el hombre ya habrá muerto, miserable

como vivió. Aquellos años, otros

muchos mendigos iban por las casas

del pueblo. Todos, sin venganza, yacen.

Los extinguió el olvido. Vagas, rotas,

surgen sus sombras; la memoria turba

un reino frío y solitario y vasto.

Poderosos, ahora me devuelven

la mísera limosna: la piedad

que el hombre, cada día, necesita

para seguir viviendo. Y aquel miedo

que de niño sentí, remuerde ahora

mi vida, su fracaso: un anciano

me miraba con ojos inocentes.

 

 

Al partir

 

El joven, con el alma inquieta,

abandonó su reino,

cuando las lentas horas

cubren los naranjos del valle.

 

Y así inició el camino,

desnuda la cabeza, altos

y lejanos los ojos;

sin cobijo, duro, su pecho.

 

El día amaneció

suave sobre unos verdes campos,

vio cerca un río, y unas velas

rodeadas de aves.

 

Pasaban encendidos de amor,

de vino, de alegría,

y ellos, con sus jóvenes voces,

extraños le llamaban.

 

*Francisco Brines, Palabras a la oscuridad, Huerga y Fierro Editores, Madrid, 1997.

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