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- Guadalupe Calzada Gutiérrez - Sunday, 25 Jul 2021 10:21 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Rosario Castellanos, verde sombra de rocío

 

Leer a Rosario Castellanos Figueroa (1925-1974) implica remontarnos a nuestras raíces. Es entender el significado de la naturaleza, donde verdes sombras y taciturnos robles despiertan en el alma recuerdos, porque ellos saben que los primeros hombres nacieron de la corteza abierta para crecer duros e indiferentes a la oscuridad. Rosario amaba la belleza silenciosa de la selva. Entendía el canto de los árboles, el sufrimiento purificado en el monte que está en comunión con el todo y los hombres. Probablemente esa comunión la llevó a entender para escribir: “Estoy aquí, sentada, con todas mis palabras/ como una cesta de fruta verde/ Intactas/ Los fragmentos de mil dioses antiguos derribados/ se buscan por mi sangre, se/ aprisionan… Pero yo no conozco más que ciertas/ palabras/ en el idioma o lápida/ bajo el que sepultaron vivo a mi antepasado.” Esta sensibilidad, vuelta palabras, se refleja en toda su obra donde la opresión social y la represión femenina son los protagonistas.

En 1950, Rosario Castellanos obtuvo el título de maestra en Filosofía por la UNAM. Fue becada por el Instituto de Cultura Hispánica para cursar en la Universidad de Madrid un postgrado sobre estética y estilística. Al siguiente año, después de su regreso, realizó varias actividades culturales en Tuxtla Gutiérrez y obtuvo la beca en novela de la Fundación Rockefeller. Recibió el Premio Chiapas por su novela Balún Canán y el Premio Xavier Villaurrutia por Ciudad Real. Posteriormente, recibió otros galardones entre los que destacan el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el Premio Carlos Trouyet de Letras y el Premio Elías Sourasky de Letras. Probablemente, el reconocimiento más importante de todos consista en ser considerada una de las mujeres feministas más importantes de México. La feminidad es un tema frecuente en su obra, refleja la condición femenina de la mujeres indígenas y la desigualdad social: “Soy hija de mí misma./ De mi sueño nací/ Mi sueño me sostiene…/ En mi genealogía no hay más que una palabra:/ Soledad.”

Su poesía tiene la característica de la dualidad: debilidad y fuerza, entrega y resistencia, erotismo e ingenuidad, que giran en torno al amor. Ese amor que en Rosario se convierte en diálogo, a veces sarcástico, como en: “Yo soy una señora:/ tratamiento arduo de conseguir, en mi caso, y/ más útil/ para alternar con los demás que un título/ extendido a mi nombre en/ cualquier academia./ Así, pues, luzco mi trofeo y repito:/ yo soy una señora. Gorda o flaca/ según las posiciones de los astros,/ los ciclos glandulares…/ Soy más o menos fea./ Eso depende mucho/ de la mano que aplica el maquillaje…” Otras veces refleja soledad: “Me quedo en las palabras/ igual que en un remanso, contemplando/ cielos altos, profundos y tranquilos./ Por nada cambiaría/ mi destino de sauce solitario/ extasiado en la orilla.”

En una entrevista le hacen esta pregunta: ¿Y usted, por qué escribe? Ella contesta que escribe porque un día se miró al espejo y no encontró nada: “Cuando abro los periódicos (perdón por la inmodestia, pero un poco de verdad es más alimenticia y confortante que un par de huevos a la mexicana)/ es para leer mi nombre escrito en ellos./ …¡Bah! ¡Qué importaba! ¡Estaba ahí! ¡Existía!/ Real, patente ante mis propios ojos…”

Tal vez por eso, su vida y su obra están íntimamente vinculadas de tal manera, que esto ha impedido valorar su extenso trabajo, pues no sólo escribió novela y poesía; también publicó ensayo y teatro, además de su labor como profesora. Sus biógrafos, al tratar de exaltarla, la pierden entre sus desdichas sin lograr extraer el sentimiento característico de la feminidad. Ella sabía que la palabra nace de la humedad; rocío de lágrimas, secreciones saladas que colman pantanos para purificar y sublimar; poder de borrar toda mancha, porque llorar es el pago de toda deuda y la prueba de ser.

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