El inadmisible (crónica de un viaje aberrante)

- Laurence Maxwell* - Saturday, 31 Jul 2021 19:39 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Un viaje que debió ser sencillo, con “todos los documentos” en regla, se convirtió en un periplo absurdo, intrincado y atrapado en la maraña de la burocracia y en la arbitrariedad de la política migratoria, además en tiempos de la pandemia. Un viaje largo a ninguna parte.

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En 2014, mientras hacía mi doctorado en literatura en la UNAM, fui detenido en Ciudad de México, en una marcha que exigía la aparición con vida de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Fui acusado injustamente de varios cargos, pero finalmente me liberaron de manera incondicional. La experiencia fue tan dura que decidí volver a Chile por un tiempo.

Durante seis largos años, desde el momento mismo en que dejé México, empecé a preparar las condiciones para volver un día y recuperar lo que había dejado atrás de manera violenta. Abrigué durante todos esos años la ilusión de recuperar lo perdido. Y esas condiciones empezaron a madurar cuando una abogada de Derechos Humanos, que siguió el caso, me aseguró que la alerta migratoria que se había instalado en los bancos de datos de la Policía Internacional de ese país había sido revocada por orden de un juez. Era la pieza que faltaba, la barrera que me impedía volver se había caído. Por eso decidí viajar. Tenía el tiempo, los recursos, todo; pero vino la pandemia y se volvió a alejar para mí la posibilidad del regreso.

Un año después vi una ventana: me invitaban formalmente a presentar mi libro de cuentos El gato en el congelador. Conseguí las cartas de invitación, los certificados y los documentos legales. Como si se tratara de una carrera de obstáculos fui sorteando uno a uno los inconvenientes, cumpliendo minuciosamente con cada formalidad. El pasaje fue el primer dolor de cabeza, la línea aérea me cambió la fecha de salida arbitrariamente unas cuatro veces. Hasta que una fecha se mantuvo. Me tomé el PCR, saqué el permiso en Comisaría Virtual, el código QR que pedían en México, estado de cuenta bancaria, dirección donde me iba a alojar, el dictamen impreso del¡ juez, cartas de invitación. Todo. Todo en regla.

No puedo decir que no iba inquieto por la posibilidad de que me negaran la entrada, pero confié en los documentos que la abogada me había enviado y en las palabras de un amigo, también escritor, que me había dicho: “Creerás que es una mamada, pero con el Obrador han cambiado ese tipo de cosas. Así que no habrá pedo.”

¿Por qué tanta obsesión por volver a México? Quería cerrar un ciclo, volver al lugar donde me había sentido más completo en mi vida. En el libro El gato en el congelador lo explico de esta manera (alerta de spoiler):

En el avión, sentado junto a su padre, volando en dirección al sur, recordó un pasaje de Las enseñanzas de Don Juan. Una noche, el viejo chamán le pidió al antropólogo que buscara un lugar dentro de la choza de piso de tierra donde se sintiera bien, donde él percibiera que ese espacio le correspondía, porque, explicó, para todos hay un lugar especial con el que nos identificamos, pues nuestras energías se sintonizan con sus energías. Castaneda lo buscó y, al cabo de un rato, lo encontró. El chileno, después de deambular por muchos y muy distintos rincones, también había encontrado el que creía era su lugar en el mundo, sin embargo, en ese preciso instante, se alejaba de él a una velocidad aproximada de mil kilómetros por hora.

También quería ver otra vez a Paolina, nuestra relación había quedado trunca, interrumpida, como el resto de mi vida en esa tierra. Ella me visitó en Chile una vez y hace un par de años nos juntamos en Guatemala, ya era hora de volver a mirarnos a los ojos.

Así que, a pesar de la pandemia y las amenazas de contagio, tome un avión cargado con quinientos pasajeros rumbo al norte. En Lima debía hacer una escala de diez horas. Por suerte le llevaba de regalo a Jaime el libro Formas de volver a casa, de Zambra, que había comprado casi por azar. El título me gustó, era sugerente, y en la sala de espera del aeropuerto de Lima cobró un nuevo sentido. De algún modo estaba volviendo a casa. Al menos eso era lo que sentía en ese momento, después de mucho andar y mucha nostalgia. Me consolaba recordar que el exilio de mi padre duró trece años y que Odiseo pasó veinte años lejos de Ítaca.

Sin embargo, llegando a Ciudad de México todas las ilusiones se vinieron abajo. Al pasar por Policía Internacional se disparó la alarma que se suponía desactivada. El funcionario me dijo: “Acompáñeme por favor, tenemos que revisar su caso.” Tuve oportunidad de mostrar todos los papeles, llenar un par de formularios y esperar en una sala cerrada junto a unas veinte personas más. Retuvieron mi pasaporte y me pidieron que apagara el celular. Después de un par de horas volvió el funcionario que se había llevado mis documentos y me dijo: “Le tengo malas noticias, no va a poder ingresar al país.” “¿Por qué? –pregunté, angustiado–. En esta resolución dice que un juez ya dio la orden de revocar esa alarma, ¡no me pueden devolver!” No hubo caso. “Va a tener que esperar en un lugar habilitado para estos casos, hasta que haya un vuelo en que pueda regresar. No es muy cómodo, pero no hay otra opción.” Me llevaron a una sala completamente cerrada, donde me quitaron el teléfono, los cordones de los zapatos y el cinturón. Me despojaban así de mi calidad de ciudadano, y de persona, reduciéndome a la condición de un cuerpo que respiraba con dificultad sobre una colchoneta desnuda. Yo pensaba en Paolina, que me estaba esperando a la salida del aeropuerto, junto con Jaime. “Debe estar inquieta, debe estar ansiosa, el avión aterrizó hace dos horas y no he salido.” Habíamos quedado en que si había algún problema llamaría a la abogada. Trataron de averiguar, pero nadie les daba rezón alguna de mi paradero.

La estación migratoria habilitada en el aeropuerto no tenía ventanas y el ambiente era asfixiante, sólo un ventilador pequeño hacía circular el aire. Costaba respirar con la mascarilla y cada vez iba llegando más gente. Habían separado a los hombres de las mujeres, que también se quedaban con los niños. Los ocho camarotes ya estaban llenos de pasajeros, algunos se sentaban de a tres en una litera, conmigo se sentó un ecuatoriano. Realmente no había ninguna medida sanitaria. Fui a mojarme la cara, el baño estaba sucio y no había papel higiénico. “¿Cómo estará Paolina?”, seguía pensando. Tuve un episodio de mucha angustia y se insinuaron síntomas de un ataque de pánico. Me sudaban las palmas de las manos y las plantas de los pies. Me senté, respiré profundo, me concentré, traté de bajar el estado de tensión. Después de muchas horas de incertidumbre me llamaron. Me habló por teléfono una funcionaria de migración con un cargo elevado. Me informó que alguien había interpuesto por mí un recurso de amparo. Quería advertirme que, si lo firmaba, probablemente no me iban a expulsar del país, pero que sin duda iba a pasar mucho tiempo encerrado en ese calabozo, mientras se resolvía el dilema jurídico. La lentitud de la burocracia mexicana y su arbitrariedad es proverbial, así que la medida de protección que con toda seguridad había interpuesto la abogada no me daba ninguna garantía de salir de ahí a la brevedad, y la verdad es que después de apenas cinco horas de encierro, no quería pasar ni un minuto más en esa celda. Fue una decisión difícil. Seguía pensando en Paolina, en las ilusiones que nos habíamos hecho con nuestro encuentro, que ahora se verían frustradas. “¿Y si firmo y me aguanto?” De sólo pensarlo me sudaban las manos.

Kafka en Migración

Traté de dormir, pero las luces estaban encendidas de día y de noche, muy pronto perdí la noción del tiempo. Tomé agua como un dromedario, lo que me hacía ir mucho al baño. Pronto mi drama personal dio paso a un drama mucho más amplio, fui tomando nota de lo que pasaba a mi alrededor. En esa estación había hermanos y hermanas de varios países de Latinoamérica: colombianos, ecuatorianos, muchos brasileños, salvadoreños. Les negaban el ingreso sin informarles la razón y debían resignarse en sus colchonetas a esperar un vuelo que los regresaría a sus países de origen.

El ecuatoriano de Cuenca, un hombre grueso, con aspecto de obrero o trabajador rural, reparó en el libro que yo andaba trayendo y me lo pidió. Se sentó a los pies de la litera y leyó de corrido casi la mitad de Formas de volver a casa. El azar nunca es azaroso, pensé. Esa instantánea la conservo como un fresco que describe perfectamente la situación. ¿Son ésas formas de volver a casa? Mas tarde, cuando le conté a una amiga mexicana lo que había pasado y lo que había visto, dijo con espontánea indignación: “Pinche gobierno entreguista, le está haciendo el trabajo sucio al gabacho.” Y tiene razón. México fue durante décadas un país solidario y fraterno con el resto de los pueblos latinoamericanos, fue una casa de acogida y un refugio. La política exterior mexicana nunca se alineó, sin embargo, ahora, han montado verdaderas cárceles para los migrantes de Centroamérica y el Cono Sur.

En la litera del lado había un chico de Bogotá. Debe haber tenido unos veinticuatro años, había ido a México con su novia, a conocer y a visitar a un amigo, pero no tenía la dirección exacta de donde se iba a alojar. Eran estudiantes universitarios que habían interrumpido sus estudios a causa de la pandemia y de la revuelta social en su país.

El caso más dramático que conocí era el de un muchacho brasileño, de Minas Gerais, que se había casado días antes. Había planeado con su novia con antelación su luna de miel en México. El caso es que, llegando al aeropuerto, a ella la dejaron entrar, pero a él no. En los pocos minutos que tuvieron para discutir qué hacer, antes que al muchacho se lo llevaran los agentes de migración y los separaran, decidieron que, ya que habían pagado un hotel y un paquete turístico, que fuera ella sola y aprovechara la inversión. La muchacha se fue a pasar su luna de miel sola, mientras al novio lo recluían en el calabozo de migraciones a la espera de un vuelo de repatriación. La tristeza infinita reflejada en sus ojos es difícil de describir, tanto como la impotencia que transmitía al contar su historia.

Más tarde llegó el actuario del juzgado donde habían interpuesto el amparo, tenía que firmarlo. No fui capaz. Le expliqué mi punto de vista y lo entendió. Después llegó un delegado de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y me prometió interceder. Me sentí un niño mimado al lado de mis compañeros de infortunio. Hasta que finalmente llegó una funcionaria de la línea aérea que me ofreció un vuelo para la tarde. Lo acepté. No quería pasar ni un día más en esa celda, lo encontraba injusto, lo encontraba humillante.

Veintiocho horas después de haber llegado me embarcaron en un avión con dirección a Brasil, la máquina iba casi desocupada, pero se llenó con los brasileños devueltos que eran unos sesenta… y yo.

No me devolvieron el pasaporte, que fue pasando de manos de la policía a la de los agentes de la línea aérea quienes, llegando a una escala, se lo pasaban a otros policías. Así ocurrió en São Paulo, y en la otra escala que tuve que hacer en Paraguay.

En el pequeño aeropuerto de Asunción busqué un lugar aislado y solitario en un extremo del edificio, entré al baño y me mojé la cara. Estaba más tranquilo. Cuando salí había una mujer limpiando el piso. La saludé y continué mi camino; pasos más adelante me sorprendió la presencia de un pájaro negro, un mirlo, que saltaba con sus pequeñas patitas juntas, picoteando el suelo de loza y piando con fuerza. Miré hacia atrás, a la mujer de la limpieza, le dije que el pajarito estaba perdido, y con un acento muy diferente y musical me contestó: “No deja que lo agarren, tiene miedo y no sabe cómo volver a casa, las ventanas están todas cerradas, quien sabe como entró.” Otra vez pensé en el título del libro de Zambra, Formas de volver a casa. Ni el pájaro ni yo habíamos encontrado una ventana abierta para volver y estábamos perdidos en el pequeño aeropuerto de Asunción. Me senté cerca del mirlo, desenfundé mi guitarra y destilé notas que rezumaban tristeza, por él y por mi. No me di cuenta cuando se acercó una mujer, era uruguaya, me preguntó cómo estaba y me invitó un café. Fue la primera persona que me abrazó después de mi frustrado regreso, una completa desconocida. Le conté todo lo que había vivido en esos confusos tres días. Fue sanadora esa conversación que se prolongó casi las diez horas que duró la escala.

Llegando a Chile, otra funcionaria de la línea aérea, con mi pasaporte en su poder, me acompañó a los trámites con el Ministerio de Salud. Yo temía que me metieran en un Hotel Sanitario y que tuviera que pagarlo, no tenía los recursos. Después de que la encargada del registro pudo entender lo que había pasado me dijo: “No tiene que pagar ni el PCR ni el hotel, porque, en estricto rigor, usted no ha salido de Chile.” La miré, pensé en la absurda vuelta que acababa de dar, subiéndome y bajándome de cinco aviones, y aplaudí su capacidad de ironía. Para peor, después de entregarme mis papeles me dijo: “Bienvenido.” “¡Pero si usted me acaba de decir que nunca salí de Chile! ¿Como me dice bienvenido?”, le respondí.

Finalmente, fui conducido a las dependencias de la PDI. “Es un inadmisible”, le dijo la funcionaria al encargado. El policía llenó un formulario, me devolvió mi pasaporte y volví a ser un “ciudadano del mundo”. Me subieron a un bus lleno de pasajeros que el Ministerio de Salud había derivado a Residencias Sanitarias y vine a parar a un hotel en Las Condes, donde tengo que pasar cinco días encerrado.

Sin duda fue un viaje aberrante, desgastante física y emocionalmente. En la última conversación que pude tener con la abogada, me aseguró que lo que habían hecho en Migración es ilegal, una medida arbitraria contra una resolución judicial. Es el estado de excepción en su matriz más pura, me dije a mí mismo.

Gracias a esa arbitrariedad estatal, mi relación con Paolina ha adquirido dimensiones shakespearianas, pues la imposibilidad de vernos para ambos es una tragedia que nos tiene desolados. El padre Estado mexicano no me deja entrar y las fronteras chilenas están cerradas. Para colmo de la ironía. hoy me llegó un mail de la aerolínea en que me pedían que evaluara mi viaje a Ciudad de México. Esta es mi evaluación: un desastre total.

 

*Escritor, músico y sociólogo chileno, durante el régimen pinochetista fue dirigente estudiantil.

 

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