Todas las cosas, finalmente, pasaron (para quedarse)

- Raúl Mejía - Sunday, 05 Sep 2021 07:44 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Un acetato, una banda legendaria, una rola, un álbum con tres elepés, y la casa de la adolescencia y el barrio, la atmósfera de la sala familiar y la cocina y los amigos, el sonido de la radio y por fin el cassette, mucho antes del cd y del actual 'streaming' y la tecnología de los algoritmos… todo eso y más en el recuerdo presente de “My Sweet Lord”, de George Harrison, en 'All Things Must Pass', hace poquito más de medio siglo.

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Cuando la compañía Apple George puso a circular la rola “My Sweet Lord” yo tenía quince años y la opción de escucharla dependía enteramente de las radiodifusoras, dada mi condición de infante de clase media baja a quien la posibilidad de comprar el pequeño disco de 45 rpm estaba vedada (y además ni tocadiscos tenía). La radio, debo reconocerlo, se encargó de transmitirla de manera obsesiva logrando convertirla en una de mis canciones favoritas. No entendía ni una palabra de la letra, pero sus “cantos mántricos” me llevaban de la mano a la presencia de Barktivedanta Swami Pravhupada, a quien no conocía en persona –y nunca conocí: Hare Krishna/hare hare/Gurur Brahma/Gurur Vishnu… y así, per saecula saeculorum si fuese posible.

La ciencia, por esos años, estaba por revolucionar el mercado del consumo musical con la popularización del cassette y sólo era cuestión de tiempo para aspirar a tener una grabadora; no estaba fácil, pero al menos había una salida que me permitió, a fin de cuentas, grabar rolas directamente de la radio en una grabadora Sharp. A ese nivel rupestre se vivía.

Escuchar a George Harrison luego de la separación de los Beatles fue un acontecimiento de esos que se quedan en la memoria de forma perenne. ¿Cómo había sido tan ignorado por la dupla de Lennon y McCartney? Pasaron meses antes de que me llegara la noticia de que esa canción que hasta la fecha me emociona –sobre todo a partir del minuto y 45 segundos, cuando se incorpora la batería… la apoteosis– formaba parte de una caja con tres elepés. No dos, sino tres acetatos con rolas inolvidables a las cuales tuve acceso a través de amigos con papás solventes como para gastarse una pequeña fortuna y comprarle, a sus hijos, el mítico All Things Must Pass.

Se armaban sesiones para escuchar el repertorio, se pasaban las manos por la foto de George sentado en medio de enanos recostados en el pasto, se sacaban los vinilos con extrema delicadeza, se limpiaban con el cuidado que sólo se le dispensaba al plutonio enriquecido para que el sonido fuese límpido. Al final, con puntilloso cuidado se ponía la aguja en el primer corte: “I´d have you any time”. Esos afortunados poseedores de la “caja de Harrison” eran la envidia del vecindario. Poseedores de un bien material no sujeto a préstamos a domicilio salvo honrosísimas excepciones. Los riesgos de un accidente eran una amenaza a la inversión y un “disco rayado” era una desgracia inconmensurable.

No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de poder tener el album completo en dos cassettes Sony (que aún conservo), pero sí tengo presente el año en que por fin pude comprar una copia en vinilo: 1980. Hace más de cuarenta años.

Los discos de rock, en esa etapa histórica, se convertían en objetos de culto. Obras de arte en su concepción y puesta en el mercado. Ya desde Rubber Soul (por mencionar un icono del diseño de portadas), el asunto del diseño de carátulas en las grabaciones mostraba atrevimientos que luego consiguieron obras de arte de la iconografía: Dark Side of the Moon, Abbey Road, London Calling, Sticky Fingers, Demonds and Wizards… ponga el de su predilección.

Pero la caja de George Harrison era, en su presentación, cosa aparte. Un formato que hasta entonces sólo se permitía a los discos de música clásica, un beatle místico que, además, mostraba hasta qué punto la dupla de Paul y John había ninguneado a su amigo.

Ya estaba harto de vivir bajo la férula Lennon/McCartney. Basta ver, en la cinta Let it Be, la ríspida discusión entre Harrison y Paul a propósito de unos acordes: “voy a tocar lo que tú quieras y como tú quieras” –le dice George ya muy molesto.

En el album Let It Be (el ultimo que se puso en el mercado) la incomodidad ante el ego de los dos miembros prominentes del cuarteto, el buen Harrison la plasmó en la rola “I Me Mine” (todo el jodido día y la noche y las semanas “esto es mío, es mío, es mío”): “All through’ the day/ I me mine, I me mine, I me mine./ All through’the night/ I me mine, I me mine, I me mine./ Now they’re frightened of leaving it/ Ev’ryone’s weaving it,/ Coming on strong all the time,/ All through’ the day I me mine./ I me me mine, I me me mine…

No conforme con eso, en All Things Must Pass volvió a la atmósfera enrarecida que se vivía al interior de los Fab4. Era oficial: Georgie estaba harto de las puestas en escena de egos inflamados en el entorno beatle. A eso alude la canción titulada “Wah-wha” en el tercer corte del disco 1:“I dont need no wah-wah/ And I know how sweet life can be/ If I keep myself free, wah-wah/ I dont need no wah-wah/ Oh, you don’t see me crying/ Hey baby, you dont hear me sighing/ Oh, no, no, no, no.//Wah-wah/ Now I dont need no wah-wahs/ And I know how sweet life can be/ If I keep myself free of wah-wah/ I don’t need no wah-wah”

La caja de Harrison no fue su primera incursión sin los Beatles, pero sí la que contó con la pequeña (y grandiosa) ayuda de muchos de sus amigos. Van algunos: Eric Clapton, Bobby Kays, Bobby Whitlock, Billy Preston, Klaus Voorman, la malograda banda de los Badfinger, Ringo Starr, un veinteañero Phil Collins y –cuenta la leyenda– hasta John Lennon tocó en “If Not For You”, una modesta pieza de Bob Dylan. ¿De verdad tocó Lennon? Un álbum que reivindicó la amistad entre puro personal de alto octanaje. De eso ha pasado medio siglo. ¡Cincuenta años!

En ese lapso emergieron y desaparecieron grupos de toda índole y la Historia ya ha jugado sus cartas: All Things Must Pass ya es un clásico. En medio siglo, el consumo de música pasó de ser un sacrificio (conseguir buenos discos era una actividad compleja, agotadora) a ser algo cotidiano y francamente muy económico (no barato, hay una gran diferencia). Los acetatos, hoy, son objeto de una nostalgia que el mercado se apresuró a satisfacer y –nuevamente– escuchar música en vinilos se ha puesto de moda. Es un hobbie caro, pero acceder a joyas como la que nos ocupa, fuera de la exquisitez del acetato en tornamesas de gama alta, está al alcance de casi todos. Los cassettes y los CD son piezas de museo. Ahora todo está al instante vía el streaming.

En cincuenta años, finalmente, todas las cosas pasaron para quedarse en la memoria, en las experiencias que acompañaron esas letras y arreglos que nos hacen sonreír al recordarlas.

Hace cinco décadas, el adolescente que yo era, buscaba en el dial del radio alguna estación que transmitiera “My Sweet Lord” y pasaron algunos años antes de tener la opción de escucharla cada vez que se me antojara en mi grabadora Sharp a través de un cassette Sony de sesenta minutos. Un acontecimiento memorable.

Dicen que lo peor que le puede pasar a un perfume de calidad es hacerse famoso. Esas fragancias aspiran al difícil equilibrio que apela a los conocedores y las pone a salvo de lo popular sin renunciar a esas pequeñas “sectas mayoritarias y selectas”.

Hoy, cuando incluso ya pasé –por un año– ese momento cifrado en “When I´m Sixty Four”, creo que esa caja de tres discos es un perfume fino de notas místicas al alcance de quienes gusten de ser parte de sectas mayoritarias. Valga el oxímoron.

Los acetatos, hoy, son objeto de una nostalgia que el mercado se apresuró a satisfacer y –nuevamente– escuchar música en vinilos se ha puesto de moda. Es un hobbi caro, pero acceder a joyas como la que nos ocupa, fuera de la exquisitez del acetato en tornamesas de gama alta, está al alcance de casi todos.

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