Los Doors en Navidad

- Luis Tovar - Saturday, 24 Dec 2022 23:03 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

 

A Martín lo conocí en el equipo de atletismo del que formé parte hace años; no recuerdo si él ya estaba cuando me integré, aunque me parece que fue al contrario. Lo que tengo bien grabado es que desde el principio le gustó juntarse conmigo para el calentamiento, los ejercicios y las repeticiones que hacíamos, y que con los demás convivía nada o muy poco. Como bien pronto pude ver, era más tímido que un colibrí, en particular cuando se trataba de las muchachas del equipo; apenas le salía la voz para decirles “hola”, sin cerciorarse de haber sido escuchado o ignorado, con la mirada en el suelo y la actitud de quien está a punto de recibir un regaño, y no puedo recordarlo ni una sola vez teniendo una conversación con alguna de ellas. Mi carácter no daba para ser el alma de ninguna fiesta, pero a los quince o dieciséis años que yo tenía en aquel entonces, me asombraba muchísimo que uno de diecinueve o veinte, como él, tuviera tantas dificultades para relacionarse con los demás.

Por una razón u otra, Martín me tomó no sólo como compañero de entrenamiento sino como su interlocutor casi único, y entonces fui testigo del modo en que su mutismo se transformaba en una charla interminable; aquel chavo eternamente desprolijo, delgado en extremo, encorvado tan prematuramente, que solía mirarse la punta de los pies, podía ser un verdadero locutor ocurrente, ingenioso y simpático. Por eso fue pareciéndome cada tanto más incomprensible, y después más enojosa, la mansedumbre con la que asimilaba el ostracismo aplicado por el resto del equipo –para las muchachas era simplemente como si Martín no existiera– y el claro menosprecio que le propinaba el entrenador. A unas y otro él reaccionaba siendo todavía más callado y cabizbajo, y yo sabía que iba a tenerlo más dicharachero, como si quisiera compensar esos pequeños agravios cotidianos.

Fuera del equipo yo tenía mis amigos, una noviecita, iba a la escuela, al cine… lo más común para la edad, pero ya estaba tan acostumbrado al carácter de Martín que casi no me sorprendió darme cuenta de que, por el contrario, yo venía siendo no sólo su mejor sino de verdad su único amigo, razón por la que pudo suceder algo inusual entre miembros del equipo: que nos encontráramos en un lugar distinto a la pista y habláramos de cosas que no fueran las carreras, las marcas deportivas y las medallas ganadas o anheladas. Tampoco fue incredulidad lo único que sentí, sino algo que me da en llamar tristeza ajena, cuando me contó que hasta ese momento no había tenido ni una novia y mucho menos había dado un beso; que siempre le había faltado el coraje necesario para que la chava que le gustaba al menos se enterara de que ahí estaba él.

Con todo y todo, en un primer momento no supe cómo responder a una petición que me hizo mordisqueando las palabras, sin mirarme a los ojos ni un instante, como si estuviera diciendo algo inconfesable: quería que lo acompañara a su barrio, que fuéramos a buscar a una vecina suya que le parecía muy bonita y yo le hablara bien de él; creía que con eso y, en sus propias palabras, “cuando viera el tipo de personas que conozco”, ella aceptaría su cortejo. Me costó mucho esfuerzo negarme a ser un Cyrano claramente destinado a fracasar; yo a Martín lo apreciaba, pero esa idea suya no sólo era inútil sino que me hizo atisbar qué tan abajo y sin valor se veía a sí mismo.

Nunca volvió a mencionar el asunto. Los meses pasaron y, a mediados de diciembre, como regalo de Navidad me dio un par de discos de los Doors; no eran nuevos sino de su propiedad, le gustaban mucho, y esas eran precisamente las razones por las que me los daba. En respuesta, un par de días después le regalé unos tenis que yo había usado bastante poco y que nunca supe si se los ponía porque esa vez me pidió otro favor, que por fortuna pude hacerle: necesitaba trabajo y yo le hablé de él a mi padre, en aquel entonces jefe de una imprenta grande, a ver si podía conseguirle algún empleo. No hubo más que de afanador, pero en enero Martín entró feliz a trabajar. Puesto que los horarios le impidieron seguir en el equipo de atletismo, dejé de verlo y de él sólo fui sabiendo lo que mi padre de tanto en tanto me contaba.

Así transcurrió ese año, hasta que entre la Navidad y el año nuevo, lamentándolo, mi padre me dijo que habían despedido a Martín luego de que, justo el día 24, en su recorrido por la imprenta ya vacía, el vigilante oyó ruidos y lo encontró despatarrado en el cuartito de la limpieza, con los pantalones y los calzones enredados en los tobillos, con una revista porno en una mano y una estopa saturada de solvente en la otra, que alternaba entre su falo y su nariz.

No dije nada pero eso misma noche, cuando todos se fueron a dormir volví a la sala y, sin encender las luces, puse con el volumen lo más bajo posible uno de los discos de Martín, pensando que, aun siendo un gesto inútil, de alguna manera con eso lograría que estuviera menos solo.

 

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