¿La eternidad tiene un futuro?

- Vilma Fuentes - Sunday, 26 Oct 2025 06:26 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
De un libro que llega a las manos de forma inesperada, 'Chroniques parisiennes', y de la muerte de su autor ya muy enfermo, Alfonso Reyes, aunque esperada en ese entonces, le resultó sorprendente a Octavio Paz cuando se enteró, se desprende esta muy personal reflexión por demás casi inevitable sobre el umbral que separa, o une, la vida, o la realidad con la muerte, o con la nada.

 

En 1991 apareció en Francia un libro titulado Chroniques parisiennes, de Alfonso Reyes. El volumen reúne, en efecto, una recopilación de escritos sobre la vida y la cultura parisienses de este imprescindible autor mexicano. Cabe recordar que Reyes vivió numeroso años en París, donde frecuentó, entre otros escritores y artistas, a los miembros de la Nouvelle Revue Française. El volumen reúne, en el seno de su inmensa producción, los artículos consagrados a la literatura francesa y a la influencia de ésta en la literatura hispanoamericana.

En el espléndido prefacio que sirve de presentación y exégesis a estas crónicas, Octavio Paz relata su última visita a Alfonso Reyes, ya muy enfermo. La noticia de su muerte, aunque anunciada, lo “sorprende” en París. A este propósito, Paz escribe: “No por esperada, la muerte es menos inesperada.” La frase justifica toda la lectura del hermoso e inteligente volumen.

Chroniques parisiennes de Alfonso Reyes es un libro extraño pues, aunque los textos fueron traducidos del español por Brigitte Natanson-Guland, seleccionados para lectura de los franceses, no se encuentran reunidos en una edición en su lengua original, el español.

Aventura también peculiar es su llegada a mis manos. Durante una de esas caminatas que son un verdadero vagabundeo, deambulación a la que se presta el laberinto parisiense con sus recónditas callejuelas y sus atractivos escaparates, el doctor Alain García, aficionado amante de la poesía, padre de mi nieto Pablo, compositor e intérprete, se detuvo en una boutique de libros viejos, llamados libros de ocasión a causa de su bajo costo. Le llamó de inmediato la atención el nombre del autor: Alfonso Reyes, así como su título: Chroniques parisiennes. La lectura de algunos párrafos le despertó más que curiosidad. El prólogo de Octavio Paz lo hizo soñar con México. Adquirió, entonces, el volumen y, después de leerlo, me lo regaló. El hallazgo de estas crónicas, su llegada a mis manos, me hizo pensar en uno de esos azares que son dictados desde el principio de los tiempos, una cita para la que estamos destinados y no podríamos ni querríamos sustraernos, un encuentro consigo mismo.

Pas par attendue, la morte est moins inattendue. ¿Qué es lo esperado? Sin duda, lo esperado no es sólo aquello que se desea, es también lo que se ve llegar por temido que sea. Y, sin embargo, la vida está hilada de esperanzas. ¿No se inicia el descenso a los infiernos de Dante con el letrero donde se anuncia que ahí termina la esperanza? La muerte, siempre incomprensible, siempre inesperada. No se trata sólo de esas desapariciones súbitas, ocurridas en plena fuerza de la vida, cuando no en la infancia, provocadas por un accidente. La llamada muerte natural, a causa de la enfermedad o la vejez, al parecer tan esperada, es también inesperada. Sorpresiva acaso porque no somos capaces de concebir, de imaginar, la muerte. Encaminados hacia ella a lo largo de la vida, no podemos pensar nuestra desaparición. Ni la de los otros, ni la propia. De ahí, quizás, la condición de inesperada que la caracteriza.

En efecto, nada más inesperado que ver inánime a alguien que acabamos de ver en vida hace unos días, unas horas, un segundo. Sin que pudiéramos darnos cuenta, sin poder retener la vida en su cuerpo, su soplo se apagó de pronto. Surge, entonces, la pregunta imposible: ¿dónde está él, dónde está ella? Porque ya no está en ese cuerpo que, a pesar de todo, es él, es ella. ¿O ya no es él, ya no es ella?

Hace ya varios años, en la ciudad veraniega de Biarritz, durante un festival de cine latinoamericano donde paradójicamente Jorge Luis Borges, ciego, fue el invitado de honor, tuve la suerte de poder platicar con él durante un tiempo sin cortapisas. En el Hötel du Palais, antigua residencia imperial de Napoleón III y la emperatriz Eugenia, cuelgan sus retratos. Según me explicó Borges, las dos guerras mundiales del siglo XX tuvieron su origen en el conflicto bélico franco-alemán iniciado por este emperador. Guerras debidas a los malos tratados de paz donde se humilla al vencido. La susceptibilidad es rencorosa, no
cabe duda.

Ya cerca de nuestros adioses (“¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saber, nos hemos despedido?”), al hablar de su edad, Borges me dijo que deseaba morir, morir verdaderamente, pues nada le parecía más temible que la eternidad.

Víctor Hugo escribió alguna vez que podía pensar el futuro de la eternidad, pero no su pasado. Acaso pretendemos creer en una vida después de la muerte, pero no podemos imaginarnos una vida anterior a nuestro nacimiento. Tal vez, si no nos es posible imaginar la muerte es porque no existe, es parte de la nada. Brota entonces la pregunta que inicia la filosofía en Occidente: “¿Por qué el ser y no más bien la nada?”

Del asombro expresado por Parménides al comprender que “el ser es”, nace el pensamiento, pues “el pensar y el ser son la misma cosa”.

No por esperada, la muerte es menos inesperada, no por inimaginable, la muerte es menos real. Pero, ¿qué es lo real si lo imaginario es también real?

 

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