La sensibilidad y el genio de Jane Austen

- Eve Gil - Thursday, 14 Nov 2019 19:26 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Una acertada semblanza de la famosa autora de 'Sensatez y sensibilidad', 'Orgullo y prejuicio', 'La abadía de Northange' y 'Amor y amistad', entre otras, Jane Austen (1775-1817).

¿Çuántas Catherines, Elizabeths y Marías desfilarían incautas frente a miss Austen, hija del vicario, quien, aparentemente absorta en su tejido, las escuchaba con devoción casi antropológica para, apenas quedar a solas, extraer un cuadernillo de su estuche de costura y tomar nota de cada chisme, cada noticia, cada encantador mohín? A decir de uno de sus sobrinos, tía Jane había impedido que repararan la puerta principal de la vicaría que rechinaba horrible cuando alguien entraba: su alerta para esconder los legajos o cubrirlos con un secante. Imposible suponer que la simpática hija del reverendo George Austen, consagrada al primor, a sus sobrinos y a hornear pasteles, fuera autora de las exitosas Sensatez y sensibilidad (1811) y Orgullo y prejuicio (1813), cuyo autor firmaba simplemente “By a lady”. Novelas donde terribles sucesos de la época (la Revolución francesa) no existen, ajenas por completo a su contemporaneidad con autores como el marqués de Sade. Dice Carlos Fuentes, “Tampoco hay mineros o comerciantes londinenses, porque el autor los desconoce y, al tratarlos, se expondría al fracaso. Y Jane Austen es de los escritores que no fracasan. Pueden fracasar, en su afán totalizador, Dostoievski o Balzac. Jane Austen, no.” Es probable que Jane escuchara hablar de sus propios libros mientras tejía, deprisa y acompasadamente, bufandas para sus sobrinos, y los comentarios la habrán hecho sonreír complacida. Nacida el 16 de diciembre de 1775, en Steventon, Hampshire, sexta de siete hermanos, pensaría como Emma, su más autobiográfica heroína, “[…] una mujer soltera con buena fortuna siempre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agradable como cualquier otra persona […]” A decir de Fanny Austen, otra sobrina, tía Jane no era tan refinada como su talento hubiera permitido esperar. Tanto Jane como Cassandra, su adorada hermana, eran absolutamente indiferentes respecto a las modas… y en el caso concreto de Jane, su conocimiento mundano lo sustraía de terceras personas. Leerla nos hace imaginarla encantadora y divertida, un tanto maliciosa y poseedora de una devastadora ironía que reservó para su pluma, de lo contrario no hubiera sido tan apreciada en su comunidad. No fue falta de oportunidades lo que la hizo permanecer soltera. A decir de Carlos Pujol, se supo de dos aspirantes a la mano de miss Austen: un irlandés de nombre Tom Lefroy, así como otro joven que la asediaba en el balneario de Devonshire, y moriría en la flor de la edad. Como Emma, la casamentera aficionada, parecía muy ocupada arreglando las vidas de los demás como para pensar en sí misma, sospechosamente inmersa en el bordado y entreteniendo a sus numerosos sobrinos, dieciocho en total, que la idolatraban. Ni siquiera parecía demasiado inteligente, lo que los ingleses denominan blue stocking (“marisabidilla” para los españoles), quizá porque, como sospecha Catherine Morland, la inteligencia sólo puede acarrearle desdicha a una mujer. Y sin embargo, Jane Austen era muy inteligente. g. k. Chesterton se referiría a ella en los siguientes términos: “Hombres como Coleridge o Carlyle prendieron sus primeras antorchas en las llamas de místicos alemanes o especuladores platónicos igualmente fantásticos; atravesaron calderas de cultura donde personas menos creativas incluso podrían haber ardido en las llamas de la creación. Jane Austen no se inflamó, no se inspiró para ser un genio, ni siquiera lo persiguió; simplemente era un genio […]”. Las novelas de Jane, por cierto, distan de recurrir a las almibaradas descripciones distintivas de la “novela rosa” que, en cambio, se observan obsesivamente en novelas de autores varones como Samuel Richardson.

Jane se dirigió a los críticos de su tiempo a través de su divertidísima novela La abadía de Northanger: “Nosotros (los escritores) no nos desampararemos unos a otros; somos un cuerpo herido. Aunque nuestras producciones han llevado más placer, en más cantidad y calidad, que cualquier otra especie literaria en el mundo, ningún género ha sido tan menospreciado. Desde las atalayas del orgullo, la ignorancia o la moda, nuestros adversarios son casi tantos como nuestros lectores. Y mientras que las habilidades del nonagésimo compendiador de la historia de Inglaterra, o las del hombre que reúne y publica en un volumen una docena de versos de Milton, Pope y Prior, o un ensayo del Spectator, y un capítulo de Sterne, son elogiados por mil plumas, parece haber un deseo casi general de desacreditar la habilidad y subvalorar el trabajo del novelista, y menospreciar obras recomendables por su genio, encanto y belleza.” Hoy entendemos que Jane no se limitó a retratar a la sociedad a la que pertenecía, esa afectada clase media. Hizo algo más interesante: exponerla, sin llegar a ridiculizarla, aunque su visión de la misma, acaso a pesar de sí misma, es acerada, particularmente en sus escritos tempranos, reunidos bajo el título Amor y amistad, donde accedemos a una Jane Austen quinceañera, elevada al cubo, que todavía no se imponía límites y seguramente no pensó publicar esos papeles que, dicen, escribió para divertir a su padre… es una Jane Austen que descuida las buenas maneras que cultivaría posteriormente como un exuberante jardín. A esa época se remonta también el primer borrador de la más menospreciada de sus novelas, Lady Susan.

Las novelas de Jane Austen son atípicas desde el instante en que destaca en sus heroínas virtudes dudosas para la época, como la seguridad en sí misma de Elizabeth Bennet, de Orgullo y prejuicio, o la autosuficiencia de Emma. Elizabeth se quiere lo suficiente para no derrumbarse ante el ostensible desprecio de Darcy que a voz en cuello señala no considerarla lo suficientemente bonita para invitarla a bailar. Estas jóvenes se mantienen graciosamente al margen de las maquinaciones de una madre o tía dominantes, y de amigas y hermanas desesperadas por atrapar marido, y si bien no se identifican con semejante anhelo, no vacilan en aportar buenos consejos y hasta trazar estrategias. La relación entre mujeres es otro de los rasgos destacables de la novelística de Austen, donde la solidaridad y ternura mutuas se sobreponen a cualquier rivalidad o envidia que pudiera surgir en el camino. Las mujeres austenianas tienen claro que, de darles a elegir entre el amor romántico y su mejor amiga, ganaría la última.

Pocos percibieron que la escritura de Jane Austen tenía mucho de crítica social, que llevaría al punto de la maestría en La abadía de Northanger, una no tan inofensiva sátira de las novelas góticas. Catherine Morland, su heroína, pertenece a la genealogía de Don Quijote y Madame Bovary; una lectora confundida entre la ficción y la realidad, víctima de su imaginación. Es de las pocas heroínas bobas de Jane (“inocente”, la llama la novelista gótica Margaret Oliphant); diríase que Jane se complace en atormentarla. Evidentemente no le guarda la mínima ternura, aunque le permita terminar felizmente casada con el antipático Henry Tilney, casi una parodia de Darcy. En La abadía…asistimos al periplo de una jovencita que se sueña heroína de una novela de Ann Radcliffe (la que evidentemente Jane ha leído con fruición como todas las chicas de su generación); llena de peligros, fatalidades, retratos antiguos, inexplicables portazos y vientos gélidos. Hija de un matrimonio convencional, sirve de dama de compañía a una señora demasiado buena para su gusto (preferiría ser un poco maltratada) que la lleva consigo a Bath donde conocerá a Isabella, la amiga que siempre soñó, y a Henry, el hombre de sus sueños, aunque no lo bastante peligroso, de quien la distanciarán una serie de malentendidos perpetrados por el hermano de Elizabeth, John Thorpe, encaprichado con Catherine. Y justo cuando parece que no existe la posibilidad de reivindicarse ante Henry, surge la oportunidad, planteada por el adorable matrimonio Tilney, padres de Henry, de que Catherine la acompañe a la abadía de Northanger. Hasta Henry pasa a segundo plano pues lo que más excita a Catherine es la posibilidad de vivir en una abadía de verdad, donde de seguro se verá rodeada de misterios y peligros… aunque cuando cree encontrar un antiguo manuscrito al fondo de un baúl, se topa con cuentas de lavandería. Conforme transcurre su estancia ahí, la joven pasará de la decepción (ningún mueble es anterior al siglo xv, ni una antigua chimenea y un ejército de criadas en vez de una sola… en las novelas góticas las fortalezas son atendidas por un solo criado) a un terror creado por sus propias fantasías que la llevan a suponer que el recinto alberga a una supuesta esposa muerta del señor Tilney.

La vida privada de Austen, presiento, es algo más rica que la de una chica de su condición y circunstancia; algo más que eventuales escapadas a Bath y algún furtivo coqueteo tras las agujas de tejer. Juraría que su estuche de costura resguardaría algo más que apuntes para novelas. El primer golpe fuerte sería la repentina muerte de su amado padre en 1805. Una serie de problemas financieros derivados del deceso de George Austen la orillarían a admitir la caridad de sus hermanos, lo que sin duda debió afectarle tras toda una vida de libertad en ese sentido. Por entonces estuvo a punto de ceder al matrimonio con un terrateniente de nombre Harris Briggs-Marchitan. Se anunció, incluso, el compromiso, pero miss Austen terminaría dejando plantado al pretendiente casi al pie del altar. Esa pudo haber sido la razón por la que decidió mudarse a Southampton con uno de sus hermanos; eso, o los primeros síntomas de la enfermedad de Addison, dolencia de los riñones –si bien algunos estudiosos presumen que en realidad murió de cáncer en un seno– que la llevaría a la muerte el 18 de julio de 1817, en brazos de su querida hermana a quien heredaría los derechos de su obra, habiendo publicado sus libros más conocidos, excepto La abadía de Northanger y Persuasión, la más sobria de sus novelas. Muchos años después, entre 1923 y 1926, se publicarían su inconclusa novela Los Watsons l


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