La novela de la Revolución mexicana: Realidad y ficción de una gesta literaria

- Alejandro García Abreu - Sunday, 17 Nov 2019 11:02 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Rafael Olea Franco, doctor por El Colegio de México, recuerda que el término “novela de la Revolución Mexicana” se consolidó en 1960.

Antonio Castro Leal, doctor por El Colegio de México, escribió que la obra fue publicada originalmente tanto en México como en el extranjero, en un período de más de treinta años, de 1915 a 1947. Olea Franco elaboró una lista de los autores incluidos en los dos volúmenes del proyecto en la Nueva Revista de Filología Hispánica. En el primer volumen se encuentran: Mariano Azuela (Los de abajo [El Paso, Texas, 1915], Los caciques [1918] y Las moscas [1918]), Martín Luis Guzmán (El águila y la serpiente [Madrid, 1928] y La sombra del Caudillo [Madrid, 1929]), José Vasconcelos (Ulises criollo [1935]), Agustín Vera (La revancha [1930]) y Nellie Campobello (Cartucho [1931] y Las manos de mamá [1937]). Y en el segundo volumen están: José Rubén Romero (Apuntes de un lugareño [Barcelona, 1932] y Desbandada [1934]), Gregorio López y Fuentes (Campamento [Madrid, 1931], Tierra [1932] y ¡Mi general! [1934]), Francisco l. Urquizo (Tropa vieja [1931]), José Mancisidor (Frontera junto al mar [1953] y En la rosa de los vientos [1941]), Rafael F. Muñoz (¡Vámonos con Pancho Villa! [Madrid, 1931] y Se llevaron el cañón para Bachimba [1941]), Mauricio Magdaleno (El resplandor [1937]) y, finalmente, Miguel n. Lira (La Escondida [1947]). Son volúmenes de capital importancia en la historia de la literatura mexicana. Diversos libros constituyen vislumbres de la soledad y de las penurias que la Revolución trajo consigo.

 

Una definición ambigua

Olea Franco recuerda que Castro Leal expuso el principio general que guió los dos volúmenes de la antología La novela de la Revolución Mexicana: “Por novela de la Revolución Mexicana hay que entender el conjunto de obras narrativas, de una extensión mayor que el simple cuento largo, inspiradas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución que principia con la rebelión maderista el 20 de noviembre de 1910, y cuya etapa militar puede considerarse que termina con la caída y muerte de Venustiano Carranza, el 21 de mayo de 1920.”

Para Olea Franco el problema no sólo reside en la presencia, dentro de la antología, de obras que no corresponden a la estructura de una novela –como Ulises criollo de José Vasconcelos y Cartucho de Nellie Campobello– ni participan de los elementos mencionados, sino también está
en la exclusión de textos cuya importancia para
la narrativa de la Revolución mexicana es
incuestionable: los cuentos.

 

La consolidación de un canon

La etiqueta “novela de la Revolución”, fijada a partir de campañas editoriales y culturales, se consolidó en un canon, dependiendo de los enfoques críticos, advierte Jaén Danaé Torres de la Rosa, doctora en Literatura Hispánica. El realismo se convirtió en un estandarte que dio inicio a una larga tradición en el siglo xx, y que amparó una propuesta literaria vigente y, al mismo tiempo, debatible hasta el siglo xxi, concluye.

El nacimiento de la literatura mexicana moderna coincide con el inicio de un proceso de reinstitucionalización del campo de producción cultural en el marco del nuevo régimen posrevolucionario, propone Ignacio m. Sánchez Prado, e infiere que, conforme México se pacificaba gradualmente, la principal preocupación de la clase intelectual en el país era la constitución de una cultura nacional que diera cuenta del trasiego político que se acababa de padecer.

 

Los orígenes de la etiqueta

Según Torres de la Rosa, la etiqueta “novela de la Revolución” se consolidó en la década de los treinta, cuando muchas de las novelas fueron publicadas. Se pregunta: ¿qué pasó antes de la polémica de 1925? ¿Había novelas de la Revolución antes de Los de abajo? Dice que la respuesta está en la propia novela de Azuela: aunque se conoció en 1924, la primera edición es de 1915, lo que hace pensar en la posibilidad de la existencia de esta problemática en años anteriores a 1924, e incluso a 1915.

Esta etiqueta surgió quizás desde 1914, cuando el periódico El Pueblo publicó una convocatoria el 8 de noviembre donde invitaba a escribir “Cuentos de la Revolución”. En 1919 (como se lee en los anuncios publicados en la Revista Mexicana de El Paso, Texas), seis años antes de la famosa polémica que presentó a Los de abajo como una novela de la Revolución mexicana, Esteban Maqueo Castellanos publicó La ruina de la casona. Novela de la Revolución mexicana, donde aparecía formalmente, por vez primera, la etiqueta, concluye Torres de la Rosa.

 

Nacionalistas vs. Contemporáneos: competencia de estéticas

Para Ignacio m. Sánchez Prado la percepción sobre la crítica es uno de los puntos centrales de la emergencia de una identidad generacional que permitiría tanto a los nacionalistas como a los Contemporáneos localizarse en distintos debates. Los nacionalistas lo logran en 1925 con el descubrimiento de Azuela y la posibilidad de constituir una estética a partir de una figura representativa. Los Contemporáneos llegan a una conclusión distinta: es necesario construir una literatura autónoma, dice Sánchez Prado.

Alfonso Reyes –quien hizo de la cultura “la piedra de toque del porvenir mexicano” y vivió buena parte del proceso revolucionario fuera del país– sospechó constantemente del cierre nacionalista y buscó la construcción, desde la crítica, de un proyecto de dimensiones cosmopolitas que en su ejercicio mismo cuestionó las estéticas institucionales, asegura el investigador de la Washington University en Saint Louis.

Según Rafael Olea Franco, en Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo xx Carlos Monsiváis consideró la labor narrativa de los Contemporáneos como discordante de su excelente producción poética: “Su limitación notoria se encuentra en la narrativa. Villaurrutia (Dama de corazones), Torres Bodet (Margarita de Niebla, La educación sentimental, Proserpina rescatada, Primero de enero), Novo (los fragmentos de Lota de loco) fracasan en el intento. Esta imposibilidad
de la novela tiene que ver con las aptitudes específicas y
con el desdén por la creación de personajes o de atmósferas narrativas, aunque quizá el hecho sea atribuible a la gana de reflejar –de manera semipoética– los modos de la melancolía de la clase media. Pero al lector de esa época no le interesan la sucesión de estados de ánimo ni las cualidades de la escritura, sino el pasado inmediato, los reflejos de su ira o su satisfacción o su amor por lo que ha sucedido y las leyendas correspondientes”.

 

Hacia la literatura mexicana moderna


“El debate de 1925,
en suma, es el momento culminante del primer proceso de articulación de un proyecto de literatura nacional, iniciado en 1917, y el signo que marca el origen de un campo literario en el México postrevolucionario. Encontramos una fuerte competencia de estéticas y de estrategias de relación con el poder que preconizarán los distintos procesos de articulación del campo literario en el siglo xx: los duelos entre literatura autoctonista y vanguardista, las polémicas entre nacionalismo y cosmopolitismo, la ambigua relación entre el campo literario y el Estado y las distintas maneras del imperativo de crítica al poder que operan incluso en la obra de autores identificados plenamente con el régimen. El esbozo de estos procesos de institucionalización [...], enfatizando la figura de Francisco Monterde, abre paso ahora a la conformación de un conjunto de ideas y estéticas que entrarán en tensión con las emergidas en el proceso que va del constitucionalismo de 1917 al debate de 1925. Esta conformación, con el tiempo, recibirá el nombre de ‘literatura mexicana moderna’”, afirma Sánchez Prado.

 

La perspectiva de José Luis Martínez

Jaén Danaé Torres de la Rosa recupera la visión de José Luis Martínez en función de aquello que Berta Gamboa de Camino proponía: “Para 1949, ya con una perspectiva crítica más amplia, José Luis Martínez confirma muchas de las cosas que Gamboa de Camino proponía casi quince años antes, como sus fechas clave: ‘interesados nuestros novelistas en la veta tan rica que se les proponía, comenzaron a publicar, casi ininterrumpidamente desde 1928 hasta una década más tarde, una abundante serie de obras narrativas a las que ha venido a denominarse novelas de la Revolución Mexicana’. También retoma su configuración genérica: ‘Caracteriza a estas obras su condición de memorias más que de novelas […]. El género adopta diferentes formas, ya el relato episódico que sigue la figura central de un caudillo, o bien la narración cuyo protagonista es el pueblo; otras veces, se prefiere la perspectiva autobiográfica y, con menos frecuencia, los relatos objetivos o testimoniales’. Sin embargo, en lugar de cuestionarse las diferencias formales entre las obras, destaca los cambios temáticos que determinan los límites genéricos: ‘la mayoría de estas obras, a las que supondríase revolucionarias por su espíritu, además de por su tema, son todo lo contrario. No es extraño encontrar en ellas el desencanto, la requisitoria y, tácitamente, el desapego ideológico frente a la Revolución Mexicana’.”

 

De Azuela a Rulfo: visiones profundas de la Revolución mexicana


Juan Rulfo fue
un genial maestro de la narrativa tanto en Pedro Páramo (1955) como en El Llano en llamas (1953) –expresa Olea Franco–, libros que quedaron fuera del criterio de Castro Leal pese a que ofrecen dos de las visiones literarias más profundas de la Revolución.

Juan Coronado, autor de Dos novelas del paisaje y Fabuladores de dos mundos. Ensayos de literatura europea e hispanoamericana, afirma que las clases bajas de la sociedad van a ser protagonistas principales de múltiples narraciones. Esta literatura, dice, nos refiere siempre a la lucha de clases: “son el núcleo, en ellas hay una clara raíz telúrica. La tierra misma es su único refugio y su única esperanza. Todos los personajes del ciclo se sienten ontológicamente ligados a la tierra”. De Azuela a Rulfo, insiste Coronado, hay un cable que recorre esa narrativa: el pesimismo que contiene la omnipresencia de la muerte. Es posible que Pedro Páramo concluya el ciclo narrativo de la Revolución.

 

Campanas propicias a doblar por angustias


Las descripciones abundan,
dice Torres de la Rosa, en las novelas de la Revolución desde los años previos a la revaloración de Los de abajo hasta Al filo del agua, de Agustín Yáñez (1947), que parece una premonición de la violencia de la actualidad mexicana: “Pueblo sin fiestas,
que no la danza diaria del sol con su ejército de vibraciones. Pueblo sin otras músicas que cuando clamorean las campanas, propicias a doblar por angustias, y cuando en las iglesias la opresión se desata en melodías plañideras, en coros apilados y roncos. Tertulias, nunca.”

En Los de abajo, dice Olea Franco, el personaje Solís enuncia de forma certera las dudas que le suscita el futuro, cuando haya concluido la lucha: “Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos que los de las turbas entregadas a las delicias del saqueo; a que resplandezca diáfana, como una gota de agua, la psicología de nuestra raza, condensada en dos palabras: ¡robar, matar!”

Se trata de colocar en perspectiva una época de crisis. El epicentro de la literatura de la Revolución está constituido por dolor, violencia y una insalvable dosis de incertidumbre l

 

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