La Revolución mexicana: imágenes históricas de la diversidad cultural
- Antonio Valle - Sunday, 17 Nov 2019 11:07



Desde sus orígenes, México fue un territorio y un país productor de imágenes poderosas. Esculturas, alto relieves, códices y murales registraron, sintetizaron y conservaron diversos períodos, sistemas y procesos históricos, culturales, políticos y sociales. El poder conceptual, espiritual y estético de las culturas originales de México se extiende por todo el territorio nacional, desde Paquimé, en Chihuahua, hasta los sitios arqueológicos de Chiapas y Yucatán, una extensa geografía en la que se encuentran miles de conjuntos y piezas que ejemplifican el inmenso proceso que emprendieron hombres y mujeres de un conjunto cultural único en el concierto de las culturas del mundo, proceso de creación emblemático que, sin embargo, después de varios miles de años de evolución cultural, se vio suspendido por la conquista.
Durante el período colonial, mientras que a duras penas las comunidades originarias lograban sobrevivir, la producción de imágenes fue censurada, reprimida, ocultada, “sincretizada” o disfrazada en obras de arte religioso, artesanías y textiles. Por otro lado, la imagen física de los indígenas era, como en el caso de Cuauhtémoc –cuando mucho- sublimada, careciendo de todo sustento en la realidad de los indios de carne y hueso.
No fue sino hasta mediados del siglo xix que, al llegar los primeros daguerrotipos a México, se obtienen imágenes y registros anatómicos que permiten observar las condiciones de la situación económica y “existencial” en la que se encontraban indígenas y campesinos de México. No obstante, el arte de la fotografía en un principio sólo captó, además de bellos paisajes, imágenes de familias y miembros de las clases pudientes. Con el desarrollo tecnológico de la fotografía los daguerrotipos y sus sucedáneos pronto fueron sustituidos por el colodión húmedo, proceso que permitió la reproducción de imágenes en serie. Así se expandieron los estudios y comercios fotográficos y, como desde entonces la producción de fotografías no requiere un proceso excesivamente complejo, los fotógrafos independientes -no muy diferentes a los que hasta hace poco ofrecían sus servicios en las fiestas de pueblos, rancherías y barrios- se desplegaron por todo el país.
Ya desde 1864-1867, Maximiliano y Carlota, con el referido colodión húmedo, usaron la fotografía con fines de posicionamiento político; los fracasados emperadores de México hicieron reproducir sus imágenes imperiales. Posteriormente, ya en plena dictadura, Porfirio Díaz solía hacerse fotografiar luciendo toda su pompa y poderío. Sin embargo, cuando Francisco i. Madero llamó al pueblo de México para derrocar al dictador, ya se encontraban regados por el territorio nacional un número considerable de fotógrafos que comenzaron a registrar los acontecimientos más importantes de la gesta revolucionaria.
Desde un principio la fotografía estuvo ligada a las industrias y empresas editoriales, que daban cuenta de la guerra civil a la población. Así, desde 1910 y hasta que inició el proceso de institucionalización de la Revolución Mexicana, no sólo registraron los aspectos épicos, sino distintas facetas de este proceso con el que se abría la realidad de un país que había permanecido soterrado durante cuatrocientos años.
Un doble revelado: histórico y fotográfico
Más allá de la opinión que algunos historiadores e intelectuales neoliberales tienen sobre las virtudes del régimen de Porfirio Díaz, la verdadera situación de indios, campesinos y obreros de México quedó finalmente “revelada” en las imágenes obtenidas por esos artistas de la lente que inauguraron el género del fotorreportaje, algunos de ellos fotógrafos independientes, anónimos y ambulantes. Sin embargo, para describir la situación en la que vivían millones de mexicanos durante el Porfiriato no existe un testimonio más alto que el de John Kenneth Turner en su México bárbaro. Tomemos un fragmento del Capítulo 4, titulado Los esclavos contratados de Valle Nacional:
Valle Nacional es el peor centro de esclavitud en todo México, pues allí todos los esclavos, con excepción de acaso un 5%, sobreviven hasta los ocho meses de haber llegado. Al sexto o séptimo mes empiezan a morirse como las moscas durante la primera helada invernal y después no vale la pena conservarlos, resulta más barato dejarlos morir. No hay supervivientes de Valle Nacional, sólo los dejan ir cuando ya son inservibles, cuando son cadáveres vivientes que tan sólo avanzan un corto trecho y caen.
En cuanto a la situación de los trabajadores de Ciudad de México la cosa no iba mejor, dice Turner: “Tomen a un trabajador mexicano típico: No sabe leer ni escribir porque probablemente nació en un distrito rural, a 15 o 20 km de la escuela más próxima; si acaso nació a la sombra de una escuela pública, tuvo que arañar la tierra desde que aprendió a andar a gatas para conseguir algo que comer. No tiene educación ni preparación especial de ninguna clase, porque no tuvo la oportunidad de adquirida. Si no cuenta con alguna enseñanza especial, sólo puede dedicarse a cargador.”
Mitos y verdades del Archivo Casasola
Además de las imágenes verbales creadas por Turner -entre otros escritores célebres de la época-, uno de los más importantes creadores de imágenes fue el fotógrafo Agustín Víctor Casasola, quien, junto con algunos miembros de su familia, integraría el hoy célebre Archivo Casasola. Sin embargo, es obligado decir que fotografías fundamentales de la revolución fueron hechas –entre otros fotógrafos- por Abraham Lupercio, Jerónimo Hernández, Herlod, Gutiérrez, Hernández, Muñana y Sosa; todos ellos fotógrafos de La Ilustración Semanal. Marion Gautreau, en un ensayo por demás lúcido, “La Ilustración Semanal y el Archivo Casasola”, apunta a la desmitificación de la fotografía de la Revolución mexicana, haciendo un análisis comparativo entre las fotografías de la Revolución mexicana publicadas en La Ilustración Semanal entre 1913 y 1915, y las imágenes del mismo conflicto archivadas en el Archivo Casasola. La verdad es que la inmensa mayoría de fotografías y negativos del impresionante archivo son inéditos para millones de mexicanos porque, proporcionalmente, sólo conocemos unas cuántas fotografías de las imágenes más emblemáticas del archivo, ya que una vez que terminó la reyerta intestina entre los caudillos revolucionarios, específicamente después del asesinato de Álvaro Obregón, las imágenes más “institucionales” del proceso armado de México sirvieron para apuntalar iconográficamente a la clase política revolucionaria de México. Al respecto dice Gatrou: “Esta complejidad se fue perdiendo con el tiempo, a raíz de discursos oficiales orientados hacia un objetivo exclusivo: la implantación de un “nuevo orden” y su perpetuación en el tiempo.” Al paso de los años esas fotografías icónicas de la Revolución mexicana fueron perdiendo brío ante una realidad política, social y cultural que terminó esclerotizada. Ya nada tenía que ver la imagen autoritaria y rígida de los líderes de la clase política mexicana con las imágenes de la épica revolucionaria de las que supuestamente había emergido. La novela La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, es un gran fresco en el que retrata la manera en la que se fue desconectando y desvirtuando una clase política que unos cuantos años después del “triunfo” de la revolución, no sólo se había alejado de los principios y causas que llevaron a tomar las armas a millones de mexicanos, sino que buena parte de sus principales actividades estaban signadas por la corrupción y el despojo.
José Guadalupe Posada, los muralistas, el Dr. Atl et al.
Como los primeros fotógrafos y el arte de la fotografía, un buen número de los artistas gráficos y plásticos que trabajaron con el tema de la Revolución Mexicana también nacieron en la segunda mitad del siglo xix. Es a partir de 1920 -toda vez que el proceso revolucionario entra en una fase de relativa estabilidad– cuando, a través de las políticas culturales emprendidas por José Vasconcelos para combatir el analfabetismo, se abren las puertas a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, pintores que se habían nutrido con las imágenes gráficas de José Guadalupe Posada y con los lienzos del Doctor Atl. Todos ellos conformaron un grupo excepcional de artistas politizados, cuyo idealismo los llevó a recuperar temas, símbolos y signos del lejano pasado precolombino, así como del pasado inmediato y de la realidad social de la segunda década del siglo xx.
No obstante sus indudables méritos conceptuales y estéticos, con la pintura –especialmente el arte monumental de los muralistas– sucedió lo mismo que con la fotografía revolucionaria: ante el desfasamiento y la incongruencia de la clase política, el muralismo comenzó a ser visto como un instrumento demagógico de control ideológico de los gobiernos en turno, ya que después de la presidencia de Lázaro Cárdenas, es decir, desde la presidencia de Manuel Ávila Camacho y hasta la de José López Portillo, intentaron a duras penas sostener la iconografía revolucionaria que supuestamente les había dado “origen”.
Esa es la razón fundamental por la que, a finales de los cincuenta y durante la década de los sesenta, surge el movimiento plástico (también literario) de “La ruptura”, movimiento que agrupó a artistas muy importantes que habían decidido brincarse “la cortina de nopal” impuesta por la ideología oficial, poniendo en cuestión al arte monumental así como a la escuela mexicana de pintura. Algo parecido sucedió con la fotografía que, durante y después de los acontecimientos de 1968 y 1971, volvería por sus fueros testimoniales logrando fotorreportajes imprescindibles de las luchas sociales en México. En el caso de las artes plásticas y gráficas, un caso paradigmático es el de Francisco Toledo, quien –por supuesto- sin tener que “negar” de su identidad zapoteca/mexicana/mesoamericana, apreció el arte más refinado de Europa. Caso excepcional de un artista mexicano creador de una corriente plástica que todavía está por estudiarse a profundidad, así como de innumerables instituciones culturales en su natal Oaxaca.
Abandono y recuperación de los símbolos
Posteriormente, a mediados de los años ochenta, durante el régimen de Miguel de la Madrid y hasta la presidencia de Enrique Peña Nieto, el proyecto político y cultural de los llamados gobiernos neoliberales, abandona la iconografía de la Revolución Mexicana, e incluso habla no sólo de olvidar la gesta revolucionaria del siglo xx en México, sino del fin de la historia.
En realidad, la lucha por hacer valer la imagen de México no ha cesado. Todavía el racismo endémico nacional trata de imponer valores estéticos trasnochados, gustos que intentan invalidar las expresiones estéticas del México profundo y de
su enorme diversidad cultural. Por lo pronto, estamos ante la posibilidad de abrir nuevos debates en torno a la importancia de las imágenes gráficas y plásticas en la construcción de la identidad mexicana, lo cual fortalecerá la autoestima de un pueblo antiguo, noble y culto, aunque humillado y descalificado históricamente l