Poetas y poemas* / Harold Bloom

- Harold Bloom - Sunday, 01 Dec 2019 07:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Traducción de Alejandro García Abreu.

Me enamoré por primera vez de la poesía hace setenta años, cuando tenía cuatro. Aunque nací en el Bronx, hablé y leí sólo yiddish a esa edad, y los poetas fueron los mejores de los que vinieron a Estados Unidos: Moshe Leib Halpern, Mani Leib, h. Leivick, Jacob Glatstein. Gracias a la rama Melrose de la Biblioteca Pública del Bronx, pronto aprendí a leer inglés sumergiéndome en el estudio de la poesía angloestadunidense. Sólo recuerdos tenues de los primeros favoritos como Vachel Lindsay todavía permanecen en mí, pero gradualmente leo mi camino a través de vastas áreas de poesía. Para cuando tenía entre diez y doce años, había comenzado a amar a William Blake y a Hart Crane con una intensidad particular. Memorizándolos, sin esfuerzo debido a la relectura incesante, llegué a poseerlos con una especie de comprensión implícita, que ciertamente no podría haber externalizado hasta muchos años después.

A veces, los poetas que son amigos cercanos me preguntan por qué nunca comencé a escribir mis propios poemas, pero desde el principio el arte me pareció demoníaco y mágico. Haber entrado, excepto como un lector agradecido, habría implicado cruzar un umbral sagrado. Seguí leyendo a Blake y a Crane, y me llevaron a Shelley, Wallace Stevens, Yeats, Milton y finalmente a Shakespeare.

A qué edad comencé a comprender más completamente lo que releí, ahora no puedo marcarlo con certeza. La autoeducación tiene sus riesgos (mi pronunciación en inglés todavía es excéntrica) pero arma contra el reduccionismo: meras modas políticas, religiosas y filosóficas en la crítica. t. s. Eliot me fascinó con su poesía, pero me repelió simultáneamente con su prosa dogmática. A los quince años más o menos leí El bosque sagrado y Tras dioses extraños: no me gustó el último y me desanimó el primero. Al menos, Tras dioses extraños me llevó a d. h. Lawrence, atraído por la denuncia extraordinariamente violenta de Eliot.

El primer crítico de poesía que admiré fue g. Wilson Knight, a quien mucho más tarde conocí y me agradó personalmente. Como estudiante de primer año de Cornell con apenas diecisiete años, compré y leí en pedazos la Simetría temerosa de Northrop Frye, su majestuoso estudio de Blake. Fui una especie de discípulo de Frye durante casi dos décadas, hasta que en el verano de 1967 me desperté de una pesadilla en la mañana de mi trigésimo séptimo cumpleaños y comencé a escribir una curiosa rapsodia en prosa llamada “El querubín que cubre o la influencia poética”. Después de muchas revisiones, se publicó en enero de 1973 como La ansiedad de la influencia, pero Frye lo condenó cuando le envié una versión en septiembre de 1967, después de lo cual acordamos estar en desacuerdo para siempre sobre la naturaleza de la poesía y la crítica.

A los setenta y cuatro, sigo poseyendo de memoria casi toda la poesía que he amado. Quizá la memoria (sin la cual la lectura y el pensamiento son igualmente imposibles) sobre-determinó mi orientación crítica. Si no puedes olvidar a Shakespeare, Milton, Wordsworth, Keats, Tennyson, Walt Whitman, Emily Dickinson, entonces no te sientes tentado por los pronunciamientos resentidos de que ciertos poetas inadecuados merecen ser estudiados por su género, orientación sexual, origen étnico, pigmentación de la piel y criterios similares.

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Wallace Stevens comentó que la función de la poesía es ayudarnos a llevar nuestras vidas. Tiendo a modificar eso a la pregunta específica que Freud llamó prueba de realidad, que es aprender a soportar la mortalidad. En momentos de peligro y de enfermedad grave, he recurrido a la feroz comodidad de recitarme poemas, ya sea en voz alta o en silencio. Como no soy una persona de playa, voy allí sólo para cantar a Walt Whitman, Hart Crane, Stevens, generalmente en soledad frente al viento y las olas. La poesía no puede curar la violencia organizada de la sociedad, pero puede realizar un trabajo de curación para uno mismo. Stevens calificó a la poesía como una violencia desde adentro puesta en contra de una violencia desde afuera. También nos recordó que la mente era la fuerza más terrible del mundo, ya que sólo podía defendernos de sí misma. Hart Crane esperaba bella y conmovedoramente que la poesía pudiera traerle “una infancia mejorada”. Nada nos dará eso, ni nos devolverá a nuestros muertos amados. El consuelo, después de completar el trabajo de duelo, nos llega a algunos de la poesía elegíaca. Al igual que William y Henry James, encuentro una gran mejora al escuchar el canto de Whitman “Cuando las últimas lilas florecían en la puerta del patio” en voz alta, ya sea por otro o por mí mismo. O encuentro que la existencia aumenta al escuchar una cinta de John Gielgud recitando Lycidas de Milton o a Ralph Richardson declamando Rima del anciano marinero de Coleridge. Terminaré con esto porque quiero escuchar al propio Wallace Stevens leer Las auroras de otoño en otra cinta. En el ocaso de la existencia, tal experiencia acumula su propio valor.

 

*Tomado de Harold Bloom, Poets and poems, Chelsea House Publishers, Filadelfia, 2005, 488 pp.

Traducción de Alejandro García Abreu

 

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