Raymond Radiguet con el diablo en el cuerpo: muerte temprana y vida eterna

- Enrique Héctor González - Sunday, 01 Dec 2019 07:36 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Una certera reflexión sobre una de las novelas más emblemáticas del siglo xix francés, y su autor, personaje no menos notorio con tintes trágicos –murió de tifus a los veinte años de edad– ha sido comparado a veces con Rimbaud pero, como aquí se afirma, es en esencia distinto.

Mientras Marcel Proust escribía enfermo su vasta novela en siete volúmenes, de seguro con el paso apurado de quien presiente la muerte, de quien ha vivido con una salud precaria debido al asma crónica que padeció desde niño, el adolescente Raymond Radiguet (1903-1923) se comía el mundo parisino y sus alrededores de la mano, literalmente, de Jean Cocteau. Y escribía, escribía como adivinando asimismo que la muerte rondaba sigilosa. Sin embargo, ningún estilo tan lejano a la suntuosa cadencia de imágenes y conjeturas reflexivas de la sintaxis proustiana que el de Radiguet, radical en su actitud abierta, directa y puntual como una bala que sabe lo que viene después del punto y seguido y no se quiere detener a aderezar de más la frase previa.

Del amasiato casi propagandístico que vivió con Cocteau, Radiguet no sólo obtuvo los dividendos propios del caso sino también la atención esmerada de numerosos pintores, músicos y poetas de la vanguardia, hervidero de estéticas que vivía su efervescencia más cumplida en la Francia de la primera postguerra. Plenamente entregado a la mal llamada vida bohemia (que no se originó en esa región checa ni es gitana o vocera de ninguna hambre prestigiosa, que da lugar a los excesos y descuidos del arreglo personal y a la vida por amor al arte), en Radiguet la disipación se revela como propia de su edad y de haberse convertido, para Cocteau, en lo que Rimbaud fue para Verlaine: un breve pasatiempo de mutua estimulación, un homenaje al talento. Pero hasta ahí debe seguirse el paralelismo, pues si bien
el autor de Una temporada en el infierno paró de escribir más o menos a la edad en que lo hizo el de El diablo en el cuerpo, es muy distinto renunciar a la escritura por decisión propia que ver interrumpida la vocación por un tifus mortal.

Y ya está dicho. Además de dos o tres libros de poemas, alguna ópera cómica, una obra de teatro y otra breve novela publicada póstumamente, El baile del conde de Orgel, el joven novelista francés conoció un éxito inusitado en 1923, año que sería también el de su muerte, cuando luego de una muy lograda campaña de lanzamiento, vio cómo su novela era leída y reconocida múltiplemente por la crítica y los lectores. Uno de ellos, el intelectual marxista peruano José Carlos Mariátegui, sería testigo asombrado, asimismo, de cómo también la otra novela, de catadura menor y publicada un año después, alcanzaba decenas de ediciones en pocos años, éxito que irónicamente conjetura como producto del siniestro contubernio entre la muerte del autor y la voracidad de los editores.

Estamos frente al extraño caso de una espléndida novela corta, un autor muerto prematuramente y el encuentro feliz e inmediato entre público y obra artística. Su engañoso título, El diablo en el cuerpo, remite de inmediato a la excelsa tradición de los escritores terribles, los poetas malditos, los perversos heterodoxos que, si bien no son privativos de una época o de un país, se dieron en los últimos dos siglos con francesa frecuencia: Sade, Baudelaire, Rimbaud, Jarry, Artaud, Céline, Genet, Boris Vian y algunos otros que se escapan de este recuento al vuelo fueron autores encaramados en la excelsitud de sus excesos. Sólo que hacer de Radiguet nada más que otro alucinado, una suerte de epígono del malditismo decimonónico, no sirve a la lectura de una novela que es ejemplo de precisión y poder de sugerencia de la trama, que no pretende escandalizar ninguna moral ni hacer derroche de ningún satanismo o erotismo desafiantes. De ahí que el título sea engañoso.

La novela cuenta una historia de amor verdadero entre un adolescente de quince y una muchacha de diecinueve (comprometida y luego casada con un joven militar en el frente) que deviene amante del chico dada la ausencia del marido. Este pecado, “más bien inocente que perverso” como lo observó Mariátegui con claridad, es una lección de cómo el bien de dos puede transformarse en mal de los demás, que así como puede ser banal o desastroso también posee, si se lo sabe mirar, rasgos de demoledora inocencia, de ternura y encomiable sagacidad: “No engañaba a nadie, no me hería a mí mismo ni a Marthe”, dice el protagonista, que es valiente, elusivo, lleno de voluntad y con una muy clara conciencia de que, lo diría Sartre en otro contexto, “el infierno son los otros”. Egoísta, sí, pero ¿qué verdadero amor no lo es? Provocador, en efecto y sobre todo después de una guerra devastadora a la que la novela no se refiere directamente, y quizá en esa sabia distracción, en esa alusión indirecta a que los tiempos que corrían no eran tan malos del todo, encuentra el ánimo de perversión que muchas veces se le ha endilgado.

Al parecer la historia va montada en una anécdota que el propio autor vivió y quizá haya una cierta visión premonitoria del desastre en uno de los párrafos finales del texto, donde casi inopinadamente el protagonista suelta esta reflexión: “Un hombre desordenado que va a morir y no se lo imagina de pronto empieza a ordenarse. Su vida cambia. Clasifica sus papeles. Se levanta temprano, se acuesta a una hora prudente. Renuncia a sus vicios. Su entorno se felicita. De esta manera, su muerte inesperada parece todavía más injusta.” Se sabe, incluso, que tres días antes de su indecible deceso, el autor confesó a algunos amigos “que estaban por llevarlo consigo los soldados de Dios”, pero esto pertenece al mundo de las casualidades y el mérito de la creación artística no pasa por esa aduana. Lo verdaderamente significativo es que la novela parezca, y aun luego de casi un siglo siga pareciendo, provocadora por el indiscutible acierto que tuvo su autor en contar, con la frialdad inamovible y la lógica propia de la racionalidad francesa, la historia profundamente sentimental de un amor temprano y trágico que resulta admirable, inopinada y conmovedora.

 

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