Un corredor de museos en el Centro Histórico

- José María Espinasa - Sunday, 01 Dec 2019 07:41 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Aquí se celebra, y con razón, la apertura de un nuevo museo en el Centro Histórico de nuestra ciudad capital, el de la Fundación Kaluz en el viejo Hotel de Cortés.

Una de las particularidades de Ciudad de México es que su Centro Histórico sigue ejerciendo de centro, es decir, de eje alrededor del cual se crea una vida social y cultural expansiva, esa característica que algunas de las megaurbes, siguiendo el modelo de desarrollo gringo, han perdido, en aras de la civilización del centro comercial –el paradigmático mall–, mismo que ha empezado a ceder el terreno a las prácticas casi autistas de la civilización virtual, en la que el espacio público desparece. En México, el Centro es un espacio político, social, económico y –sobre todo– cultural, al que se puede ir por muchos motivos o hasta sin motivo alguno. En el Centro abundan los museos y centros culturales. Uno de ellos, de reciente aparición, es el Museo de la Fundación Kaluz en el viejo Hotel de Cortés, y antigua Hospedería de Santo Tomás de Villanueva, de origen agustino. Si bien la zona del Centro ha sido golpeada por el desarrollo urbanista y quedan pocos edificios del virreinato y el siglo xix –muchos son apenas vestigios–, se ha podido recuperar parte del patrimonio gracias a la vocación cultural de ese mismo centro.

En los lindes de donde acaba la Alameda, en el cruce de Hidalgo y Reforma, estuvo durante mucho tiempo el Hotel de Cortés, con un bonito patio y un buen lugar para desayunar si se visitaba la zona. Pero el inmueble se había deteriorado considerablemente y su fachada, vistosa y llamativa, disimulaba el descuido interior. Entre los muchos actos que se han hecho para conmemorar los ochenta años de la llegada de los trasterrados españoles a este país, uno de los más notables es la muestra Artistas del exilio español en México, una de las más completas que sobre el asunto se hayan organizado.

La pintura mexicana de los años treinta vivía un momento privilegiado: los grandes muralistas estaban en activo, el régimen político los asumía como suyos y en ellos se articulaba la política del nacionalismo cultural, y la llegada de los pintores españoles que huían del régimen franquista no fue fácil, pues su ruta no era necesariamente la que Siqueiros llamó la nuestra y señaló como la única. Llegaban, además, con el dolor del exilio a cuestas y no pocas veces la pérdida de familiares y amigos, no sólo del terruño mismo. Y aquí pintaron obras de extrema tensión humana. Las pinturas de Antonio Rodríguez Luna son sobrecogedoras en su fuerza e intensidad, mientras que en otros hay un sorprendente optimismo luminoso. La generación de artistas plásticos de la época está a la altura de los filósofos y poetas que fecundaron la literatura y el ámbito universitario mexicano.

Los nombres de Roberto Fernández Balbuena, Gerardo Lizárraga, José Bardazano, Manuel Ballester, Arturo Souto, Enrique Climent, Jesús Martí Martín, Ramón Gaya y Francisco Moreno Capdevilla, entre otros, forman una generación absolutamente excepcional que merece ser más y mejor estudiada. Muchos de ellos fueron maestros de
los pintores que formarían la ruptura y modernizarían el arte mexicano, apartándolo más de la retórica nacionalista que de las raíces reales de nuestra plástica. Retrato y paisaje, bodegones y alegorías plantean u
n discurso libre, diverso, en permanente búsqueda, que es deudor a la vez de las vanguardias de los años veinte y de la tradición hispana, que en su contacto con la plástica mexicana de la época encontró nuevas formas de expresión.

Algunos pintores se incorporaron al trabajo de la escuela muralista y participaron en proyectos con Siqueiros y Rivera; otros sufrieron una cierta introspección personal que los llevó a la trabajo en silencio, y otros más colaboraron intensamente en la industria de las artes gráficas como ilustradores, viñetistas y diseñadores. En todo caso, son artistas de gran altura que han alimentado nuestra rica tradición pictórica. La recuperación del edificio, su restauración interior, parece haber sido hecha con tino, y le da al inmueble un uso espléndido para poner una de las más importantes colecciones privadas de México al alcance de los espectadores e interesados en la plástica. El proyecto tiene, por ejemplo, diferencias con algunos otros que han impulsado la iniciativa privada –pienso en el Museo Fundación Jumex o en el Soumaya–, no sólo por recuperar un edificio del Centro Histórico, sino por el tipo de colección y la actividad que parece proponer a largo plazo. El apoyo de las secretarías de Cultura federal y local es importante, lo mismo el de la Secretaría de Hacienda, que dio en comodato un edificio contiguo al Hotel de Cortés. Pero hay que subrayar que se trata de una iniciativa de la empresa privada, pues en esta época es importante que invierta en la cultura cuando el Estado está en franca retracción.

Esa idea, los corredores de museos, fomentan también la interacción entre los espacios públicos y la cultura como entorno. Pongo un ejemplo concreto en este momento: el Museo Kaluz tuvo la buena idea de encargar a Vicente Rojo, uno de los grandes de la segunda mitad del siglo xx y aún activo, un mural que está en la fachada oeste, justo a la salida del Metro Hidalgo. Es muy bueno, a la vez muy contemporáneo y muy antiguo, deudor de la abstracción y de la arquitectura virreinal y del pasado indígena: una joya.

Versión PDF