Las rayas de la cebra
- Verónica Murguía - Sunday, 15 Dec 2019 08:02Un centauro de crin morada
He sido lectora atenta de los libros de Alberto Ruy Sánchez desde la aparición de Los nombres del aire. La voluntad poética de su prosa, aunada a la libertad con la que se ha sumergido en mundos poco frecuentados por la mayoría de los escritores mexicanos, más precisamente el mundo arábigo, me ganaron como lectora. Así, he leído sus bitácoras del deseo y cómo templa a sus protagonistas en la fragua de los elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego. Ruy Sánchez ha logrado, por medio de esta alquimia, crear su particular universo de amor erótico.
Ahora, en otro momento de su incesante diálogo con las cosas, Ruy Sánchez ya no da voz al aventurero de Mogador. Ha llegado como Ulises a Ítaca y ha encontrado el lecho conyugal construido con el olivo donde lo esperaba todo aquello que buscó en sus recorridos, pues Ruy Sánchez es un viajero de excepción. Ha enriquecido su escritura con las noticias que regularmente trae de Asia, de África, de Europa y de México mismo, lugares que recorre con los ojos abiertos y ánimo generoso.
Estas odiseas lo han traído de nuevo a su hogar y han reinaugurado su mirada. Pero no es un soldado y marino griego, es un novelista y poeta mexicano cuyo árbol-lecho, árbol-hogar, árbol-ciudad, está construido en una jacaranda. Y lo que la jacaranda murmura en su oído es una petición que se transmuta en orden gracias a su sabiduría: detente, escucha y mira. Escucha a la savia y a tu sangre: mira la belleza esplendente, su plenitud, su noble caída y espera su resurrección.
La palaba “jacaranda” tiene cuatro sílabas y una sola vocal: la a, un sonido abierto y regocijado. Los mexicanos la pronunciamos llanamente con el acento en la penúltima sílaba: jacaranda. En otros países, la pronunciación es aguda: jacarandá, y por lo tanto es un grito alegre, no de sorpresa sino de celebración.
El poeta olvida sus apremios: “hasta la huella se esfuma/ de las heridas profundas,/ de amarguras obsesivas/y demagogias insanas.” Y “cada marzo un terremoto/ de flores en filigrana/ se meten entre nosotros,/ sacuden certezas vanas/ con su belleza ligera:/dan al sorprendido instante/ el logro de ser eterno”.
Así, el ritmo del viajero cambia: se detiene ante el compás de la maduración y el cambio de vegetales, de sus pausadas migraciones. En un poema Ruy Sánchez se maravilla por el periplo de este árbol que ha venido desde el Amazonas a Ciudad de México de la mano de un jardinero japonés; de su respiración dividida en estaciones, de su parpadeo violeta. Esa respiración para la cual noche y día son inhalación y exhalación de un ser aparentemente inmóvil, un centauro que sólo precisa de la luz y la lluvia para elevarse y tocar el cielo, elementos que constituyen el ritmo que Ruy Sánchez le ha dado a estos poemas.
Dicen las jacarandas: detente. Escucha la música coral: “…las jacarandas/ han gritado todas/ al mismo tiempo/ con una voz hecha de cálices amoratados […] y si la flor es su nota/ la rama es su resonancia” en su “idioma verde” de savia que busca el sol en ramas que se parecen a las venas de los brazos de quienes oran, ese árbol-centauro, este ser equino y vegetal cuya crin se sacude en el viento de la ciudad, que alfombra sus aceras con “dos palabras extendidas: plenitud fugitiva.”
Este breve libro es una exhortación: mira, dice. Mírala, derramando sobre nosotros la miel milimétrica, las copas de su floración, la música del viento en sus ramas. Mira su tronco oscuro semejante al cuerpo de la serpiente y esa mirada te llevará a otro árbol, otra flor, una enredadera. Verás que hay otra ciudad, una ciudad hecha de seres vivos y pacíficos dentro de este mundo de cemento y humo en el que batallamos.
Vive. Serénate. Ama y observa con el cuerpo entero. Eso es lo que dicen las jacarandas y Ruy Sánchez se ha convertido, gracias a la atención con la que está en el mundo, en su alegre vocero.