Amarcord: otro sueño realizado
- Antonio Valle - Sunday, 22 Dec 2019 10:29



A Jorge Valle
Ésta era la vida. Todo lo demás, mentira.
Juan Carlos Onetti
Fantomas recordó cómo, medio siglo antes, extendió la fotografía de la señora, cuando le enseñó a leer al Ángel la palabra “mamá”. Luego, enrollando una hoja del periódico se fumó un cigarrito de humo. Acto seguido, entre ataques de carcajadas y tos, hipnotizado por las tetas repolladas, el Ángel logró articular la palabra Amarcord. Esa noche el Ángel soñó con lunas gemelas que pronto se convirtieron en dos búhos de nieve. El Ángel despertó llorando, pero ni su primo Sueños ni su hermano Moroco se acercaron a consolarlo porque arriba, en el desván de la azotea donde construyeron el club Fantomas, los héroes habían encendido una vela para ver cómo latía la señora Amarcord.
La mamá-enfermera del Caballero Triste solía decir que el chico Piel Roja era un hijo de puta; tal vez lo que quería decir era que el pelirrojo le gustaba a Lupita, la lavandera que vivía en el cuarto de azotea del dieciséis. Era tanto el rencor de la madre-enfermera que sin vergüenza les contaba a los niños que había visto volar a Lupita -como a las tres de la mañana- sobre las palmeras de la Diagonal. Por libre asociación, el viejo Fantomas recordó al Ángel esperando en la farmacia a que le surtieran las píldoras contra la epilepsia, justo cuando el tío del Piel Roja le compró un helado de limón. El Ángel alcanzó a darle una lengüetada antes que Moroco tirara el iceberg obsceno y, mientras el Ángel lloraba, Moroco le decía al tío del Piel Roja que pronto lo iba a lamentar. Para reanimar al Ángel, Moroco lo llevó con el Caballero Triste a comprar estampas del álbum de futbol. El joven le dio a Pastorita, la suave criatura que administraba el paraíso en escala, unas monedas para que permitiera que los más chicos del Club Fantomas se llevaran algunos tréboles, chicles y agüitas para cumplir su misión.
uuu
-Brrrr, tiritó el Ángel, mientras la reina le ensartaba una gorra de conejo, guantes sin dedos y una bufanda de Tontín. Entonces, mirando a la señora de su devoción, el Ángel no acertaba a decidir si le gustaba más la madre de los indios pobres o la señora Amarcord. Más tarde, los chicos dibujaron la ruta por la que tomarían por asalto la azotea de la vecindad; aquella antigua construcción de la Diagonal que separaba el país de los ladrones buenos de la nación de los delincuentes furtivos, al otro lado de las palmeras, en la frontera donde los niños necesitados gritaban en la taquilla del cine: “Extra”; “Ovaciones” y “Últimas noticias”.
Al día siguiente La Reina y El Ángel llegaron en un cocodrilo para poner el nacimiento del niño de Oz. Regresaban del mercado con series, esferas y un metro de “cabeza de indio” para coser los sacos de regalitos. Luego, El Ángel y el Caballero Triste se fueron, con las camisas azuleando en su carrito de madera y balines, dispuestos a desembarcar los regalos para los niños de la vecindad.
Esa noche, bajo un mar aéreo, tornasolado por la luna invernal, envuelto en una sábana, la amenaza elegante brincó la primera barda esperando la aparición del Sueños. Al rato, protegido con su máscara de nubes y estrellas, chicoteó el Sueños como una bandera abierta en el desierto donde Venus brillaba como la estrella de Navidad. Los héroes sortearon los abismos iluminados por las cascadas púrpuras que bajaban del cielo y, fumándose un “Commander” de tabaco Virginia, recargados en un tinaco de asbesto aguardaron a que estallaran los primeros cohetes, señal de había nacido el niño de Oz. Los faroles iluminaron las mejillas rojas, moradas y naranjas de los niños de la vecindad y, mientras estrujaban la violeta de sus chicles, los hábiles voceadores giraban entre constelaciones de tréboles y agüitas. Agazapados, los pequeños protagonistas del Club Fantomas miraban cómo las brujas tramaban de plata el patio de la vecindad.
Ya estaba entonada la madre-enfermera cuando el Caballero Triste despabiló sus ojos azules para ver al Piel Roja abriendo el portón por donde se escurrieron Fantomas y el Sueños. Detrás del cristal helado y sin vaho, el Caballero soportó el espejismo hasta que, inmovilizado por un certero flashazo, salió el tío siniestro del chico Piel Roja corriendo en pijama.
Esa fue la última vez que brillaron Fantomas y el Sueños. Por supuesto nadie le creyó a la madre-enfermera cuando dijo que toda la noche, en la azotea de Lupita, los héroes y el Piel Roja se burlaron de ella cantando villancicos aciagos, bebiendo sidra y bailando mambos de Pérez Prado.
Para la fiesta de año nuevo el Ángel se durmió haciendo dibujos de poneys; mientras en la misa de gallo Moroco, apretado a La Reina, se esforzaba en entonar las mañanitas. Lo cierto es que no lograba silenciar el escándalo de luz y sonido que Pérez Prado desataba en su mente.
Medio siglo después, Fantomas recordó el sueño milagroso que tuvo con el fotógrafo de bodas y primeras comuniones, cuando le hizo una fotografía donde empalmaba su mano con la herida del dulce Señor de la Resurrección. Más tarde se persignó, todavía extasiado, frente al árbol de la Virgen Morena que como siempre lo miró cariñosa.
Para el seis de enero, ya sintiéndose un poco menos sublime, mientras su hermano y el Sueños buscaban sus zapatos y los regalos que los Reyes les habían escondido, Moroco se acercó al Ángel para decirle en dialecto secreto que desde ese día el Club Fantomas era suyo. Eso incluía la colección de postales y cuentos, máscaras, cuerdas, guantes y capas, además, por supuesto, de la fotografía de la deliciosa señora
Amarcord l
*Ciudad de México, 1956. Ensayista y editor, dirigió la revista Hojas de Utopía y ha sido tallerista en La Casa del Lago de la UNAM.