Cinexcusas

- Luis Tovar - Sunday, 05 Jan 2020 08:01 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Las antípodas del paraíso

 

Hay imágenes que de idílicas tienen lo mismo que de utópicas o, para decirlo con sinceridad y exactitud, lo mismo que de falsas. Piénsese en el mar: esas tres letras suelen suscitar cuadros en los que se combinan un oleaje amable, terso incluso; una planicie de arena suave, que se diría concebida exclusivamente para acariciar las plantas del caminante; un sol constante, que ya sea en su blanquísimo y luminoso cenit o en su crepúsculo violeta y rosa, en cada rayo habla de calor y vida.

Así el habitual mar de la imaginación. Ahora piénsese en un faro y reconózcase que su evocación, más infrecuente que la de playas espléndidas y olas coronadas, tampoco escapa al deseo de romantizarlo todo: en tanto luz nocturna que sirve de guía para las embarcaciones, las ideas que del faro predominan son seguridad, vigilancia, prevención… susceptibles de caber en un concepto como “sensatez”, en este caso, la necesaria para una navegación nocturna –y lo mismo la ejercida entre una neblina densa-- libre del riesgo de encallamiento o de naufragio.

No para ahí la cosa pues, cuando se piensa en un farero, de inmediato acuden a la imaginación ideas de alejamiento, silencio y soledad, sólo que buenas y agradables, y son las que definen la vida de ese hombre al que se le atribuye la serenidad de espíritu indispensable para que ninguna de dichas condiciones parezca intransitable, ni siquiera incómoda, sino todo lo contrario: sabio casi por necesidad, ese farero idílico no está obligado a la lejanía sino que la consiguió, la quiere y la disfruta; nadie le ordena que se calle, sino que ha hecho de la ausencia de palabras refugio y fortaleza; tampoco es un desterrado, o tal vez sí, pero con su soledad pasa lo mismo que con su silencio: se trata de elecciones vitales, nunca de condenas.

Tómense mar, faro y farero, pero pónganse muy lejos de la región meridional del mundo; mejor dicho, ubíquense tan al septentrión como sea dable. Nueva Inglaterra, en el Atlántico norte, servirá muy bien. Que la imaginación construya el escenario sin alejarse de la realidad: el oleaje, brutal, es empujado por un viento de constante ira y, como casi toda la violencia que de la ira emana, carece de sentido, como no sea golpear, golpear, golpear una ribera que ni así se ha convertido en bancos de arena de finísima tersura, pues lo que hay son piedras, piedras y más piedras, abruptas, llenas de aristas, como si la crueldad fuese vocación.

El faro, por su parte, será sólo de soslayo eso que los paraísos imaginarios quieren, pues en efecto habrá de ser punto luminoso en la penumbra ciega, referencia para que los navíos eviten un colapso, pero precisamente en éste –el colapso-- consiste la espada de Damocles que se balancea sobre la cabeza ígnea del faro, y no sólo sobre él. Déjese de hacer un día la tarea y el faro se reduce a simple torre enmudecida, inútil junto al mar oscuro y violentado.

Desde luego, evitar esa transmutación infame depende del farero, de tal modo que si éste no es el sabio solitario y alejado de las mundanas tentaciones que la imaginación construye sino, como es mucho más probable, un hombre formado de carne, hueso, historia previa, costumbres, juicios y prejuicios varios, inseguridad, envidias, generosidad impredecible y repentina, más todo aquello en que consiste la llamada condición humana; si el farero es ése, no se esperen bucolismos ni romanticismos trasnochados; estése prevenido, tanto como sea posible, contra la tormenta, que incluirá ráfagas de brisas homicidas, gaviotas agoreras, altas mareas alcohólicas circulando dentro de las venas, y que no parecerá querer terminar nunca.

Finalmente, multiplíquelo por dos: que no sea un farero solamente, ni la tempestad una sola, ni solitario el monstruo interno, y añádase el toque final consistente en algo arriba, en la parte superior del faro, que quienes no son fareros, desde su ignorancia, llamarán locura.

El faro, Robert Eggers, EU/Canadá, 2019. Reparto: Willem Defoe y Robert Pattinson.

 

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