Clarice Lispector y el fuego de la escritura

- Eve Gil - Sunday, 05 Jan 2020 07:48 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Semblanza de quien fuera tal vez la escritora brasileña por excelencia en el siglo pasado, que hizo del misterio “su premisa literaria y distintiva”, y que sin embargo a lo largo de su obra –Cerca del corazón salvaje, Felicidad clandestina, La hora de la estrella, La pasión según gh y Revelación de un mundo (compendio de sus crónicas periodísticas)–, transmitió de manera entrañable y a la vez severa la vida, sobre todo, de mujeres en las Antípodas de ella misma: las más marginadas o excluidas de la sociedad. Clarice Lispector nació en Chechelnyk, Ucrania, el 20 de diciembre de 1920 y murió en Río de Janeiro, el 9 de diciembre de 1977, a los cincuenta y seis años.

Nunca he visto nada más solitario que tener una idea original y nueva. No hay apoyo de nadie y uno apenas cree en sí mismo…
Clarice Lispector

 

Gonzalo Celorio me compartió una anécdota maravillosa: el autor favorito de Juan Rulfo, según le confió el propio autor de Pedro Páramo, no era, como se venía, y se sigue diciendo, William Faulkner, sino la brasileña Clarice Lispector. El dato me sacó de balance, aunque no debiera sorprenderme dados los temperamentos afines entre dos escritores silenciosos, enigmáticos, autoeclipsados como Rulfo y Lispector. “No soy del dominio público”, escribiría tajante la brasileña, en apariencia mucho más prolífica que Rulfo, forjadora de una obra a la que se caracteriza por una blindada intimidad… como si el misterio que nimbara la figura de Clarice fuera inherente a su escritura, cosa que ella confirma en sus crónicas periodísticas reunidas en Revelación de un mundo, donde casi nunca se refiere a sí misma como escritora: la actividad literaria es secundaria –complementaria, en el mejor de los casos– a otros aspectos de su vida como la maternidad, su vida doméstica y, principalmente, su fuerte conciencia social, que la llevó a denunciar innumerables injusticias cometidas por el gobierno brasileño contra ancianos, mujeres y estudiantes. Algunas de sus reflexiones en este sentido son absolutamente brillantes, escandalosamente francas (sí, ella que procuraba pasar inadvertida) y, por supuesto, polémicas.

Mujer secreta, más que discreta, reveló sin embargo el más poderoso secreto de seducción femenina: la marca de su perfume, el Scandal de Lanvín, que se pasaba por los rubios cabellos. El secreto es algo construido a conciencia, para ofrendar pedacitos.

Clarice Lispector se tituló como abogada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Río de Janeiro, en 1939, de la que se sentía orgullosa, hasta que se impusieron prácticas discriminatorias como aplicar un difícil examen de admisión a los aspirantes. Un momento que no olvida es el de un considerable grupo de jóvenes de ambos sexos abrazándose entre sí, sin conocerse, al no encontrar su nombre en las listas de “agraciados”, y uniéndose a la repartición de abrazos para luego escribir una furibunda diatriba sobre aquella canallada. Clarice ejerció por un tiempo el ejercicio de su carrera, hasta casarse con el diplomático Maury Gurgel Valente (que nunca menciona por su nombre en sus crónicas), aunque hay quienes afirman que lo hizo porque invariablemente salía llorando de sus entrevistas en prisión con las mujeres a quienes defendía. Publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje, que empezó a escribir a los diecinueve años, universitaria aún. Su matrimonio con el diplomático, sin embargo, le permitió viajar y escribir páginas brillantes acerca de esos viajes. Su hijo menor, Paulo, nació en Berna, Suiza. No hay indicios de que su esposo se haya opuesto al libre ejercicio de su escritura, pero en medio de una estancia europea, en 1959, Clarice, sola, viajó a Río donde buscó independizarse a través del periodismo.

Curiosamente, aunque habla poco del tema en sus crónicas, conocemos lo más íntimo de una mujer: su tierna relación con sus dos hijos varones, su tendencia a besarlos cuarenta veces a cada uno como buena madre de origen ruso. Episodios dolorosos de su adolescencia que dieron lugar a relatos como “Felicidad clandestina” (título, asimismo, de su tercer libro de cuentos, publicado en 1971); plantea una circunstancia que pudiera interpretarse como alegoría del despertar sexual de una adolescente, uno de sus temas más recurrentes. Si nos atenemos a una anécdota casi idéntica que aparece en su compilación de crónicas periodísticas, Revelación de un mundo, y al hecho de que la protagonista posee las mismas características físicas de la autora –alta, espigada y rubia– pudiéramos suponer que se trata de los pocos relatos autobiográficos de una mujer que hizo de la palabra misterio su premisa literaria y distintiva.

La protagonista de “Felicidad clandestina” tiene una amiga envidiosa cuya única gracia consiste en ser hija del dueño de una librería. Esta chica sin nombre mantiene en vilo a la jovencita rubia con la falsa promesa de prestarle, ¡algún día!, un libro titulado El reinado de naricita, de Monteiro Lobato, autor brasileño para niños y de los favoritos de Clarice, junto con Dostoievsky y Hesse. Tras someterse a una cadena de humillaciones a manos de la hija gorda del librero, la protagonista es rescatada por la madre de la malvada que termina prestándole, indefinidamente –esto es: regalándole– el libro en discordia. La frase final, como toda frase que cierra un relato de Clarice, arranca al lector algo más que el aliento: “Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.”

 

La más brasileña de los brasileños

Clarice Lispector, cuya enigmática mirada encierra la semisonrisa de la Gioconda, es la más brasileña de los escritores brasileños no obstante haber nacido en Chechelnyk, Ucrania, el 20 de diciembre de 1920, y pertenecer a una ortodoxa familia judeo-rusa con la que emigró a Recife, Pernabumco, contando la futura escritora sólo dos años. A los catorce, tras la muerte de su madre
que la dejó dolorosamente herida, Clarice y su padre emigraron a Río de Janeiro y la lectura se convirtió en su refugio a una pérdida que nunca consiguió superar. En alguna de sus crónicas –“Restos de carnaval”-, incluida también en Revelación… narra su infortunado debut en el tradicional carnaval donde le ilusionaba vestir su disfraz de rosa, estrenar un lanzaperfume y arrojar confeti por tres días consecutivos, con tan mala suerte que su madre convaleciente empeoró, y ella tuvo que correr a comprarle la medicina, arruinándose, por los estrujones de la multitud que danzaba en las calles, el delicado disfraz de papel.

La mayoría de los personajes de Lispector, sin embargo, son lo opuesta a ella, que pertenecía a una clase, digamos, algo más que pudiente; madre de dos niños inteligentísimos, ama de casa que no tenía reparos en emplear como sirvientas lo mismo a muchachitas semisalvajes que a señoras humildes de pomposo vocabulario que insistían en leer sus libros. Probablemente la más exacta antítesis de Clarice sea la conmovedora Macabea, protagonista de la novela publicada casi post mortem en 1977, La hora de la estrella (hecha película en 1985, dirigida por Suzana Amaral y actuada espléndidamente por Marcélia Cartaxio), una muchachita feúcha, tonta y analfabeta, con dudosos hábitos de higiene. Clarice, nos dice su devota secretaria Olga Borelli, no salía de su casa sin estar perfectamente acicalada, “el rímel negro, colocado con sutileza, aumentaba su oblicuidad y resaltaba el verde marítimo de sus ojos”, aunque la propia Clarice, en inusitado acto de generosidad para con sus lectoras –y algún lector curioso de los rituales de tocador de las damas– eleva sus propios secretos de belleza a rango de género literario. Cuando Clarice empezó a colaborar con el Jornal do Brasil, corría el año 1967 y acababa de sufrir el accidente que pudo terminar como el de Ingeborg Bachmann: se quedó dormida con un cigarro encendido y provocó un incendio que devoró gran parte de sus libros, lesionó su mano derecha –que estuvo a punto de perder– y la forzó a someterse a una serie de injertos de piel en una porción de su cuerpo, incluido el rostro. Debió resultarle devastador, aunque lo mencione como un incidente doméstico en alguno de sus escritos.

 

La pasión según Clarice

Durante siete años, Clarice hizo las delicias de lectores y lectoras periodísticos, de 1967 a 1973, que la abrumaban con cartas casi siempre amorosas, hasta que un día, sin decir agua viene, su última colaboración le fue devuelta con una escueta carta donde se le despedìa sin explicación. Para entonces ya Clarice había trascendido las fronteras de América Latina y era la autora, entre otras, de la entrañable La pasión según gh, novela sencilla en apariencia, que sin embargo parece escrita por alguien versado en la reflexión del mundo y del dolor. La protagonista es un artista plástica, escultora al parecer, que llega a desvencijado departamento de su propiedad. Su inesperado encuentro con una cucaracha desata una profunda indagación en su propia naturaleza. Inevitables las reminiscencias kafkianas. La compenetración de la narradora con aquel insecto, al que llega a mirar a los ojos y con el que establece una peculiar intimidad, induce a preguntarse si asistiremos a otra metamorfosis literaria… y en efecto: la mujer no vuelve a ser la misma después de compartir su soledad con un insecto al que ha intentado matar y opta por dejar agonizante, como para conservar al último escucha que le queda. Tan atormentada como sosegada es una artista realizada, sola, que acarrea la cicatriz de un aborto como Clarice, la de una cesárea, y la sal de las lágrimas de un amante. La abrumadora soledad de gh poco tendría que ver con la casa por donde entraban y salían sirvientas, amigos suyos y de sus hijos, lectoras que acudían a obsequiarle pasteles y suéteres tejidos exclusivamente para ella, etcétera.

Clarice, pues, centró su interés en las mujeres que nada tenían, ni siquiera la ilusión de comprarse un labial; vamos: ni una dentadura postiza; las que padecían la marginación social en mayor o menor grado –y ya sabemos que el catálogo de razones para marginar a una mujer es inabarcable–, y a través de ellas como personajes estableció una visión crítica del mundo al que pertenecía, esforzándose en sonreír dentro y fuera de sus muchas veces dolorosas líneas, o en medio de cenas diplomáticas. Probablemente haya sido la primera escritora latinoamericana que cobró conciencia del discurso misógino de sus contemporáneos y se dispuso a contrarrestarlo sin alharacas, con la sutileza del rasguño accidental, del “usted perdone”.

Clarice murió de cáncer ovárico en Río de Janeiro, el 9 de diciembre de 1977, a los 56 años y al poco de publicar la que sería su última novela (y mi favorita), La hora de la estrella, junto a su inseparable Olga, quien se aferraba a la mano marcada por el fuego y la escritura. La que siempre escribió entre llamas.

 

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