Jean Portante: de la poesía al periodismo y viceversa

- José Ángel Leyva - Sunday, 05 Jan 2020 07:44 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Semblanza crítica de un poeta marcado y, acaso habría de añadirse, impulsado también por la diversidad de lenguas que lo forjan –italiano, alemán, francés, luxemburgués, español e inglés–, y que ejerce en su obra narrativa, poética y de traductor; eso lo convierte en extranjero en cada una pero, en cada una también, encuentra una patria, un origen.

Jean Portante es poeta, narrador, ensayista, traductor y un trotamundos insaciable. Es políglota y ejerce una escritura transversal que va del periodismo a diversos géneros literarios y a la poesía. Un discurso cuya respiración y estética se reconoce lo mismo en los versos que en los relatos, las preocupaciones existenciales e intelectuales emergen con semejante poder en las historias y en las imágenes, lo épico deviene lírico y lo lírico deriva en canto.

Amin Maalouf, en Les identités meurtrières (Las identidades asesinas), afirma que en los migrantes y en los hijos de los migrantes no domina una identidad específica, una pertenencia exclusiva, pues ellos son la suma de todas las pertenencias e historias que los constituyen, y se irán agregando. La identidad del migrante no es, sostiene Maalouf, la predominancia de uno u otro rasgo cultural, sino la pluralidad en su conjunto: el pasado, el presente, el mañana. Si bien se reconoce en las huellas, también se revela en los vientos que las borran, en la marcha de sus deseos y sus nuevas expresiones. Su identidad está en el ser que suma y resta biografías. En Jean Portante la traducción es su identidad no sólo profesional y cotidiana, es también su poética, su lengua materna y el modo de comunicar esos límites de lo humano, o como refiere Antonio Gamoneda, de expresarse en el modo irregular del lenguaje, es decir, en la escritura y en el habla de la poesía.

Portante suele señalar al italiano como lengua materna, como lengua de leche, oral, musical, al alemán y el francés como idiomas escolares y al luxemburgués como el habla de la calle, pero es el francés el que dicta y organiza su escritura en la resonancia de sus orígenes lingüísticos. A su memoria se agregó el español, en el que amó y soñó durante varios años en Cuba y continúa transitando de la Isla al continente por países hispanohablantes. El inglés habla también en su cabeza. Portante es, de algún modo, extranjero en todos sus idiomas, a la vez que en cada uno de ellos sentirá una patria, donde nace y renace, donde fija pertenencia y la abandona. Esa identidad múltiple y unitaria a la vez se la dio la poesía.

La poesía puede ser una ballena, un cetáceo, por qué no, pero es ante todo un lenguaje en el que el poeta expresa su condición de migrante y de extrañeza, de residencia y mudanza continuas. Jean viaja con su Ítaca en la boca y en el pecho. Desde allí, desde esa conciencia, nos traduce la verdadera musicalidad del origen; desde la imposibilidad de convertir en palabras la vivencia profunda y turbulenta, sosegada y reveladora de los cambios: “Lo que se ve tiene sol en los ojos/ y de su boca sale un país que camina por el agua/… / Las estrellas lloran y sus lágrimas /antes de evaporarse forman ríos tristes” (“No se ve cuando la mañana”).

En la poesía de Jean Portante, sobre todo en los poemas reunidos en La reinvención del olvido, publicado en México por La Otra, quizás su primer libro mexicano, no sé si latinoamericano, la imagen del gigante cetáceo es el territorio donde crecen los significados. Ese mundanal dominio que uno encuentra en su novela La memoria de la ballena –que dialoga en lo profundo con su poemario (Le travail de la baleine) El trabajo de la ballena–, publicada en su natal Luxemburgo, ambientada en Italia y escrita en francés en varias partes del mundo. Algo semejante sucede en su obra narrativa más reciente, Leonardo, donde dos realidades se reencuentran en el olvido de la guerra. Podemos constatar, en su trasiego de palabras, una genealogía de imágenes apegadas al olvido, más que a la memoria. El surco en la tierra puede no sólo ser sembrado sino transfigurado en estela de barquilla, en cauda de aeronave, y en todas podremos descubrir la semilla y el signo de otro tiempo, el brote, las ramas, los frutos de la espera.

Ese vínculo entre las dimensiones terrestres y las marinas vuelven con mayor énfasis en obras recientemente publicadas como La reinvención de la sombra, La tristeza cósmica y Concepciones. Los tres replantean no un retorno al pasado ideal, al paraíso perdido, sino una revisitación luminosa y álgida con la patria y la lengua de sus antepasados, con sus pobrezas y su carencia de futuros. No es nostalgia ni arqueología en busca de antepasados ni de sitios, es sólo la melodía inaudita de las cosas que se hacen ver y sentir, que huelen la respiración de quien las nombra en el fondo del olvido.

En la poesía de Jean no hay certezas, tampoco un tejido de dudas, hay determinaciones y convicciones de búsqueda, corazonadas y hallazgos semánticos, aprendizajes bien digeridos, con certeza de sus maestros involuntarios a los que ha traducido con fervor, y le han revelado secretos de cocina que él ha experimentado con su propia sazón. Su discurso literario en general se instala en los abismos del origen o de los orígenes y sus consecuencias. Insiste en la indagación de la fuentes reales o imaginarias, en la historia afectiva y en la historia con mayúsculas. Todo juega en su favor, desde los diálogos con su madre en el lecho de agonía, hundida en el coma, para reconfortar el alma ante la despedida del ser que lo trajo al mundo, de la madre lengua, de la madre oral, de la madre memoria. El nombre de la madre, Concepción, empuja el título de esas charlas de hospital, de esos Portanteos que dialogan con la luz desde las sombras, en esa oscuridad que refresca la memoria y enseña el camino.

Ni su natal Luxemburgo ni la Francia donde radica le dieron otros idiomas, sino el pulmón con el que escribe la Reinvención de la sombra, para hacernos sentir con el lenguaje la fuerza telúrica, la destrucción sísmica en el Abruzzo, particularmente en San Demetrio, el pueblo de sus antepasados reducido a escombros. La tristeza cósmica sacude con violencia el estupor y la dolencia para dejarse llevar por el túnel de las sombras y abrirse hacia un horizonte oculto en un yo-nosotros, hacia un diario de olvidos que ya se sienten y se escuchan, se ven, se escriben.

 

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