Buenos muchachos: el lado oscuro del sueño americano

- Moisés Elías Fuentes - Sunday, 12 Jan 2020 09:29 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Dirigido por Martin Scorsese y estrenado en 1990, Buenos muchachos (Goodfellas), se basó en Wiseguy, libro de investigación de Nicholas Pileggi (adaptado al cine por él mismo y el director), para revisar la vida delincuencial de Henry Hill, que se inició en 1955 y colapsó en 1980, paralela al capitalismo estadunidense, que arribó a su época dorada de la mano del Estado benefactor en la década de 1950 y entró en decadencia en la de 1980, cuando las políticas neoliberales desmantelaron el viejo Estado.

I

Para mí, ser un gánster era mejor que ser presidente de los Estados Unidos”, afirma la voz en off del adulto Henry Hill, en tanto que un close-up devela la mirada de Henry niño, admirado del despotismo de los gánsteres reunidos del otro lado de la acera, el lado donde quisiera estar, y no en el hacinamiento de furias y carencias que es su familia. Palpable, en el embeleso del niño Henry por los mafiosos se cifra la decepción de las clases trabajadoras que, en lugar de la redención social prometida por el éxito económico, colectan sólo desdichas en el boyante Estados Unidos de 1955, cuando el sueño americano parecía al alcance de quien lo quisiera.

Nacido en Nueva York en 1942, en su niñez el director italoamericano de Buenos muchachos, Martin Scorsese, padeció asma, por lo que durante años se relacionó con el mundo exterior a través de la ventana de su casa y de las salas de cine. Aislado, el niño Scorsese agudizó su percepción del barrio en que vivía, la Little Italy, lo que se refleja en la desenvoltura con que reproduce el microcosmos gangsteril en Buenos muchachos, que se ubica en el ya desaparecido barrio. Pero, además, el futuro cineasta desde temprano aprendió a leer tanto el lenguaje general del cine como los recursos estilísticos personales de varios de los maestros surgidos en el primer medio siglo de cine estadunidense (Orson Welles, John Ford, King Vidor, Billy Wilder, por citar algunos).

Narrada a dos voces por Hill (Ray Liotta), y su esposa Karen (Lorraine Bracco), Buenos muchachos ofrece dos puntos de vista que, si bien procedentes de estratos sociales opuestos (él, de los barrios bajos; ella, de la clase media alta), tienen en común el retrato desinhibido de la vida gangsteril, tanto en su aspecto externo como interno (El subtítulo de Wiseguy es Life in a Mafia Family (La vida de una familia mafiosa). Por ello, mientras Henry detalla las intimidades del crimen y exalta la “viveza” de los wiseguys (“Si queríamos algo, lo tomábamos”), Karen devela la doble moral de la sociedad estadunidense ante la mafia. Así, cuando Henry le da a guardar un revólver ensangrentado, ella comenta: “Conozco mujeres, como mis mejores amigas, que dejarían al novio si les pidiera esconder un arma. Pero yo no, y para ser sincera, lo que hizo fue excitarme.” La sociedad que se avergüenza del submundo gangsteril y lo tilda de excrecencia social, es la misma que se enorgullece de su existencia y lo reviste de aura romántica.

Al describir sus inicios en el crimen, Henry asevera: “Vivía en una fantasía”, y en esa fantasía gozaba de la amistad de Jimmy (Robert De Niro) y Tommy (Joe Pesci), a más de la tutela de los hermanos Cicero, Tuddy (Frank Di Leo) y Paulie (Paul Sorvino), los mafiosos tan por encima de “esa gente buena con salarios de mierda”, es decir, la clase asalariada a la que desprecian porque ellos mismos proceden de ella, lo que los reduce a individuos sin sentido de pertenencia, toda vez que tampoco encajan en la clase pudiente.

II

Sólido conocedor del cine de gánsteres y del noir, Scorsese ha estudiado a profundidad la preeminencia de la imagen sobre la trama en aquéllos, lo que sirvió a diversos directores para transgredir (así fuera tímidamente) las limitaciones establecidas por el rígido control ejercido por los magnates de la industria y los censores de los poderosos lobbies conservadores. Además, Scorsese padeció tales limitaciones en La última tentación de Cristo, filme que le significó un conflicto con la jerarquía de la Iglesia católica, así como con una pléyade de ejecutivos cinematográficos ultraconservadores.

Con base en la idealización del submundo delictivo inserta en el relato de los Hill, Scorsese cimentó un magistral contrarrelato, no apoyado en posturas admonitorias, sino emergente del entorno pandilleril, lo que devino homenaje a grandes directores del cine gangsteril y del noir, como Raoul Walsh, Howard Hawks o Anthony Mann, quienes rara vez eludieron la inclusión, en sus filmes, de la moralina pacata exigida por la censura y los estudios. Sin referirse al conflicto, el cineasta evidencia
que no se requiere imponer a los espectadores juicios prefabricados, sino admitirles la formación de sus pr
opios juicios de valores, según sus recepciones individuales del discurso fílmico.

A partir de la “ausencia de moral” en la trama, Scorsese permitió al entorno develar el progresivo deterioro anímico de los personajes, de ahí que los decorados de Maher Ahmad y el vestuario de Richard Bruno se vuelven discursos por sí mismos. Tenemos, por ejemplo, la ramplona decoración en la segunda residencia de los Hill, que expone el declive de Karen, quien cede a lo que antes calificaba de vulgar, o las ostentosas ropas, que mal esconden el complejo de inferioridad y la pobreza existencial de los personajes.

En este contrarrelato sensorial, Scorsese contó con la fotografía del ya fallecido Michael Ballhaus, quien no sólo dinamizó la narrativa con una ágil mixtura de planos (medios, en picada, en contrapicada, americanos, conjuntos, etcétera), a la que dio relieve a través de un finísimo trato de la profundidad de campo, sino que logró una atmósfera permanentemente luminosa, con fuentes de luz inesperadas como el brillo de un automóvil o los destellos de disparos. De esta forma, el discurso visual reitera que los crímenes y delitos se cometen a plena luz, hechos que es inútil ocultar, porque también componen la realidad social.

Claro está, la plasticidad fotográfica de Ballhaus habría quedado en preciosismo hueco, de no ser por el montaje de Thelma Schoonmaker, editora habitual de Scorsese. Desde aquel entonces experimentada en el oficio, Schoonmaker contrapunteó el montaje clásico con otros montajes (paralelo, expresivo, sintético), por lo que el filme, a pesar de sus 146 minutos de duración, destaca por el ritmo narrativo acelerado, por la precisión del raccord y, sobre todo, por la relación dialéctica establecida entre las imágenes y las acciones.

Sustentado en la colaboración de Ballhaus y Schoonmaker, Scorsese pudo moldear momentos tan notables como la brutal golpiza al jefe pandillero Batts (Frank Vincent), el asesinato de Tommy el día de su iniciación como jefe, la jornada de Henry vigilado por un helicóptero del fbi y, en especial, el plano secuencia de los Hill al entrar al centro nocturno a través de la cocina, verdadero alarde de virtuosismo técnico y narrativo.

Musicómano, Scorsese es de los directores que mejor aprovecha la música como elemento narrativo, por lo que la ecléctica banda sonora de Buenos muchachos es un recorrido por tres décadas en la historia de la música popular estadounidense, que arranca con “Rags the riches” de Tony Bennett y cierra con “My Way”, de Frank Sinatra, en la versión punk de Sid Vicious. Recorrido histórico, que no cronológico, porque la banda sonora, como la narración, desdeña la linealidad en favor de la importancia dramática de los hechos.

Señalé antes que con Buenos muchachos Scorsese homenajeó a varios directores surgidos durante el primer medio siglo del cine estadunidense. Agrego ahora que con el homenaje el italoamericano se desafió a sí mismo, toda vez que se impuso relatar un filme de gánsteres en clave de documental, a sabiendas de que es quizá el género fílmico menos apreciado en Estados Unidos. Y el cineasta resolvió de manera admirable el desafío, al enlazar las numerosas referencias a los recursos narrativos de sus admirados directores, con el aire de docudrama que adquiere el filme debido al relato testimonial del protagonista.

Esta conexión de elementos resuelve la limitación impuesta por los relatos en primera persona de los Hill, pues, si por un lado observamos los hechos y los personajes desde su óptica, por otro atisbamos que las acciones desdicen tales relatos, de modo que, a pesar del predominio de las traiciones y las suspicacias a medida que avanza la historia, Henry y Karen insisten en nombrar con hipocorísticos a quienes los han abandonado, como si tuvieran aún lazos de confianza y lealtad.

Tal contradicción es la que muestra la precariedad emocional y ética de los goodfellas, misma que se halla presente, aunque agazapada, en la base de su ascenso y su triunfo, y que les traza el camino hacia la final derrota, por lo demás determinada desde el instante en que creyeron en la existencia del sueño americano y en la posibilidad de alcanzarlo, así fuera accediendo por la puerta trasera (como Henry y Karen en el centro nocturno), pero sin entrever que la ansiada redención económica es irrealizable en el capitalismo estadunidense, que canibaliza a su propio tejido social para sobrevivir.

Para cuando se estrenó Buenos muchachos, Scorsese ya contaba en su haber trabajos como Taxi Driver, Toro salvaje, El rey de la comedia y Después de hora, títulos en que desenvolvió innovaciones creativas tales que parecían insuperables. Sin embargo, si algo dejó en claro Buenos muchachos en su año de estreno, y reitera treinta años después, es la capacidad de Martin Scorsese para reinventarse en cuanto artista, y para reinventar el cine de gánsteres, uno de los géneros cinematográficos auténticamente estadunidenses, es decir, el talento del italoamericano para reimaginar el cine de su país y para re-imaginar el cine.

 

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