Camino privado / Odysseas Elytis

- Odysseas Elytis - Sunday, 12 Jan 2020 09:56 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

II

Vengo de lejos. Las recolectoras de azafrán de Tera van a mi lado, y cerca, llevadas por el viento del norte, las Santas Mujeres, bellas entre sus rosales y el reflejo dorado de los ángeles. En el camino me llené de tierra amarillenta, rojiza, café, de estrías de piedras oscuras, azules y moradas, como las que se ven navegando por las costas de Kitnos en agosto. Una felicidad de los ojos que es también del oído, del tacto y de la mente, pues la naturaleza puede estudiarse a la vez por todas partes, hasta que al final la asimile nuestra segunda sustancia, la que a veces sabe ser receptora de cosas excepcionalmente importantes y de un modo maravilloso incomprensibles. He ahí por qué agradezco a los pintores. Por el agradecimiento que también muestran ellos ante la materia y las posibilidades que les ofrece de transfigurarla y conferirle un aire de –no temamos el término– inmortalidad.

La realidad estable, definida, no revocable, se debe a sus manos que, muchas veces, al desplazar algo mínimo, desprenden la sensación del objeto que la provoca, la manejan de un modo distinto y a los demás nos descubren un plano del mundo más real, si se puede decir eso. Y que, sin embargo, es verdad. Un poco más a la derecha, más arriba, un poco más de rojo, de amarillo y he ahí: la lucecita se enciende en el Paraíso de los que entienden.

Alguna vez, es verdad, ocurre que esa lucecita se te enciende sin que nada lo justifique; ni tu educación ni tus tendencias naturales. Y te quedas con una sensación de clandestinidad dentro del Paraíso, hasta que un día te es dado entender, con la experiencia y el conocimiento, que no eras tú sino el asunto en cuestión el portador de una forma que podría calificarse de paradójica.

Eso es lo que me sucedió con el cubismo en los años de mi primera juventud. Ni siquiera en el breve período en el que por un momento rocé el materialismo histórico y su facilidad para interpretarlo todo; hubiera sido más natural. Sino más tarde, cuando con el mismo fanatismo me encontré en el extremo opuesto y rechazaba tanto la concepción de que la vida no es un don, que llegué al punto de soñar para el hombre una nueva Cuaresma en la que ayunara de los frutos de la modernidad y se mantuviera sólo con el concepto elemental de las cosas y su prolongación metafísica.

¿Cómo fue posible entonces que me encendiera la lucecita una Escuela registrada por los historiadores en los anales del materialismo más extremo? Pues sí. En la obra de los pintores de aquella época encontraba –qué curioso– exactamente lo que buscaba: el objeto limpio de su naturaleza anecdótica; su forma, su estructura y su vínculo con algo, tal vez inesperado, pero igualmente sometido a una geometría invisible. Y la materia también, como la concebía. No como consumidor, sino como un iniciado de los sentidos; no como colector de cualidades útiles, sino como exégeta de formas y figuras.

Con el cubismo, la idea de representatividad como concepción se había desplazado, por no decir elevado, a un nivel paralelo al de los egipcios o de los cretenses de Minos en los que el llamado “modelo” no tenía la importancia que hoy le damos. Picasso –por recurrir a Las Señoritas de Avignon– no sólo había eliminado con esta obra la descripción psicológica y el claroscuro. Esencialmente había anulado el “modelo” o, si se prefiere, lo había rebajado a simple pretexto. Ya no importaba tal guitarra o tal mesa, sino la guitarra, la mesa, y así sucesivamente. La botella y no “la botella de Banyuls”, los caracteres tipográficos de un periódico y no el Journal o L’Independant; un paisaje con casas y no el “paisaje de Horta de Ebro”. Esto tenía importancia.

La austeridad y el ascetismo que exhalaban las obras de Braque (antes de llegar al período analítico), de Juan Gris, de Léger, literalmente plasmaban un ideal mío. Manifestaban una ruptura con la ambición de plasmar la realidad de la ilusión de óptica y una voluntad de captar el objeto en su verdad estructural, tal y como lo contempla la mente en el orden cósmico.

Y aquí, claro, puede uno preguntarse: ¿Para qué todo esto? ¿Qué significa el mito? Respondo. Primero, confianza en la lucecita, que elude con saltos los procesos cerebrales y capta a la primera lo que al estudioso le lleva años aclarar y clasificar dentro de sí. Segundo, que el amor a la materia no tiene ninguna relación con la concepción materialista de la vida. Y tercero, que aquello que entendían nuestros antepasados cuando decían: “cada quien según sienta” continúa siendo válido, aunque a veces conduzca a un (insisto en el término) aparente e inaceptable absurdo. Así es. Cada quien según sienta, como se sienta.

 

Versión de Francisco Torres Córdova

 

 

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