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- José María Espinasa - Sunday, 12 Jan 2020 09:55 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Traducir a Rimbaud

 

Traducir a Rimbaud es, desde luego, un despropósito, pero para que están los despropósitos si no para cumplirlos. José Luis Rivas es lo que llamo un traductor voraz, hambriento, que se come todo en la bacanal de la escritura. Las traducciones de Rimbaud que hoy comento tienen su historia. Hace veinte años apareció en la unam la obra poética acompañada de una correspondencia escogida en una edición bilingüe, bonita aunque no muy funcional (si no recuerdo mal esa edición fue hecha como regalo del rector, pero con los años el libro empezó a circular en librerías).

Me suele suceder con las traducciones que hace José Luis Rivas: sintonizo con ellas, me siento un poco partícipe en el despropósito. Entonces las versiones las firmaba él junto a Frederic Yves Jeannet, revisadas por Juan Carlos Rodríguez a. y en una edición de Marc Cheymol. Las de hoy son distintas, separadas en Iluminaciones y Una temporada en el infierno, la primera con el clásico prefacio de Verlaine y un texto de Félix Féneton, y la segunda también con un texto de Verlaine, ambas bilingües, no sólo porque son más cómodas para su lectura sino porque el traductor, ahora en solitario, ha seguido trabajando sobre ellas y apropiándose de su tono, refleja bien la actitud del traductor que podría decir, parafraseando a Valery, que la traducción nunca se termina, se abandona. A veces la elección de un término puede resultar clave.

Pongo un ejemplo sencillo: la sustitución en “El barco ebrio” de blanco por dianas, no sólo se usa una palabra diferente sino que se pasa al plural. En la misma primera estrofa otro cambio, más radical: “Sentí que no me guiaban los hombres a la sirga” se transforma en “sentí que no me guiaban ya mis remolcadores”. No sólo es más sencilla la segunda versión sino que, además, se imprime otra tensión a la acción con el “mis” que señala propiedad. ¿Cuál corresponde mejor al original? La pregunta debe hacerse, sobre todo en un autor que tiene un rango mítico, de otra manera: ¿Cuál es la que para mí, lector, es más Rimbaud? No se trata de una pregunta filológica sino de una sentimental.

El Rimbaud juvenil (¿es que hay otro?) es, pienso, más retórico, como en la primera versión, pero el Rimbaud que yo leo es más directo, como en la segunda. Ese horizonte está más allá, su condición es ser inalcanzable y que no hay versión definitiva aunque haya original definitivo. Así la famosa maldición de Babel es en realidad condición del habla: no hubo, no hay, no habrá nunca una sola lengua salvo si nos quedamos mudos. Lo que pasaba es que en el paraíso las sabíamos todas y cuando fuimos expulsados nos tocó aprenderlas, primero de nuestra madre y, luego, de nuestra vocación. Ese luego tiene miga, pues implica una secuencia, una temporalidad. Y de allí la famosa ambigüedad de la translación lingüística. Un ejemplo simple: una temporada como una estación, o una temporada como un fragmento de tiempo. Pasar una temporada con alguien o pasar el verano, de allí el hilo hila rápido: una estación de tren, una temporada de caza. Los que reflexionan sobre la labor de traducción dicen que lo ideal es alguien que conozca muy bien la lengua de partida y muy bien la lengua de llegada, pero hay que agregarle también que tenga una sensibilidad extrema para, más allá del conocimiento, percibir las vibraciones del idioma en el acto mismo de comunicar, de nombrar. Rivas tiene este último elemento de forma acentuada. Coloquialmente se dice que sabe oír al poema.

Traducir a Rimbaud es huir con él, es vivir ese descenso, aunque también transformarlo en ascenso. Para Rivas el desplazamiento de Rimbaud es una búsqueda de la luz, no un ángel que cae sino un demonio que asciende. Cuando el ángel caído –Luzbel- busca de nuevo su cielo no busca volver de nuevo a ser un ángel sino un hombre.

 

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