Historia de una novela maldita: Cristo de nuevo crucificado, de Nikos Kazantzakis

- David Noria - Sunday, 12 Jan 2020 09:27 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Este artículo se ocupa de una de las novelas más representativas del gran y controvertido novelista y poeta griego Nikos Kazantzakis (Creta, 18 de febrero de 1883-Alemania, 6 de octubre de 1957), en la que se plantean algunas de las ideas esenciales para el análisis y la crítica del pensamiento del cristianismo aún vigentes en el contexto de las luchas sociales modernas.

Desde sus orígenes en el período helenístico ha sido propio de la novela, entendida primariamente como la narración llana (prosística) de aventuras y enredos, incorporar varios géneros, entendidos éstos a su vez como los modos predilectos por la tradición letrada en que se expresan ciertos tópicos o temas. En la literatura, es sabido, no existe el progreso. Los personajes de Aquiles Tacio que visitan Alejandría o las fantasías de Luciano tienen ya la densidad y el ingenio de un Julio Verne o un Bioy Casares. Podría decirse, sin embargo, que la novela del Quijote (siglo xvii), paradigmática como es, ostentó una novedosa diversidad de géneros, a partir de lo cual la novela incorporó con más decisión a su narración recursos antes celosos: pasajes líricos y poéticos, sátira, crítica literaria, descripción psicológica y más recientemente el llamado flujo de conciencia. El Wilhelm Meister (siglo xviii) de Goethe podría ser otro ejemplo de lo mismo. Todo será la novela menos monódica. En este entendido, la novela Cristo de nuevo crucificado de Nikos Kazantzakis, publicada en 1948, está edificada como un mosaico donde se congregan varios siglos de tradición literaria al servicio de una paráfrasis evangélica.*

En un típico pueblo griego llamado Licovrisí (pequeño, rural y parroquiano), el sacerdote y los hombres notables han elegido a los ciudadanos que representarán los personajes de la Pasión de Cristo en la próxima Semana Santa, según es la costumbre. En esto, los sobrevivientes de otro pueblo recién devastado por los turcos llegan huyendo guiados por su párroco llamado Fotis, que pide auxilio a sus hermanos cristianos y paisanos griegos. Así, el tránsito de un pueblo perseguido por los infieles da pie al argumento de la novela (un nuevo Éxodo, para decirlo de una vez). El párroco de Licovrisí, Grigoris, se niega a aceptarlos en su pueblo y los despide a su suerte. A partir de entonces, la novela seguirá a los aldeanos elegidos de Licovrisí en su modo de luchar contra la injusticia y en su paulatina investidura como “auténticos cristianos”, que no es sino su transformación en los personajes que representan. Se desarrollan entonces en el relato dos planos paralelos: uno y otro pueblo, el asentado y opulento, y el pobre e itinerante. A medida que los elegidos se convierten desde dentro al mensaje evangélico, entran en conflicto con los de su propia aldea, que viven un “cristianismo superficial” –empezando por su propio párroco. Ante la sistemática negativa de los de Licrovisí a socorrer a los necesitados, el nuevo Cristo que es un pastor y sus discípulos y amigos hacen una revolución en el pueblo y por la fuerza dan de comer a los necesitados, castigando la impiedad de los avaros e indolentes, quemando sus propiedades y repartiendo los despojos entre los pobres.

 

La disputa

Al encontrarse por primera vez en la plaza del pueblo Licovrisí, ambos párrocos discuten la posibilidad de un asilo. Como pastores de hombres que son, habla cada uno por su comunidad con la autoridad de que está investido, representada por los objetos que sostienen, un Evangelio y una cruz. El diálogo, que se realiza frente a frente en la plaza pública, mientras todos escuchan alrededor de ellos, es más que un recuerdo de la Ilíada. Allí también Agamemnón, “pastor de hombres”, está en una asamblea pública discutiendo de frente con Aquiles, sosteniendo el cetro de autoridad mientras los soldados callan alrededor. Y así el pope Grigoris, como Agamemnón (ambos descritos como macizos de cuerpo y de ánimo codicioso), se vale de una argucia para lograr su cometido: al ver caer muerta por el hambre a una mujer de los refugiados mientras dialoga con su par, inventa en voz alta que ellos portan la peste del cólera: valiéndose del miedo, expulsa a los intrusos sin que los de Licovrisí, que prácticamente ya estaban del lado de aquéllos, se le rebelen por actuar de manera ruin y poco cristiana. Agamemnón, por su parte, había ocultado la desmesura de haber raptado a Crisa cuando fue interpelado por Aquiles en la asamblea, recurriendo a la argucia –que Eduardo Nicol ha llamado el primer acto de cinismo político– de echar en cara a los soldados el honor mancillado de los griegos (de su hermano, en realidad) como motivo de las desgracias de la guerra. Ambos duelos verbales ocurren prácticamente al inicio de ambos relatos, en el primer libro de la Ilíada y en el segundo capítulo de la novela. Los pareceres encontrados y la separación son causa de los hechos que se irán desarrollando.

 

La helenización del Cristo

Previsiblemente, el pastor Manolios logra su anhelda transubstanciación en Cristo con su propia muerte. El agá turco, gobernador de Licovrisí y nuevo Poncio Pilatos, lo entrega a los lobos de su propia aldea y raza, que reclaman la sangre de este agitador.

No por crucifixión, finalmente costumbre romana, sino por el muy helénico sparagmós o destazamiento ritual, Manolios es asesinado por la turba:

 

Ya la multitud se había precipitado sobre Manolios; salpicó la sangre, roció las caras y algunas gotas calientes y saladas cayeron sobre los labios del pope Grigoris. [...] La muchedumbre, ebria al olor de la sangre, se echó como bestia sobre el cuerpo jadeante; al incorporarse algunos tenían los labios ensangrentados; el viejo avaro Ladas mordía con su boca desdentada la garganta de Manolios y se esforzaba por arrancarle un pedazo de carne. Panayotaros limpió el puñal en sus cabellos rojos y untó con sangre su jeta feroz, gritando:

–¡Tú me has desgarrado el corazón, Manolios, yo te he matado; estoy vengado!

El pope Grigoris se inclinó, llenó el cuenco de la mano con sangre y asperjando con ella a la multitud, exclamó:

–¡Que su sangre caiga sobre todas nuestras cabezas!

Todos recibieron las gotas de sangre, estremecidos. (Cap. xxi)

 

Esta manía de sangre colectiva es la trasposición de aquella a que se refieren los mitos de la Grecia antigua, efectuados durante el rito del destazamiento, según testimonia Eurípides en sus Bacantes (ca. 405 ante), donde ni siquiera Ágave, la madre de la víctima, el rey Penteo, acierta a reconocerlo mientras lo devora en compañía de otras mujeres poseídas por Dioniso.

A su vez, este episodio revive una vieja idea sobre la Eucaristía, alimentada lo mismo por los antiguos paganos que por los propios apologetas cristianos: la comunión como canibalismo. “Comer el cuerpo y beber la sangre de Dios” fue a no dudarlo una frase que escandalizó a griegos y romanos en la Antigüedad, y que traía a los cristianos otro motivo de infamia. Y sin embargo, fue esta ingestión de la divinidad la que unió en muchas mentes y plumas las identidades de Dioniso y de Cristo, idea que se convertiría, alternativamente, en una herejía de cajón o posteriormente en un argumento de las “influencias” y “sincretismos” entrevistos por la antropología.

Por lo demás, en esta empresa de “helenizar” el mito cristiano hasta en la forma de morir, es notorio y hasta natural que la propia palabra “Cristo” (el ungido) resuene en toda la novela como la palabra griega que es.

La tentación de Kazantzakis

A través de la constante ridiculización de los turcos –como iracundos y homosexuales–, del párroco del pueblo –despótico, mezquino y glotón–, de los notables –rastreros, ladinos y cobardes–, Kazantzakis elabora una novela maniquea donde la bondad es abrigada únicamente y no sin carácter plañidero por los pobres y desposeídos, al paso que todos los vicios son propios de los potentados y terratenientes. Para su tiempo, Cristo de nuevo crucificado pudo leerse entonces como una especie de panfleto leninista para creyentes. El texto encara así la renovada aporía del cristianismo en el siglo xx: para no ser más “el opio del pueblo”, la religión deviene guerrilla libertaria en aquellas zonas del mundo a las que el comunismo lanzaría una consigna revolucionaria.

Tratando de responder en sus términos a esta exigencia de los tiempos, el cristianismo tomará posiciones “de conciencia social” (derechos laborales, sindicatos, etcétera) desde la encíclica De rerum novarum (1891) y notablemente con el Concilio Vaticano II (1962). En América Latina entonces el cristianismo, como en la novela, interpretará alternativamente los consabidos papeles de una historia edificante: ruines por un lado, los clérigos pertenecen a la clase opresora de las conciencias, coludida con los oligarcas; y por el otro, los héroes y mártires de una izquierda con fusil. A la larga lista entre quienes figuran los nombres del colombiano Camilo Torres (1929-1966) y el argentino Juan Ramón Moreno (1933-1989), sacerdotes asesinados por la violencia política y elementos del campo semántico llamado teología de la liberación, se añade también el de monseñor Arnulfo Romero (1917-1980), canonizado recientemente por Jorge Mario Bergoglio –Francisco, en recuerdo del poverello de Asís del que precisamente Kazantzakis escribió una biografía–, dando a entender que el rumbo de la Iglesia se ha sacudido los reparos de Wojtyla, Ratzinger y los “tradicionalistas”. Estos mártires sangrantes del pasado inmediato y los protagonistas de la novela –Manolios y el padre Fotis– diluyen sus contornos hasta aparecer, según la fórmula, como “otros cristos”.

Que la razón y la justicia están invariablemente del lado de los pobres como en la novela de Kazantzakis es una idea peligrosa. Así, en el relato, cuando los nuevos apóstoles han agotado los medios para ayudar a los desposeídos, conspiran enardecidos en una gruta de la sierra, mientras “semejantes a dos carbones brillaban los ojos del pope”:

 

–Entonces, ¿la guerra? –aseveró Michaelis atemorizado.

–¡La guerra! – reafirmó el pope Fotis–; la guerra santa. Primeramente fue contra los turcos y los agás; ahora es contra los nuestros, los ricos y notables. Éstos son los peores. Pero Cristo, el divino desharrapado, está con nosotros.

Y volviéndose a Manolios, continuó:

–Porque créeme, querido Manolios, Cristo no es siempre aquel que tú has tallado en cierta ocasión; benigno, acomodaticio, pacífico, presentando la otra mejilla para que lo abofeteasen. No. También es un guerrero, resuelto, que avanza y al que siguen todos los desheredados de la tierra. “¿Creéis que he venido a traer la paz al mundo? He venido a prenderle fuego; ¡tengo una espada”. ¿De quién son estas palabras? De Cristo. De aquí en adelante, ¡ése es el rostro de nuestro Cristo, Manolios! Está bien el ser corderos pero cuando se está cercado de lobos, es mejor ser leones. (Cap. xviii)

 

Los personajes de Kazantzákis ceden ante el Ágios Pólemos (o Yihad o Guerra Santa), que habita, latente o patente, el corazón totémico del judaísmo, el cristianismo y el islam, para al cabo perpetrar la devastación y matanza de una aldea de “compatriotas griegos y hermanos cristianos”, justificadas en una mística revolucionaria y en la palabra del Evangelio... tal como los turcos en la de Alá, u otros en el destino proletario.

Azuzados sus fantasmas, el cristianismo que nos muestra Kazantzakis, cuyo correlato histórico cobra fuerza y prestigio en nuestros tiempos bajo la ilusión de una tendencia “de avanzada”, inquieta hoy como ayer los todavía incipientes, inciertos pasos de la Ilustración y de la laicidad, que no podrían otorgar, a priori, la razón a nadie y mucho menos el sentido de la historia l

 

*Existen dos traducciones al español: de José Luis de Izquierdo Hernández, ediciones Carlos Lolhé, Buenos Aires, sexta edición, 1956; misma traducción en Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1988; traducción de Selma Ancira, Acantilado, Barcelona, 2019. Las citas se toman de la primera

 

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