Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 12 Jan 2020 09:54 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

El zumbido incesante

Uno de los placeres de mi juventud era leer el periódico en las mañanas. Lo viví como un gesto adulto nimbado con un aura de sofisticación. Recuerdo el sonido del periódico cayendo dentro del patio: un recordatorio de la actividad incesante de la ciudad, un aviso urbano de que ya era otro día.

Fue una de las formas en las que busqué diferenciarme de mi madre y mis tías: leer un periódico distinto al que se leía en la casa. Las adultas de mi familia compraban revistas y sólo hojeaban el diario los fines de semana. Mi madre leía a ciertos articulistas, pero todo dependía de si mi padre se llevaba el Excélsior a la oficina.

Yo quería leer todo y hacerme de una visión crítica. Estuve suscrita a revistas de habla inglesa y aunque a veces no llegaban, misterio que me familiarizó con las taras del correo mexicano, me sentía el ser más informado del mundo. Además, compraba el Vogue gringo en septiembre.

Supongo que el lado placentero de la lectura –siempre hay un lado serio, aunque pocas veces tan atormentado– era posible porque las noticias mexicanas no eran tan sangrientas como son desde que comenzó la guerra de Calderón. Hubo, incluso, momentos de optimismo, en los noventa, por ejemplo. Además, la notas internacionales parecían más lejanas en el espacio y el tiempo. Si añadimos que los criterios editoriales han variado y que antes las fotos donde se mostraban los cuerpos maltratados de los muertos no eran tan ubicuas, por no hablar de la difusión en internet de los videos en los que se registran actos horrendos perpetrados por narcotraficantes o terroristas, puedo decir que el leer las noticias de mi juventud no se parece en absoluto al estar medianamente informado ahora.

Algunos psicólogos afirman que la exposición continua a imágenes violentas nos hace menos sensibles al horror. Cada quién sabrá. En mi caso, el horror no ha disminuido, pero la sorpresa ha sido sustituida por una especie de fatiga. El efecto de esta sobredosis de información, de la acumulación de cosas de las que me entero cualquier día, se asemeja a un zumbido incesante, un tinnitus mental que tiñe los días con angustia. No siempre en primer plano, la angustia está agazapada en un lugar recóndito y las noticias la alborotan.

Ahora, estar informado es estar sometido a un bombardeo continuo de imágenes, datos, estadísticas, artículos y las opiniones del mundo, con trolls y bots incluidos. No lo experimento como saber más o estar mejor enterada; más bien la sensación se parece a estar en una mesa en la que todo el mundo habla al mismo tiempo.

No sé qué hacer. Por una parte está la necesidad de saber, acompañada por una especie de imperativo moral: hasta hace poco creía que mantenerse ignorante de forma deliberada constituía una especie de desdén. Todavía ahora la ignorancia que se cuida y mantiene se me antoja pariente de la indiferencia. Me irrita que la gente no quiera saber lo que pasa, que no desee enterarse de que marchamos hacia un abismo.

Siento como si el luto colectivo pudiese restituir las vidas perdidas; como si el horror que experimentamos ante, por ejemplo, los incendios en Australia, compensara en algo nuestra impotencia. Y sé que no es así.

Seguir obsesivamente una noticia por internet puede, además, traer consigo discusiones con sofistas agresivos que nos harán perder el tiempo, ya no digo interactuando con ellos, nomás al leerlos. Internet mezcla sin distingos lo importante con lo banal; el insulto con el dato.

Supongo que lo que se debe hacer es informarse y actuar: donar, organizarse, marchar, votar. Escoger. Leer a Greta Thunberg, desdeñar lo que Trump twittea sobre ella. No es lo mismo el calentamiento global que las guerras de los fans de k-pop, aunque estos últimos tengan más lectores.

Cuidar lo que leemos. Tener claro, siempre, que las redes sociales no son sustitutos del periodismo. Y reflexionar con ganas, que para eso somos personas.

 

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