Juan Tovar (1941-2019): el oficio de dramaturgo y la censura

- Silvia Peláez - Saturday, 18 Jan 2020 19:49 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El pasado 22 de diciembre, Juan Tovar –el más célebre habitante de Huitzilac, ese pueblo imaginado por él– murió en Tepoztlán, Morelos, donde vivía y siguió escribiendo desde hace varios años. Nacido en Puebla en 1941, Tovar fue dramaturgo, cuentista, ensayista, guionista y traductor, y dejó una huella profunda y franca en la dramaturgia de nuestro país por sus obras sobre la historia mexicana, desde una perspectiva irónica e imaginativa, para transformar críticamente la realidad. En su memoria, reproducimos un fragmento de la entrevista que Silvia Peláez le hiciera en 2000, publicada en "Oficio de dramaturgo".
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Entrevista con Juan Tovar

Quedamos para un martes antes de su clase en El Foro Teatro Contemporáneo en la colonia Roma. Nos sentamos uno frente al otro en la cafetería desierta, como actores en un escenario. Juan bebe agua mientras me comparte recuerdos de infancia hasta llegar a un tema que le molesta y le duele: la censura, pasando por anécdotas de cómo surgieron sus obras y cómo llegaron a la escena. Sus manos tiemblan por la contrariedad apasionada del recuerdo. Mueve sus largos dedos frente a su rostro, como quien retira sutiles telarañas, para enfatizar sus ideas y se muestra esperanzado de volver a los escenarios de la UNAM con una obra suya.

 

-¿Cómo te recuerdas cuando eras niño?

-Tenía alrededor de diez años. Pensaba en cómo pasa el tiempo, y en cómo sería yo en el futuro. Que lograría un trabajo y me casaría y tendría hijos, y me moriría. Me quedé pensando y dije: “me gustaría llegar al año 2000”. Y eso ya se cumplió. Pensaba en el año 2000 como algo muy especial porque iba a ser otro mundo.

 

-¿Qué lugar es entrañable para ti?

-Cuando era chico, el cine era mi lugar favorito. Llegué a faltar tres meses a la escuela para irme al cine. Como me iba en un camión urbano, me era muy fácil desviarme al cine. Hacía muchos trucos para que no me descubrieran. Me descubrieron, pero no dejé de escaparme. En Puebla había matinés. Y de miércoles a sábado había función corrida. Esto lo conté en mi novela El mar bajo tierra. Además, no me gustaba el Colegio Alemán. Me sentía como extranjero y muy acosado. En sexto año, yo, que siempre había tenido el primer lugar en mi escuelita de barrio, el primer mes tuve el sitio 54. Entonces, las escapadas al cine empezaron. Dije: “Al diablo. No tengo por qué volver a este lugar que no me gusta.” Esa fue mi aventura épica.

 

-¿Cómo era para ti el teatro en esa época?

-No había mucho teatro en Puebla. En sexto año actué en El violín mágico. Yo era el violinista. Fue la primera vez que pisé un escenario. Y luego hasta la universidad. Ahí dirigía un grupo el maestro Ignacio Ibarra. Me incorporé a la primera oportunidad. Aquí surgieron mis ganas de escribir teatro. De niño me daba por escribir porque me daba por leer, y uno tiende a leer lo que le gusta. Pero yo no era buen dibujante para las historietas. Entonces escribí cuentos policíacos. Logré terminar un cuento después de mucho trabajo y de pasarlo a máquina en un escritorio público. Y lo mandé al concurso mensual de la revista Aventura y misterio de Editorial Novaro. No gané ninguno de los tres premios, pero años después el cuento se publicó y me pagaron cien de aquellos pesos. Orgulloso, le llevé el cheque a mi papá. Él dijo: “Bueno, ¿entonces, se gana dinero con esto?” Mi papá era un técnico textil, tenía una fábrica y no le interesaba la escritura. Y cuando le dije que me iba a México a estudiar Letras me dijo: “No, para eso no te financio. Estudia una carrera técnica aquí en Puebla.” Y me quedé a estudiar ingeniería química, aunque trabajé más en el teatro.

 

-¿Cómo te volcaste en la dramaturgia?

-Quise escribir teatro muy pronto y se me
hizo fácil. Empecé una obra que abría con una parodia de la escena del cementerio de Hamlet, el diálogo de los sepultureros que hablan de que van a enterrar a un hombre mediocre, típico. Ya había yo leído a Chéjov gracias a mi maestro Ibarra, y dejé lo policíaco. De hecho, mi primer libro, Hombre en la oscuridad, es mucho fórmula Chéjov.
El hombre mediocre y la toma de conciencia de
su vida.

 

-Cuando escribes, ¿bebes café, fumas, escuchas música o prefieres el silencio?

-Suelo poner música. Escribo mejor de noche, aunque trabajo todo el día. Y, por desgracia, fumo mucho siempre que escribo. Fumo a mi antiguo ritmo. Ahora bebo té de cuachalalate. En mis buenos tiempos bebía vino tinto.

 

-¿Y la traducción?

-Cuando llegué a México, busqué a Emilio Carballido y me consiguió algún trabajo de traducción, con el Güero Castillón Bracho, para traducir cine y novela. También traduje un par de obras en el teatro universitario de Puebla. Pero yo quería escribir teatro y no me salía. A Carballido le daba pena comentarme cuando llevaba textos dramáticos. Me decía: “No manito. Tu teatro no marcha. En tus cuentos tienes muy buen diálogo, pero en tu teatro no. Síguele con tus cuentos.” Pero yo tenía un espíritu de teatro. Ahora pienso que era un exceso de introversión, y que para el teatro se necesita extroversión.

 

-¿Cuál fue la primera de tus obras de teatro que sentiste que “marchaba?

-La madrugada. Esa anécdota me la regaló Óscar Villegas. Cierto día me visitó Óscar, que era mi amigo, y mostró el plan de una obra que me pareció muy buena. Me dijo: “¿Te gusta? Te lo regalo. A mí me choca la Revolución mexicana.” Conseguí el libro Yo maté a Villa de Víctor Ceja, y escribí. Mandé la obra a un concurso en que era jurado mi maestra Luisa Josefina Hernández. No ganó. Luisa no se hizo guaje. Me dijo: “Juan, leí su texto Muera Villa. Es una obra sobre gente que se esconde, acechan a otra y la matan. Y ya. Nada más se trata de eso.” Me puse a escribir una segunda versión algo metafísica. Está publicada, gracias a Carballido, en la antología de teatro de la Revolución mexicana de Editorial Aguilar. El planteamiento es que Villa juzga a sus asesinos. Aquí está todo el chiste: la muerte de Villa significa la muerte de la Revolución agraria. Los campesinos, como coro trágico, al principio salen quejándose de la muerte del campo. Ya no iba por la metafísica. Ahora pasaba algo. La obra tuvo director antes de estar terminada. Llegó José Caballero a mi casa por un libro, y leyó la escena. Me dijo: “Juan, yo quiero dirigir esta obra.” “Pero no está terminada”. “No me importa. Nadie ha hablado así de la Revolución mexicana”. “Pues órale. Ok. Deja que la termine.” Así empezó mi carrera de dramaturgo, de autor universitario, que duró hasta que llegó la censura de la UNAM.

 

-¿Cómo fue tu experiencia con la UNAM?

-Mi experiencia más directa fue en la universidad. Una trayectoria que va de un principio triunfal a ser víctima de la censura. Yo creo que el teatro universitario ya se acabó como un espacio para la libertad, de crítica, de análisis de la historia, de nuestra patria, de libre pensamiento, de libre expresión. Fui la primera víctima de esto. Me remonto a 1992. Por esos años escribí una obra sobre Victoriano Huerta, y resultó que no se podía hablar bien de Huerta. En un texto que titulé Piedra de escándalo, prólogo para una obra censurada, cuento toda la historia.

 

-¿Qué es para ti la censura?

-Mi obra El trato, sobre las relaciones México-Estados Unidos, el primer intento del tlc, en el siglo xix, con Miguel Lerdo de Tejada y el embajador John Forsyth. Cuando se la leí a José Fuentes Mares pensé que era una obra para los dos lados de la frontera. Y pedimos el apoyo del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos. Nos lo otorgaron y Joe Martin tradujo la obra al inglés. Y aquí viene la censura. Esta obra se leyó en El Foro. Vinieron representantes del Fideicomiso. Todos encantados, divertidísimos. Y David Olguín me dijo: “Luis Mario Moncada está ahora en Teatro y Danza y quiere poner obras del siglo xix. Esta le va a gustar.” Se firma contrato con la UNAM, pero sale Luis Mario y nos dice que ya no hay dinero. Se recortó tanto el presupuesto original que David Olguín desistió. Y la respuesta de la UNAM fue: “Qué lástima. Hubiera usted conseguido una coproducción.” Ahí empecé a sentir el estrangulamiento de la UNAM.

 

-¿Cuál consideras como tu mejor obra?

-Dato mis comienzos con La madrugada. Es un pueblo de campesinos muertos de hambre que se quejan de la situación. Puse la casa de seguridad en un pueblo campesino fantasma. Los secuestradores llegan ahí para encerrar a su víctima. Con Las adoraciones descubrí que escribir como la gente habla es lo más difícil de todo. Manejar retórica dramática es lo más fácil. Un ejercicio a la Pinter. Hasta que llegó a sonar. Entonces digo que esta es mi mejor obra nomás por el trabajo que me ha costado.

 

-¿Existe alguna fórmula para ser dramaturgo?

-Lo principal es poder manejar por lo menos dos personajes. La mentalidad dramática tiene que poder sostener dos puntos de vista simultáneamente. Eso es básico. En mi experiencia, eso es lo que me faltó muchos años. Estudié y di clases de teatro como para preparar el terreno. Escribí como veinte guiones de cine. Se habrán filmado cinco. La historia de la frustración cinematográfica.

 

-¿Y qué me dices de 'Huaxiland'?

-Otra vez estamos en el terreno de la censura. Huaxiland tampoco se llevó a escena en la UNAM, porque la están asesinando a patadas. Todavía no se muere y le dan otra patada. Está tremendo. Huaxiland es una obra que escribí a raíz de los sucesos del ’94, cuando de repente se revolvió todo. Me puse a escribir porque no entendía qué pasaba. Situé la obra en un país imaginario que bauticé como Huaxiland. Con caricaturas muy obvias de políticos de la época, traté tres sucesos principales: las elecciones, el asesinato y el levantamiento. La publicó Editorial El Milagro. Me gustaría escribir las crónicas de Huaxiland: la última etapa del México revolucionario inaugurada con el 2 de octubre de 1968 y el nutrido sacrificio en la Plaza de las Tres Culturas. Desde el ’68 nos hemos estado haciendo guajes. Hasta ahí llegó la Revolución. Así que vámonos haciendo guajes.

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