La voz del silencio

- Vilma Fuentes - Saturday, 18 Jan 2020 19:37 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Si hubiera que llamarlo de un modo, éste es el tiempo del estruendo, la estridencia, del barullo y el escándalo ensordecedor que aplastan y cancelan el silencio, esa materia imprescindible para que ocurra el pensamiento y la mirada que se reconoce a sí misma y al otro. En este texto se piensa el silencio 'desde' el silencio.
------------------------------

En la guerra, antes sorda y ahora ensordecedora, que se libra entre el silencio y el ruido, el estrépito de las armas del griterío parece ganar la batalla sobre el misterio del sigilo donde aparece el pensamiento. Como si la sociedad contemporánea, que presume de modernidad y último grito de la moda tan rápidamente envejecida, lo hundiera en un bullicio permanente con que oculta su miedo a la soledad. Su temor a pensar.

La consigna parece dictarnos a gritos la clausura de cualquier resquicio por donde pudiese introducirse en secreto, sigilosa, la voz del silencio. Nuestra propia y olvidada voz. El alboroto es la ley a quienes todos deben obedecer. Nada más peligroso, para el mundo de consumo, la conducta correcta, conforme y uniforme, la imposición del orden único, que el silencio. Sospechoso, si no condenable y maldito, quien no expresa con carcajadas mecánicas su entusiasmo por la vida, quien no se aturde con el ruido de televisores a todo volumen y radios portátiles conectados directamente al oído, quien no se extravía en su propia algarabía sin sentido, en el fragor de la calle por donde corren automóviles y motocicletas rugientes, ensordecido y aplastado por
las bombas de decibeles de los millares de máquinas para lavar, secar, regar, podar, aserrar, volar, despertarse o matar, hasta quedar sordo y terminar por no escuchar los latidos del tiempo ni su tictac agonizante, sin oír ya nada. Nada sino ruido y furor. ¿No escribió Shakespeare: “La vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furor, y no significa nada”?

En ese mismo siglo VI, nacido dos años antes en 1562 en España, Lope de Vega escribía: “A mis soledades voy,/ a mis soledades vengo,/ porque para andar conmigo/ me bastan mis pensamientos.” La soledad fecunda del silencio donde pueden brotar las meditaciones en los monasterios y elevarse al cielo las voces de los monjes que rezan el canto gregoriano. Música hecha de silencios en la perfecta armonía del sigilo y el sonido. No hay lucha, hay concordia en la verdadera música, ésa que celebra la epifanía y hace susurrar a Rilke: “delante de la luz cantan los pájaros”. Segundos fugaces del parpadeo al despertar, cuando los pajarillos brincotean sobre el pentagrama de la luz y gorjean gotas de cristal antes del alba. Después, escucho el ruido de los basureros arrastrados a la calle por un desmañanado portero, los pasos en la escalera que se tropiezan en su prisa matutina, el radio del vecino, el rumor de la calle, los ladridos de un perro, los graznidos de un cuervo, los martillazos de un albañil.

¿Cómo recogerse en silencio cuando se está envuelto en el fragor de una ciudad como París? ¿Existen aún espacios sigilosos propicios a la meditación sin verse obligado a tapizar las paredes de corcho? Sin aspirar al silencio de las profundidades del mar ni al del vacío interestelar, ése del que Blaise Pascal confiesa: “el silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta”, un paseante puede encontrar un oasis de paz durante las mañanas heladas del invierno cuando la nieve cae sobre los vivos y los muertos, y amortigua los pasos en los corredores de un cementerio. El Père-Lachaise o el de Montparnasse. El frío hace huir a la gente hacia interiores más tibios. Es posible caminar en calma y dejarse deslizar hacia los pensamientos que llegan en la estela del silencio. Escuchar, entonces, para deleite del alma, cuando “la noche sosegada/ en par de los levantes de la aurora/ la música callada/ la soledad sonora” de los cantos espirituales de San Juan de la Cruz. Escuchar también las voces de las sombras fulgurantes de los muertos.

Camino entre las tumbas nevadas del cementerio y escucho. ¿Qué? El silencio. Habla a veces más fuerte que las palabras dichas o gritadas por los seres vivos siempre tan urgidos de dar libre curso a su palabrerío. Los mejores músicos saben que los acordes que inventan preceden o siguen al silencio central de su inspiración. Los verdaderos poetas juegan la misma apuesta: el más arriesgado porque lanza el desafío de algunas palabras arrojadas al alcance del silencio infinito. Hamlet habla mucho. Sin embargo, su última frase es: “el resto es silencio”. Escribir, hablar, es correr el riesgo de romper el silencio y ello debería alertar siempre a quienes deciden arriesgarse a ese peligro. En lugar de burlarse, sería más prudente respetar a los tímidos, a los tartamudos, a quienes farfullan sus palabras, a todos aquellos que se sienten turbados cuando deben hablar. Quizá son ellos los más cercanos a la verdad del lenguaje: su peligro. Los animales se plantean menos cuestiones: su lenguaje es el más verdadero de todos
pues no mienten nunca.

Rodeada por el silencio entre las tumbas, escucho en mi cabeza las voces acompasadas, en un murmullo sigiloso, de Omara Portuondo e Ibrahim Ferrer cantar un viejo bolero del portorriqueño Rafael Hernández Marín:

Silencio,

que están durmiendo

los nardos y las azucenas.

No quiero que oigan mis penas

porque, si me ven llorando, morirán.

Versión PDF