Los 'Migrantes de barro' de Alejandro Santiago

- Eduardo Vázquez Martín - Saturday, 18 Jan 2020 19:33 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Con motivo de la exposición, en el Colegio de San Ildefonso, de 501 piezas de la espléndida y poderosa obra "2501 migrantes" del artista oaxaqueño Alejandro Santiago, cada una con rasgos e historia particulares, aquí se comenta la terrible realidad de la migración en nuestro país y en el mundo. El maestro Santiago se formó en el Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo, a quien conoció, y luego en el Taller Libre de Artes Gráficas dirigido por el maestro Juan Alcázar. Le dio tiempo en la vida de ir a París y volver a Teocucuilco, en su tierra, viajar a Tijuana y ser ilegal en EU, y llevar a cabo esta obra monumental que nos atañe a todos. Murió en 2013 a los cincuenta años de edad.
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Alejandro Santiago nace en San Pedro Teococuilco, hoy de Marcos Pérez, Oaxaca, en 1964, y muere antes de cumplir los cincuenta años en la ciudad de Oaxaca en 2013; cuentan quienes lo conocieron que vivió la infancia en el campo, en tierras zapotecas, donde hablaba la lengua de su pueblo y recorría gozoso los caminos de tierra. A este niño, hijo de Isabel y el maestro Juan, la infancia lo enseñó a jugar y el juego le enseñó a ser niño toda la vida.

Narra el escritor Braulio Aguilar Orihuela –amigo, colaborador y biógrafo del maestro Santiago– que tras su paso por Bellas Artes ingresó al Taller de Artes Plásticas “Rufino Tamayo”, donde conoce al maestro Rufino, y más adelante aparece en el Taller Libre de Gráfica Oaxaqueña, dirigido por el maestro Juan Alcázar, donde se encuentra con Zoila López, su compañera de vida y madre de sus dos hijos: Lucio y Alejandra. En su primera exposición, con poco más de veinte años, vende toda la obra; con esa buena estrella y los recursos reunidos se lanza a conocer ciudades, a visitar museos y ver el mundo. En 1998, junto a Zoila y su hijo Lucio, se va a vivir a París.

Dos años después, en 2000, la familia Santiago regresa a Oaxaca, y en Teococuilco el artista experimenta la desolación de un pueblo donde la migración se ha llevado a casi todos, donde son muchas más las ausencias que las presencias. Impulsado por la necesidad de entender el destino de los suyos, Alejandro Santiago emprende un viaje a Tijuana donde contacta con los polleros que lo harán cruzar la línea para seguir el paso de tantos otros mexicanos y migrantes del mundo. En Estados Unidos asume la condición de ilegal y experimenta en carne propia la vida de los migrantes. Cierto día mira un mar de cruces en la frontera y alguien le asegura: “Son dos mil quinientas.”

A su regreso a Oaxaca el maestro Santiago decide erigir 2 mil 501 cuerpos, cada uno distinto, con su historia particular, con carne y alma propia; como los primeros seres creados por las deidades progenitoras del Popol Vuh, que anteceden a los hombres de maíz, los migrantes de Santiago son de barro. Se trata de repoblar el vacío dejado por los que emigraron, se trata de las sombras cocidas en barro que proyectan los ausentes en el espacio y en el corazón de quienes los recuerdan y echan de menos: se trata también de fantasmas que, como Pedro Páramo, no dejan de morar su tierra y permanecen entre nosotros.

Este acto de transformación, de tránsito entre el mundo de los vivos y los muertos, de restauración y sanación, digno del nieto de una abuela curandera, de una “bruja” zapoteca, se convierte en un proceso de trabajo colectivo que llega a involucrar a toda su familia y alrededor de cuarenta jóvenes y vecinos de Teococuilco. En un rancho que adquiere para este fin y que bautiza como “Donde danza el Zopilote”, aquella pequeña comunidad creada en torno al proyecto escultórico de Santiago se dedicará a amasar, como aquellos dioses antiguos, los cuerpos de estos nuevos pobladores, al tiempo que el artista diseña los hornos idóneos para quemar las piezas y define los pigmentos y pinturas que le darán color a las pieles de la tribu. Con el machete, las manos –y hasta los dientes– el artista interviene cuerpos antes de cocerse: les inflige dolores, les deja cicatrices, los marca con las huellas de la vida.

Rostros de ojos desencajados, caras cubiertas del blanco polvo del desierto, senos de madres y de abuelas exhaustos de alimentar la descendencia, hombres curtidos por el sol y la intemperie, mujeres que recorren el mundo descalzas y con los hijos a cuestas, embarazada alguna, todos y todas con los cuerpos desnudos y el sexo expuesto, pura fragilidad que resiste y persevera, cada uno con los brazos cruzados en el pecho, como los muertos, y con la expresión de sed, hambre, miedo, deseo y esperanza, que tienen los vivos. Familias y seres solitarios, adultos e infantes que viven su destino trashumante y buscan nuevas rutas para encontrarse con nosotros, que nos miran cada vez que los miramos y nos responden cuando nos dirigimos a ellos, que preguntan por los que quedaron atrás, por los que se han perdido en el camino mientras en silencio cuentan su historia, que es la de la gran odisea de una humanidad desterrada pero de pie frente a todas las adversidades, dispuesta a volver a los caminos por peligrosos que estos sean, en busca de horizontes mejores. Si se observa con atención, si aguzamos el oído, es posible escucharlos, se trata de un murmullo y de un canto lejano: es el eco callado de quienes tuvieron que marcharse.

2501 migrantes es, a pesar de su densidad demográfica, una reivindicación de los testimonios particulares que la estadística borra. Al mismo tiempo que la obra reivindica a los millones de seres humanos que todos los días dejan la tierra en que nacieron empujados por el hambre que padecen, por la violencia que los amenaza y sacrifica y la falta de oportunidades que nuestras sociedades nos imponen, las dramáticas expresiones de cada pieza le regresan a cada migrante su rostro humano, único e irrepetible.

El Colegio de San Ildefonso presenta 2501 Migrantes con una muestra de 501 piezas en el marco del 30 aniversario del Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la UNAM, cuya misión es la generación de conocimientos enfocados a comprender los problemas nacionales y globales con la intención de responder a los retos que el mundo contemporáneo plantea a una humanidad donde los capitales y las mercancías circulan prácticamente sin obstáculos, pero los seres humanos padecen cada día fronteras más rígidas y muros más altos. Sin duda, las piezas que conforman esta muestra constituyen una aportación, desde la subjetividad y empatía del artista, a la construcción de una visión urgente, humanista y solidaria, con quienes todos los días dejan sus casas, se echan a los caminos y mares del mundo, y cruzan las fronteras con la tierra de origen pegada a la piel pero con los ojos puestos en un nuevo mundo.

En una reflexión sobre esta obra, la poeta Natalia Toledo nos recordaba que Alejandro Santiago es, como todo zapoteco, descendiente de las nubes, y que por lo tanto su naturaleza no se acomoda a las fronteras políticas que abajo trazan las naciones, sino al flujo de los vientos que sucede en los cielos. Como tanta cosmogonía indígena, las metáforas zapotecas pueden ser también entendidas como imágenes universales, por lo que decir que el artista es zapoteco puede ser también otra manera de decir que es humano, que como todos forma
parte del ciclo del agua que recorre el planeta entero y que nos constituye como seres vivos, hechos de las nubes que al precipitarse nos dan de beber, alimentan los ríos y riegan la tierra donde germinan los frutos, de la misma forma que le suministran a las manos de los alfareros la sustancia que hace posible moldear la arcilla.

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