El primer siglo de Federico Fellini

- Sergio Huidobro - Sunday, 16 Feb 2020 11:19 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Hay creadores cuya obra no deja, ni dejará, de ser fértil para la reflexión profunda, la necesaria crítica de las ideas y la vulnerable condición humana, y cuyo período de vida, tan breve como suele ser, se prolonga mucho después impulsado por la genialidad de su trabajo. Sin duda Federico Fellini (20 de enero de 1920-octubre de 1993) es uno de ellos, y para constatarlo de nuevo basta echar un vistazo a su amplia filmografía en la que se encuentran varias obras maestras, como 'La dolce vita', '8 ½' y 'Amarcord'.

–Yo nací mintiendo –se jacta Federico Fellini en una entrañable entrevista: – lo que encuentro fascinante en las mentiras es lo que dicen sobre el mentiroso –en su caso, tenía razón. La más antigua de sus ficciones era la de haber nacido en el vagón de primera clase de un tren en movimiento camino de Rímini, el villorrio natal del padre. Pero hay pocas fantasías que resistan a un buen biógrafo, y los estudiosos del mayor cineasta de Italia han comprobado su nacimiento en el centro de dicho poblado, sobre una cama que no se movía de su sitio, en la noche del martes 20 de enero de 1920.

Hijo de un comerciante riminés y de una romana de familia acomodada, el piccolo Federico se formó entre ambas herencias: la nostalgia por el terruño paterno, olor a vacas y cines viejos, y la atracción por la urbe cosmopolita y truculenta, sexual y católica, siempre contradictoria: Roma, la madre loba que alimenta con su teta a mendigos y emperadores.

A inicios de los años veinte, Italia seguía convulsa por los espasmos de la primera guerra mundial. En su vientre anidaban dos fenómenos: en 1922 a Benito Mussolini, líder del movimiento camisas negras, le es encargada la formación de un gobierno de coalición. Él mismo se pondrá a la cabeza de un régimen que mezcla populismo con horror, y que lanzará a Italia a una segunda guerra. Por otro lado, las nuevas industrias italianas –alta costura, fábricas, motos y autos deportivos, los estudios de Cinecittá– impulsan una intensa migración del campo a las ciudades. Todo el cine de Fellini, habitado por artistas circenses, divas exuberantes, machos en crisis, magos, sexoservidoras, burgueses tristes y provincianos nostálgicos, puede recorrerse como un mural que describe estos cambios.

En el otoño de 1925, cuando los camisas negras toman control del gobierno, Federico tiene cinco años y es uno de los chiquillos que se orina en clase en Amarcord (1973) o que escapa para espiar a la Saraghina en 8 ½ (1963). Esos recuerdos siguen vivos cuando, con veinte años, Federico es ya es un conocido monero y columnista en la prensa romana. Su vida es revolcada por la guerra: se vuelve coguionista de Rossellini en Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946) y se casa en una boda secreta con la actriz de teatro que lo enamoró leyendo sus guiones radiofónicos. Eran los días de oro de la radionovela italiana, ella se llamaba Giuletta Massina y se casaron en 1943, escondidos en casa del obispo de Santa Maria Maggiore. Esa semana, Rímini fue bombardeada sin que los padres de Fellini llegasen a enterarse del casamiento. Es el primero de casi cuatrocientos bombardeos que aniquilan el pueblo, matan a más de la mitad de la población y destruyen los cuatro cines –Fulgor, Savoia, Sultano y Dopolavoro– cuyos nombres usaba el Fellini niño para nombrar las esquinas de su cama.

Mientras las cabezas del neorrealismo como De Sica, De Santis, Visconti o el propio Rossellini obervan la guerra desde las ventanas altas de la clase acomodada, la experiencia de Fellini es directa. Asqueado por el conflicto, se convierte en desertor al saltar de un camión de reclutamiento y vive escondido en casa de una tía junto a Giulietta, hasta la liberación. Es posible que por ello su obra sea la única que, en adelante, subvierta las poéticas del neorrealismo para inyectar la realidad de postguerra con una imaginación cada vez más fecunda, libre y onírica. El suyo no es un escape evasivo de la realidad, como se le reprochó desde la izquierda y desde la derecha, sino una recuperación progresiva de la adolescencia robada: mimos y payasos, mujeres orondas y frondosas, ilusionistas y bacanales en donde se baila y se come hasta el amanecer.

 

El neorrealista de circo y el desfile de los adioses

En los siete años, seis largos y un mediometraje que transcurren entre Luces de variedades (Luci di variettá, 1950) hasta Las noches de Cabiria (Le Notti di Cabiria, 1957), una etapa que Tullio Kezich describe como “sucesión de adioses”, en la dupla creativa de Fellini y Massina opera un cambio. Juntos y cómplices, actriz y director transitan desde un neorrealismo optimista hasta la exploración casi metafísica de la bondad, la compasión y el perdón que encontramos en las mujeres de El jeque blanco (1952), La strada (1954) y Las noches de Cabiria.

Sus escenarios son rurales y periféricos, capturados en un blanco y negro áspero. Muchos de sus personajes –el matrimonio de El jeque blanco; la pandilla de Los inútiles, (I Vitelloni, 1953); así como Cabiria y Gelsomina–, son parte de los humillados y ofendidos, a diferencia de los burgueses con ansiedad que vemos en su etapa posterior. En éstos, el cambio viene por la decisión de dejar atrás al lugar de nacimiento y lanzarse al mundo, que es ancho y ajeno. Lo que encuentran es una Italia de postguerra que dejaba atrás lo agrícola y abrazaba lo industrial. El clero enfrentó su primera crisis moderna por su omisión ante el fascismo; la televisión y las carreteras acortaron la distancia entre los pueblos y las metrópolis, que adoptaban modelos estadunidenses en la moda, los negocios y los espectáculos. Lo vemos bien descrito en La dolce vita (1963), pero un dato es mucho más revelador: si al final de la guerra los transportes privados son escasos, para 1957 Italia cuenta un automóvil por cada treinta y nueve habitantes. En las carreteras surcadas por Ferraris ya no cabe la carreta de Gelsomina y Zampanó.

Los circos ambulantes y espectáculos de revista que alimentaron la infancia del cineasta comienzan a esfumarse. En adelante, el joven riminés mutará en un romano inconfundible, buscado por intelectuales, millonarios, artistas y obispos. Su obra, antes diurna, soleada y con campos abiertos, avanzará también en dirección del asfalto, las luces nocturnas, flashes y cuartos cerrados, cada vez más barrocos.

 

La vida es sueños

Para Fellini, esa Italia rural terminó la tarde de mayo de 1956, cuando viajó a visitar a su padre enfermo. Lo encontró en cama y aprovechó que dormía para salir a un restaurante. A media comida, un recadero entró a buscarlo: el viejo Urbano Fellini acababa de morir sin previo aviso. El pesar y la frustración de esos días aparecen por aquí y allá en el guión que por entonces se llamaba Via Veneto, para el cual el cineasta traslada su nueva fauna –farándula, intelectuales, divas, paparazzi– a las clases altas del centro de Roma. La ausencia paterna se volcó en dos personajes inolvidables: un padre de provincias que visita a su hijo periodista para pasar una –¿última?– noche de juerga y otro que, asfixiado por la capital, decide quitarse la vida y llevarse la de sus dos pequeños.

Ya con el título final de La dolce vita (1960), la película que le da a Fellini la Palma de Oro es también la cima de su conflictiva relación con la opinión pública italiana. El escándalo de una sociedad fatua, vanidosa, egoísta, rota y pagada de sí misma, exhibida en widescreen como en un Satiricón moderno, es un éxito de taquilla que, al mismo tiempo, es fustigada por el periódico católico L´Osservatore Romano, que llamó “pecadores públicos” a todos los involucrados en la cinta y llama a sus lectores a rezar por sus almas. Fellini se enteró de dicha condena al encontrar la página del diario pegada afuera de una iglesia, pero le habrá pesado más el desprecio del conde Lucino Visconti, siempre aristocrático y decadentista, de quien se dice salió de ver La dolce vita diciendo: “No es más que los nobles vistos por mi criado.”

Entre dicha cinta y 8 ½ (1963), dos obras maestras que admiten leerse como un díptico, Fellini echa mano de esta adicción por el diván para proyectar en Marcello Mastroianni –trajeado, atribulado, triste y seductor– un cúmulo de reflejos biográficos: el pasado como periodista en Roma, la crisis creativa al no poder escribir una nueva película, el alejamiento de su familia y la tensa relación con las mujeres a lo largo de la vida, desde la madre hasta Giuletta y otras actrices. Los primeros tres minutos de 8 1/2 transcurren en una angustiosa pesadilla, y son el primer momento en toda la obra de Fellini que se inserta en un plano de realidad distinto. A partir de ahí, sueños y recuerdos tendrán para él un peso tan o más definitivo que la realidad tangible.

El tránsito entre ambas películas es de sólo tres años, pero abarca una de las crisis creativas más célebres del cine y el arte modernos. Afectado a la vez por la orfandad y por el súbito fervor de la crítica, que no exige de él nada menor a una obra de arte, Fellini se vuelca en el psicoanálisis como nueva pasión. A partir de su encuentro con el alumno de Jung, Ernst Bernhard, en adelante su gurú, terapeuta y confidente, el director abre una caja de Pandora que lo anima a recorrer vías cada vez más periféricas e intangibles para explorarse: los símbolos junguianos, el hipnotismo, la astrología, la cábala y, finalmente, el único viaje que hará el cineasta a México en el otoño de 1985, en compañía de Carlos Castaneda, para instruirse en el uso de hongos y meditaciones precolombinas.

Es válido pensar que la decisión de hacer de Julieta de los espíritus (1965) su primera película en color, tenga que ver con las teorías del psiquiatra suizo sobre el color como símbolo, pues se trata también de su cinta más esotérica. De ahí, el siguiente paso era natural: la vuelta a la infancia como método de sanación.

 

Vuelta al origen: la infancia, el último puerto

Me acuerdo, no me acuerdo. ¿Qué año era aquel? Sería 1929, cuando sobre Rímini cayó la nevada más larga de su historia; o quizá 1933, cuando al pueblo le llegó su primera carrera automotriz. Amarcord, exclamaban los viejos en esos primeros días de Mussolini: un apócope de Ia m´accordo: Ya me acuerdo.

Reflexivo por cumplir cincuenta y sumergido en la terapia, Fellini escarbó en su memoria, cada vez con mayor profundidad, a lo largo de tres proyectos: Los payasos (1970), Roma (1972) y Amarcord (1973), su última obra maestra aunque le quedaran siete cintas más por delante. Ninguna de las tres ilustra el pasado autobiográfico. Son reelaboraciones libres a partir de recuerdos, asociaciones, imágenes y palabras: el nombre de un payaso, el color del sombrero de una mujer atractiva, el sonido de las botas en un desfile fascista. Se trata de un tríptico maduro y atemporal, creado en medio de Satiricón (1969) y Casanova (1976) las dos producciones fellinianas que, por su altísimo coste y sus pobres resultados en taquilla y en festivales, condenaron al cineasta a mendigar financiamiento con productores cada vez más desconfiados.

Si 8 ½ ajusta cuentas con el atormentado presente del Fellini creador, el tríptico de la memoria hace lo propio con el Federico provinciano, soltero y adolescente, anterior a la fama, la guerra y las crisis de mediana edad. Con Amarcord llegaría el cuarto de cinco Oscares (el último sería honorario) y la primera conclusión de una obra que se mantuvo creativa hasta el final. La legendaria familia formada en torno a Fellini se iría apagando con la muerte del fotógrafo Gianni di Venanzo (1966), de Nino Rota (1979) y el rompimiento con el guionista Ennio Flaianno, quien le acusó de haber robado sus historias. Los cuatro productores titánicos que construyeron los proyectos de Fellini, Angelo Rizzoli, Dino de Laurentiis, Carlo Ponti y Alberto Grimaldi, cada vez recelaron más ante películas como Casanova, La ciudad de las mujeres (1979) o Y la nave va (1983), cada una más cara y menos redituable que la anterior.

Su última etapa lo condenó a dirigir películas para televisión como Ensayo de orquesta (1979), Intervista (1987) o comerciales para el Banco de Roma. El 31 de octubre de 1993, su corazón se detuvo después de catorce días de coma hospitalario. El día anterior se había cumplido medio siglo desde que Giulietta lo desposara a escondidas en medio de la guerra. Durante tres días, casi medio millón de italianos desfilaron frente a su féretro en el mismo Foro Cinco de Cinecittá, en el que rodó la mayoría de sus películas. Un enorme escenario fue dispuesto con luces y tramoyas, en medio del cual colocaron su cuerpo: una escena inverosímil, tragicómica, como salida de una película de Fellini.

 

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