Federico Fellini y la desolación de los descontentos

- Moisés Elías Fuentes - Sunday, 16 Feb 2020 10:22 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Nacido el 20 de enero de 1920, Federico Fellini era un veinteañero cuando trabajó en los guiones de 'Roma, ciudad abierta' y' Paisá', filmes dirigidos por Roberto Rossellini, maestro del neorrealismo italiano, movimiento cuyos postulados artísticos fueron axiales para otras propuestas cinematográficas como la 'Nouvelle vague' francesa o el Cinema 'Nuovo' brasileño. De esa experiencia, Fellini recibió las herramientas para sus primeros filmes, a más de la amistad de Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, guionistas con los que ideó varios de sus mayores filmes, cuya impronta acompañó al director hasta su fallecimiento, el 31 de octubre de 1993. Este 2020, 'La dolce vita' cumple sesenta años, y su aguda glosa de la sociedad italiana resulta vigente, a tal punto, que no sólo admite nuevas lecturas, sino la extrapolación de esa crítica a muchas de las sociedades de la actualidad.

Arrellanado en el asiento delantero del convertible de su compañera de juerga, la millonaria heredera Maddelena (Anouk Aimée), el periodista y aspirante a escritor Marcello (Marcello Mastroianni) declara: “Estamos entre los pocos descontentos que todavía quedan”, certidumbre que, desde su perspectiva, lo autoriza a sumergirse una semana en la vida de la clase alta romana, cuyos días transcurren entre el exceso y el hastío. Pero, también, el aserto condensa las contradicciones de una intelectualidad que pretende rechazar el vacío moral de las élites, a la vez que aspira a obtener su aplauso y aprobación.

Durante esa semana de excesos y hastíos, Marcello ha de experimentar su mutación personal del descontento al conformismo, de las aspiraciones intelectuales a la abulia espiritual. Tal es el tema de La dolce vita, el célebre filme de Federico Fellini, estrenado en 1960, que fue un éxito de taquilla mundial y un escándalo por su retrato sin concesiones de la élite socioeconómica italiana, entregada a un proceso de continuo abandono moral. Además, el filme marcó para Fellini el paso del neorrealismo al simbolismo, en el que realizó sus trabajos de madurez, y significó la apertura del cine italiano a nuevas búsquedas estilísticas.

La dolce vita procede de una historia escrita por Fellini, Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, que si al principio se interesaba sólo en Marcello, después se amplió con historias alternas, por lo que en el guión definitivo asoman relatos sobre personajes con los que se relaciona el periodista, ya de forma cercana, ya circunstancial. Por ello en el filme, dividido en prólogo, siete capítulos y epílogo, Marcello es protagonista y testigo, eje de la historia y personaje marginal, fluctuación que dio y aún da pie a numerosas críticas que tildan de inconsistente La dolce vita, obviando que el retrato de una clase social simultáneamente exhibicionista y antropofóbica no podía ser sino discordante, cuando no incoherente.

Por otra parte, debemos atender al hecho de que, si bien la historia es despendolada, el argumento en sí se enlaza a través de múltiples correspondencias, de modo que las acciones se inician en ciertas escenas pero concluyen o se continúan en otras. Además debe tenerse presente que la disposición del filme en siete jornadas ofrece una cohesión temporal, que se relaciona con los siete días de la creación, aunque en sentido inverso, porque el microcosmos de La dolce vita involuciona a la “des-creación”.

Para dar plasticidad a este juego de correspondencias, Fellini contó con dos veteranos del neorrealismo, el fotógrafo Otello Martelli y el editor Leo Cattozzo. De Martelli obtuvo una elegante fotografía en blanco y negro, en que la combinación de planos (medios, americanos, generales, en contrapicada, etcétera) establece la infranqueable distancia que separa a los personajes y el público y a los personajes entre sí. De Cattozzo recibió la sagaz edición paralela que plantea una sutil tensión entre el montaje expresivo y el poético, que a ratos pareciera estallar, mientras que en otros decrece y se reprime.

Esta asociación de fotografía y montaje explica la correspondencia de secuencias como el baile de la estrella de cine Sylvia (Anita Ekberg) en la Fontana di Trevi, y el striptease de la recién divorciada Nadia (Nadia Gray), al ritmo del mambo “Patricia” (erróneamente suele creerse que es Anita Ekberg la que baila este mambo original de Dámaso Pérez Prado). El primer baile, realizado en exteriores, es silencioso y solitario, con Sylvia tan extasiada de sí misma, que no responde cuando Marcello le pregunta “¿Quién eres tú?” Por su parte, el segundo ocurre en interiores, con espectadores. En ambos casos, las mujeres se vuelven más distantes a medida que erotizan más sus bailes.

 

La dulce (y desnuda) vida del alma

A su modo, todos los personajes de La dolce vita se desnudan, striptease en que se despojan de empatías, convicciones éticas, creatividad; tal el caso de Marcello, el provinciano con ambiciones literarias que se estanca en periodista amargo, ambulante entre shows y fiestas inacabables, que apura la autodestrucción cuando descubre otro striptease, el de sus figuras paternas: el padre biológico (Annibale Ninchi) y el intelectual, Steiner (Alain Cuny). El primero, de visita en Roma, deja al desnudo a un viejo inmaduro y frívolo que empuja al hijo a la orfandad cuando huye de manera tan inesperada como llegó; el segundo, agobiado de personificar el refinamiento intelectual y emocional del escritor aburguesado, mata a sus dos pequeños hijos y se suicida.

Poblada de almas caídas, para algunos críticos La dolce vita debe entenderse como una Divina comedia al revés, en la que se peregrina del paraíso al infierno, pero la apreciación es inexacta, toda vez que en el filme la gran ausente es la divinidad, degradada a farsas histriónicas como la de los niños que afirman ver a la Virgen María, lo que convoca una avalancha de fanáticos y periodistas, o el vuelo de Cristo al inicio de la película, transportado por un helicóptero y acompañado por otro que, en una sencilla disolvencia, da un salto de dos milenios de las ruinas del acueducto imperial a la Roma de 1959, representada por un complejo habitacional en construcción donde un grupo de niños saluda no se sabe si a la estatua sacra o a los helicópteros.

Desde el aire, Cristo ofrece un abrazo que no alcanza a ningún habitante de la Roma capitalista, para la que el único milagro creíble no es divino sino monetario, embelesada de su nuevo glamur, ansiosa de acallar el susurro de sus miserias con música de todo el mundo, lo que se observa a escala en los personajes, rodeados de rupturas jazzísticas, síncopas de mambo y provocaciones roqueras, detrás de las que esconden sus sinsabores íntimos, develados por el silencio, como ocurre al matrimonio de Marcello y Emma (Yvonne Furneaux), adictos a un juego incestuoso de madre posesiva e hijo insumiso, cuyos rasgos sadomasoquistas emergen con mayor agresividad cuando impera el silencio.

Hay una dependencia del ruido ensordecedor a la que, de manera espléndida, Nino Rota opuso una ágil partitura de acentos italianos que se comunica, en desafiante equilibrio, con los acordes de jazz, mambo y rock. Opuso, porque el virtuoso maestro estableció un propositivo diálogo con los sonidos extranjeros que llega a su punto más alto cuando los ritmos se armonizan, en oposición a los noctámbulos, cada vez más incapaces de comunicarse, lo que culmina en la secuencia final con el golpeteo del mar que ahoga sus risas de cansados libertinos.

Según los postulados del neorrealismo, el cineasta debía ser un periodista y reportar la realidad, que era la del pueblo que combatió la dictadura fascista de Benito Mussolini y que, a pesar de las penurias, reconstruía a diario el tejido social ofendido por el fascismo. Ahora, ya que el pueblo padecía carencias, los directores neorrealistas estructuraron sus filmes también a partir de
una estética sin preciosismos, lo que preconizaba la victoria de ese pueblo, que antes venció al fascismo, sobre las clases privilegiadas.

Sin embargo, la representación que ofreció Fellini de la Italia postfascista en La dolce vita nada tiene del hálito esperanzador del neorrealismo, lo que irritó, aunque por motivos disímiles, a conservadores y socialistas: los primeros atacaron la imagen decadente de la clase alta en el filme, mientras los segundos rechazaron el declive del espíritu revolucionario del pueblo. Como colofón, los críticos más acérrimos del filme lo tildaron de artificioso.

Claro está, ni unos ni otros pudieron o quisieron percibir que La dolce vita advirtió, con una crudeza inhabitual, que la artificialidad se había transformado en el fondo y la forma de la clase alta romana, y que esa falacia infectaría, más temprano que tarde, al conjunto de la sociedad italiana, lo que queda patente en nuestros días con el ascenso al poder de impresentables como el corrupto Silvio Berlusconi o el xenófobo Matteo Salvini, expresiones de una Italia que no ha sabido cimentar las bases para una reinvención social incluyente, y en cambio se estanca en una autocomplacencia infértil.

Más allá de su clara e innegable vigencia, La dolce vita entraña la pasión creativa y la perspicacia crítica de un director, Federico Fellini, nacido hace cien años, que nos legó una sensibilidad tan audaz y plural para vivir el cine, que su impronta continúa y continuará nutriendo a nuevas generaciones de cineastas y de cinéfilos.

 

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