La Casa Sosegada

- Javier Sicilia - Sunday, 23 Feb 2020 10:51 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

Miguel Mier Maza

Al final de la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz, el 26 de enero de 2020, después de haber tenido que soportar las agresiones de un grupo de porros de Morena y los insultos del presidente, me llegó como del rayo la muerte en Puebla de Miguel Mier Maza, mi amigo y mi director espiritual.

Miguel fue durante cuarenta años mi luz, mi lámpara en las tinieblas interiores. Parte de lo que soy se lo debo a la manera en que me ayudó a entender los procesos de Dios en mi alma. Nadie como él conoció mis intimidades más recónditas. Nadie como él supo hacerme transitar por esos laberintos hasta dejarme parado en la profundidad de mi deshabitación, en el centro de la vida mística.

Lo conocí en los años ochenta. Mi padre me invitó a su curso sobre la Trinidad, en el Altillo. Me gustó su presencia y su manera de exponer uno de los más arduos misterios de la teología cristiana. De aquellos cursos y las meditaciones a las que nos sometió surgió mi poema Trinidad.

Salí seducido. Comencé a frecuentar sus misas dominicales. La sobriedad y la precisión de sus sermones permitían una aproximación al Evangelio poco común. Lo busqué para pedirle que fuera mi director espiritual. Desde entonces no me dejó ni lo dejé. Ese hombre tímido hasta la arrogancia, amante de la soledad y la oración, poseía una fina percepción psicológica y una profundidad espiritual que le permitían desbrozar las trampas de la psique para llegar a la sustancia del ser. Durante las horas de confesión en el Altillo, era frecuente ver decenas de personas haciendo fila delante de su confesionario.

Un día en que, después de horas de ejercer ese ministerio, me recibió, lo vi fatigado. “Ha sido una jornada dura, Miguel, dejemos la dirección para otro día.” “No –respondió–, eso no me fatiga. Me fatiga el montón de gente que acabo de escuchar. Hay que enseñarles a pecar. Confunden el mal con problemas domésticos. Háblame de tu alma”, y durante horas, como una Ariadna, fue soltando el hilo del discernimiento en los laberintos por los que yo transitaba.

Además de la finura de su mirada y de la precisión de su palabra, su dirección la acompañaba con lecturas. Me descubrió así libros fundamentales para aclarar mi camino hacia la desnudez, como La sabiduría de un pobre, de Éloi Leclerc; Laissez-Vous saissir par le Christ, de Albert Péyriguer; los diarios de Etty Hillesum, y sus propios libros, como El derecho a ser débiles, Como a ti mismo y La persona del Padre en la cruz, que me permitieron comprender la Espiritualidad de la Cruz de Concepción Cabrera, la fundadora, junto con Félix de Jesús Rougier, de los Misioneros del Espíritu Santo con quienes me formé y a quienes Miguel perteneció. Fue también mi asesor en la escritura de mis dos biografías sobre ellos.

Lo vi por última vez a mediados de 2019, a raíz de la beatificación de Concepción Cabrera, en Morelia, donde residía. Hablamos largo. “¿Dónde estás con Dios?”, me preguntó disminuido por la leucemia, pero con una fortaleza y una actividad asombrosa. “Como dos viejos amigos que se han dicho todo y se acompañan en el silencio de la amistad”, respondí. Sonrió y me bendijo. Supongo que él había llegado mucho antes que yo allí.

El anuncio de su deceso, junto con las agresiones del presidente y sus hordas, era otra vez la presencia de los heraldos negros en mi vida. Mientras lloraba me pregunté, ¿qué me habría dicho Miguel? Algo se movió en mí, algo que decía: “Sostuviste como yo la esperanza donde te fue posible y donde Dios te puso contra toda esperanza. Es lo que hacemos.”

Su partida me duele, me deja más des-
nudo, más deshabitado, más cerca del Dios hacia el que me condujo y dónde ahora habita plenamente.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, jugar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

 

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