Pasión literaria y política del texto en José María Espinasa

- Eduardo Vázquez Martín - Saturday, 29 Feb 2020 22:13 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Crítico, editor, periodista y promotor cultural, poeta e incansable lector entre otros oficios ejercidos por ya más de cuarenta años, José María Espinasa nos propone sus reflexiones, dudas y, por qué no, también sus contradicciones, en el volumen que aquí se comenta, a saber, "Para una política del texto. (Notas sobre literatura mexicana después de 1968)", y en el que nos deja ver que la literatura es, para él, la mejor forma, acaso la única, de acercarse y entender al ser humano.

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La presencia de José María Espinasa en nuestra prensa cultural ha sido ininterrumpida durante más de cuarenta años, ya sea en calidad de editor, colaborador, integrante de un consejo editorial o director de un proyecto. Sé que mi memoria no es capaz de registrar todos los proyectos editoriales en los que alguna vez se involucró José María pero enumero al vuelo: Intolerancia, dedicada al cine; La Jornada Semanal, junto a Roger Bartra y Galo Gómez, Tierra Adentro apoyado por Jorge Ruiz Dueñas, que divulgó la literatura joven de todos los estados de la república, el Periódico de Poesía, en el que trabajamos juntos, impulsado por Marco Antonio Campos, son algunos de los proyectos editoriales que se me vienen a la memoria; también recuerdo su paso por Vuelta, de la que salió expulsado casi inmediatamente a su incorporación al consejo editorial por un conflicto con nuestro amigo José de la Colina, lo que implicó también que dejara de publicar en el Suplemento Cultural de Novedades; mención aparte merece la editorial de poesía y ensayo que creó junto con su compañera Ana María Jaramillo hace más de dos décadas: Ediciones sin Nombre, casa editorial en la que aparece Para una política del texto (Notas sobre literatura mexicana después de 1968).

Hace treinta años, al ver aparecer textos de José María Espinasa en casi todas las revistas y suplementos de la época, de la ciudad y de provincia, y al escucharlo dispensarse de continuar la tertulia en el café o la cantina para ir a esta o aquella redacción, sus amigos decíamos, con maledicencia juvenil, que en la nómina de Chema –así se le ha llamado desde que tengo memoria– no se ponía el sol.

Una consecuencia de esta frenética e ininterrumpida actividad de reseñista, redactor y editor, es Para una política del texto..., donde una parte de aquellos textos ha pasado primero por la criba crítica de su autor, pero después han sido reeditados, hilvanados unos con otros, evidentemente corregidos, pero no demasiado, y ligeramente intervenidos –a veces con un leve comentario que sirve como serpiente o escalera para comunicar un texto con el que viene o lo antecede. Pero de ninguna manera se trata de textos reescritos, donde el conocimiento acumulado y el gusto transformado por los años, para bien o para mal, adultere considerablemente la intuición, lucidez, torpeza o frescura inicial, pero que reunidos y ordenados podemos leer como el largo relato de un lector compulsivo y un reseñista hiperquinético, y donde el autor parece sorprenderse, a la vuelta de los años, de la propia consistencia de su escritura, a pesar de ser ésta el fruto de un proceso accidentado, sujeto a muy diversas intenciones, que lo mismo tiene como impulso la reseña ocasional de dos cuartillas que la presentación de un libro, el ensayo más largo para una revista
que el prólogo redactado a pedido, donde se observa el tiempo largo de la reflexión y la inmediatez del periodismo literario.

Algo en el devenir profesional de Espinasa me recuerda las memorias de Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato, donde el amigo de Jorge Luis Borges revela las vidas cruzadas de periodistas, poetas, redactores, traductores, vagos, pícaros y todo tipo buscavidas, y cuyos escenarios dramáticos se desenvuelven fundamentalmente en las redacciones de los periódicos, los cafés, las tabernas, los salones de sociedad o los burdeles, e incluso en los amaneceres del bosque, cuando las opiniones vertidas en artículos y reseñas podían llevar a sus autores a matar o morir en duelos con espada o con pistola. Espinasa es descendiente de eso que a finales del siglo XIX y principios del XX se llamaba “mundo literario”, lejano todavía de la esmerada asepsia de la academia que sobrevendría más tarde, lo mismo que a la llamada industria editorial, con sus fastuosas y multitudinarias ferias y su promiscua relación con el poder político y económico.

Por el contrario, José María se ha formado entre literatos, como su propio padre, Juan Espinasa, que aunque ejercieron la docencia preferían la literatura al aula y el poema a la licenciatura. Escritores para los que su trabajo es, más que una profesión, un oficio, una forma de estar en este mundo, de participar de él, de ganarse el pan por supuesto, de desear la gloria de la inmortalidad y despreciar el ascenso del burócrata. Chema no es tan ingenuo como para pensar que la vida es literatura y únicamente literatura, lo que sí piensa es que la literatura es quizá la forma más interesante de escuchar al ser humano, de entenderlo, pero fundamentalmente de conversar con él.

Lector voraz, escritor sin freno

Para una política del texto es un libro hecho de retazos, lleno de costuras, de cicatrices, de sobresaltos. Espinasa asume esa naturaleza del libro y además la reivindica, no como estrategia creativa –que significaría un control, una pedante superioridad del autor frente a su propia escritura, sus capacidades y limitaciones–, sino como circunstancia, pues se reconoce como un lector voraz, más no ordenado, como un escritor sin freno pero a salto de mata, o más bien de redacción, de imprenta o editorial. De ahí que se autoinscriba, y estoy a punto de decir que se reivindique, dentro de una cierta tradición de lo inacabado, una literatura que no aspira a la obra maestra, a la trascendencia y la perpetuidad, sino a la vida efímera del diario de la mañana o cuando mucho de la revista mensual, pero que desea que cada texto suyo provoque la atención del lector –así sea por indignación– pero no por superficial, o banal, sino por combativo o, por lo menos, irreverente. Él mismo define estos trabajos como tepalcates: no por ser las piezas sobrevivientes de una obra mayor, sino apenas lo que queda de una pasión lectora y literaria; no el leño fresco ni el fuego en toda su grandeza, sino el rescoldo ardiente.

Sin embargo, al reunir todas las piezas, al pegarlas, aparece este libro, que no es un rompecabezas donde finalmente todas las partes embonan y donde la caótica pero sistemática tarea del periodista cultural, del reseñista, del lector, de pronto encuentra una coherencia consumada, sino otra cosa: no aquella que nos serena por su coherencia, por su orden, sino aquello otro, lo que nos desconcierta por su riqueza, por su diversidad, por su contradicción.

Pero ¿cómo definir todo esto con un concepto tan rígido, tan carcomido por la realidad, tan agusanado por la práctica social, como el de política? Está tan desprestigiada la política que los políticos profesionales no dudan en pedirnos, en el colmo del cinismo, que no politicemos lo que dicen o hacen, asumiendo que su concepto de política es sinónimo de adulteración, marrullería, mentira, manipulación, ocultamiento de un interés inconfesable que se disfraza de bien público. Por eso sorprende que un escritor que casi nunca habla de política –y cuando lo hace habla casi siempre de otra cosa– la inscriba aquí como una tarea, como un sentido del texto.

¿A qué se refiere Espinasa cuando nos propone una política del texto? ¿Alude a una cierta manera de pensar, a una posición programática frente a la lectura y la escritura? Quizá podamos respondernos esta pregunta, aunque sólo sea de manera provisional, si nos referimos a los libros y los autores que aborda: para empezar hay que decir que este libro, dentro de su libre abordaje, conserva una taxonomía tradicional: ordena a escritores y obras en el tiempo y establece como punto de partida el año de 1968, también divide los reinos de la poesía y de la prosa, de la ficción y el ensayo: norte, sur, este y oeste. Pero aunque es cierto que ensaya con relativo éxito un ejercicio de reflexión más o menos historicista, e incluso sociológico, donde se propone justificar su referencia al año de 1968 y a las heridas y frustración, al rencor incluso, que deja marcado aquel año en nuestra cultura y sociedad, la verdad, que tampoco esconde, es que la profunda razón de este punto de partida en biográfica, tiene que ver con su nacimiento, no biológico, sino como lector e incluso como escritor. Si en 1968 José María Espinasa tiene once años, se entiende que sus facultades de lector se desarrollan justo después, y este libro es la recapitulación no de un lector que se fascinó con los clásicos y navegó las extensas aguas de la literatura universal que le precedían, sino de quien conquistó su mayoría de edad, se podría decir que su ciudadanía, conversando con sus contemporáneos, sus padres y sus hermanos mayores y los de su camada: Octavio Paz, Bonifaz Nuño, Eduardo Lizalde, Gerardo Deniz, Francisco Cervantes, Gabriel Zaid, Juan José Arreola, Elena Garro, Rulfo, Jaime Sabines, Tomás Segovia, Inés Arredondo, Salvador Elizondo, García Ponce, José Emilio Pacheco o Monsiváis, entre los primeros; José Agustín, Héctor Manjarrez, Alejandro Aura, David Huerta, Marco Antonio Campos, Roger Bartra, Federico Cambell, entre los segundos, Christopher Domínguez, Juan Villoro, Jorge Esquinca, Francisco Segovia, Verónica Wolkov, entre los terceros. Esto me lleva a pensar que este libro es el testimonio de una necesidad muy profunda de dos cosas: entender a la gente de su tiempo, por un lado, y proponer un diálogo, abrir una conversación para participar en ella. A eso me refería más atrás con la voluntad de Espinasa de hacer de la literatura, el periodismo literario y la edición, una forma de pertenencia.

El placer de la crítica

Creo que la “política” de lectura y escritura tiene que ver, primero, con el placer de la crítica: no escribe, ni la más intrascendente de sus reseñas, únicamente para glosar o documentar, sino para ejercitar el músculo de la crítica. La crítica como el único camino para entender lo que se lee, para mirar con ojos propios; la crítica como lo que implica una actitud activa y no pasiva. Chema no lee para saber, para ser un repositorio de conocimientos más o menos ordenados y de amplio acervo: lee para pensar con el otro, para conversar y, casi siempre, para disentir. Pareciera que si está de acuerdo se aburre. Goza coincidir a condición de que la coincidencia sea fruto del disenso; para Espinasa la comunión de la amistad –la lectura tiene mucho de eso– nace de revelar las contradicciones, las paradojas, las debilidades del otro, el otro como texto, no como persona, y no porque ufane de ninguna superioridad intelectual, sino porque es su manera de acercarse, de entender, de mostrar incluso admiración.

El sentido crítico de Espinasa está acompañado, ya lo hemos dicho, de una conciencia de lo provisional que tiene que ver con la naturaleza del periodismo, y ello le permite ejercer con libertad una cierta capacidad de improvisación. Lo que leemos en estos textos no es un razonamiento largamente decantado, apoyado en una investigación rigurosa y sustentada en los saberes de otros debidamente citados, tal como se edifica el conocimiento académico, también llamado científico; “no es el fruto perfecto”, diría el poeta, sino la constatación de alguien que piensa mientras escribe, que piensa lo que escribe.

La naturaleza de esta narrativa provoca, ya lo han intuido, el conflicto. No es raro que, por este camino, Espinasa haya resultado incómodo, como a veces resulta todo lo que no es previsible. Tiendo a pensar que esa incomodidad es parte fundamental de su “política del texto”. Espinasa no escribe para agradar, no escribe, como confesaba Garcia Lorca, para ser querido, sino para entender y desentrañar, y ya sabemos que las entrañas no son agradables. Pero pienso que en esa actitud hay una generosidad que no siempre se le reconoce: la de quien más que desear ser querido, aceptado o incluido, quiere abrir el corazón del texto del otro con la razón propia, que es una forma ciertamente violenta, pero sincera del afecto, del cariño y la fraternidad.

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