Las rayas de la cebra

- Verónica Murguía - Sunday, 22 Mar 2020 07:28 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp

De noche y con miedo

 

Soy mala lectora de cuentos y novelas de terror. En algún momento de la vida, sacudida por la guerra en México, quité los libros de terror de mis estantes y los sustituí con novelas policíacas, ensayos sobre la naturaleza de la violencia, libros de pacifismo y libros sobre la locura. Los tópicos usuales de la literatura de terror, con sus estribaciones metafísicas, fueron sustituidos por el miedo a la demencia, a la brutalidad del Estado y al prójimo.

Si quería quedarme despierta en la noche, como cuando era chica y sólo podía leer a Stephen King de día, me bastaba el noticiero, junto al cual los libros de terror que he amado parecían conjeturas románticas y anticuadas. Pero la lectura de ciertas crónicas, como lo que pasó en San Fernando, Tamaulipas, o en Chilapa, Guerrero, me obligaron a interrogarme sobre la naturaleza infernal de la crueldad mexicana, acerca de la ostentosa saña del narco, al horror metafísico que son capaces de suscitar en quienes se ven obligados a vivir cerca –no me refiero únicamente a la cercanía física, sino a la desdicha de ser su contemporánea en este momento histórico– de sus aparatosas exhibiciones de maldad. El análisis del contexto me pareció súbitamente insatisfactorio.

Por eso tengo que mencionar a dos escritoras que me devolvieron a los yermos territorios del miedo y ahí me dejaron: la mexicana Fernanda Melchor y la argentina Mariana Enríquez. Con recursos distintos y obsesiones parecidas, las dos son capaces de conducir al lector
por laberintos de violencia que abren
la posibilidad de la presencia del Mal, en Enríquez como un fenómeno divino que interviene en los actos humanos, y en Melchor como una fuerza invocada por la crueldad.

Y, sin embargo, ambas coinciden con el antropólogo forense Clyde Snow, el padre de los métodos modernos de la antropología forense. Snow, fallecido en 2014 y cuya colaboración con la policía fue esencial para encarcelar al asesino serial John Wayne Gacy, dedicó su vida a la identificación de restos en fosas clandestinas en Argentina, Guatemala e Irak. Para Snow, luchador incansable por las víctimas, un asesino serial, por eficiente y despiadado que fuese, no podía nunca hacer el daño que puede infligir un Estado represor y corrupto.

Para estas escritoras el mal reside en la colusión de las autoridades con el narco, en la dictadura militar, la impunidad y la miseria. Melchor construye sus estampas con la precisión de la cronista y Enríquez nutre sus invenciones con elementos tomados de la santería, la religión católica, los cultos brasileños, los herméticos ingleses, los brujos de Chiloé mezclados con la nota roja y los desmanes de la junta militar argentina. Las dos contrapuntean un lenguaje literario preciso con el habla coloquial, puestos al servicio de la anécdota.

Tienen intereses similares, como el sacrificio de los hijos por madres embrutecidas (“Reina, esclava o mujer”, en Aquí no es Miami, de Melchor y “El chico sucio”, de Enríquez en Las cosas que perdimos en el fuego); la banalidad del mal; la posesión demoníaca (en “La casa del estero”, de Melchor y en “Fin de curso” de Enríquez), el azar y la predestinación. Finalmente, comparten la distancia exacta y la serenidad para escoger el detalle circunstancial que dejará helado al lector.

Las dos han publicado novelas: de Fernanda Melchor la más reciente es Temporada de huracanes, nominada para el Booker Prize en 2020 y de Mariana Enríquez Nuestra parte de noche, ganadora del Premio Herralde en 2019.

Las recomiendo con todo el corazón. La experiencia de leerlas es como un viaje por la oscuridad de nuestros tiempos.

De la mano de dos escritoras tan diestras, tan capaces de conjurar lo terrible o lo gozoso a voluntad, este viaje termina con la certeza del único poder que nos queda a quienes no ejercemos la violencia: las palabras justas para contar las historias que no deben ser olvidadas.

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