A 50 años de su muerte. Giuseppe Ungaretti: 'Sentimiento del tiempo' y otras variaciones de la luz

- José María Espinasa - Sunday, 29 Mar 2020 00:19 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Giuseppe Ungaretti (1888-1970), se afirma en este ensayo, fue de gran importancia para la poesía de los años cincuenta en nuestro país, a través de las espléndidas traducciones de Tomás Segovia de "El sentimiento del tiempo", "La tierra prometida" y "La alegría" (esta última también en versión de Marco Antonio Campos). Contemporáneo de Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Mario Luzi y Cesare Pavese, a pesar del contexto histórico en que inició su obra –la guerra, el fascismo y las vanguardias– nos propuso una poesía en que las “gradaciones de la luz inscritas en el paisaje trazan un desarrollo físico del alma y el cuerpo, son el rostro de un metabolismo.”

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Si algo me sorprendió cuando empecé a leer a Ungaretti fue que los críticos lo acusaran de hermético, pues a mí me parecía a la par que deslumbrante, transparente, cualidades que no siempre van juntas. Veía en él un proceso de concentración tal, que el diamante se volvía materia líquida entre las manos, su sentir pertenecía más al agua que al vaso gorostiziano. Y sentía, además, que esa transparencia líquida era la que buscaba la poesía en castellano en los años setenta. Curiosamente, no lo leí por vez primera en la traducción de Tomás Segovia, cuya edición de Sentimiento del tiempo en la UNAM data de 1964 y una década después era inencontrable, sino en dos antologías, una argentina y otra española, y comparaba con curiosidad las diferentes soluciones que daban a versos que encontraban su mayor dificultad en hacer corresponder a la lengua de llegada la claridad de la versión original. Después entendí que más que una calificación descriptiva, el señalamiento –hermético– correspondía a la designación de una escuela o hasta una tradición, que venía de Mallarmé, y que, más allá de un roce superficial, lo había alejado tanto del vanguardismo francés como del italiano. Ahora, para conmemorar los cincuenta años de su fallecimiento la UNAM ha reeditado Sentimiento del tiempo (versión que, por cierto, ha corrido con cierto éxito, la republicó en los primeros ochenta Premia editora y Galaxia Gutenberg en un solo volumen, junto a La tierra prometida, también en versión de Segovia) en la colección Poemas y ensayos que dirige Marco Antonio Campos (también él buen traductor del italiano, de quien nos ha entregado La alegría).

Cuando leí sus ensayos, me llamó la atención que se avocara a estudiar a Góngora, de quien lo sentía lejano, pero eso en parte se debía a que entonces la idea preponderante en mi cabeza sobre Góngora venía de la lectura del Polifemo, y más tarde o más después, como se dice coloquialmente, sus textos me sirvieron para entender cómo poetas de la luz, como Octavio Paz, se podían detener con rigor y paciencia –y con tino– en la lectura de sor Juana o en la del cordobés. Se trataba de un proceso de cocción extrema y la materia poética se sometía a presiones que la volvían diamante. En todo caso, la iluminación proveniente del italiano me parecía la caricia tibia de la luz del amanecer que prosigue al frío con el que se despide la noche. Y si utilizó el marco natural del día para la descripción es porque en él se inscribe también la estética del poeta, su tiempo es ése, no el de los milenios, las centurias y los años, sino el de las veinticuatro horas del reloj que es obligadamente de sol para incluso marcar las horas oscuras.

La alegría de vivir

Ungaretti nació en Alejandría en 1888. Ya Segovia señala la condición meteca o de extrarradio que la poesía tuvo en el siglo XX. También en Alejandría nació, un par de décadas antes, Constantino Cavafis, cuya fama empezaría en los años en que el italiano publicara sus primeros poemas. Y aportarían ambos una alegría de vivir que la envejecida Europa no parecía o no quería tener presente. La traducción que hace Tomás Segovia de Sentimiento del tiempo es, seguramente, una de las más tempranas que se hacen a nuestra lengua y la lírica mexicana acusa en aquellos años la empatía con la estética ungarettiana de ese volumen. Años después –más de treinta– vuelve a él y traduce La tierra prometida y amplía su prólogo como introducción a una edición que hoy debemos considerar canónica en Galaxia Gutenberg, donde reflexiona sobre el cambio que lleva al poeta de ser el gran demoledor del verso italiano en los años de vanguardia a intentar su reconstrucción en su obra posterior.

Como ya se dijo, el escenario en que el poeta empieza a escribir es complejo, por un lado la guerra y la posterior ascensión del fascismo –Mussolini prologa uno de sus libros– y, por otro, la emergencia de las vanguardias, su amistad y admiración por Marinetti, su antítesis como poeta y luego la segunda guerra mundial y la desolación italiana tras la derrota, el desgarramiento entre la patria, el arraigo, la lengua y la mirada lírica. Su fama cada vez más evidente entre los autores de una poesía italiana que, con figuras como Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo, Mario Luzi y Cesare Pavese, recuperaba su voz y su protagonismo. En reflejo y contraste, su lirismo transparente va en busca del barroco (como señala Segovia, más como un desplazamiento romántico en la modalidad italiana, proveniente de D’Annuzio). Es interesante en la edición de Galaxia Gutenberg la breve nota sobre su criterio al traducir a Ungaretti al hacerse eco de esa transitividad que hay entre el italiano y el español desde el Renacimiento. Y también el señalamiento de ese apropiarse del lugar del poeta de Alejandría en su vida en Italia –en Roma–, donde siente la necesidad de arraigar, a diferencia de lo que había ocurrido en su época parisina.

En la órbita de los años sesenta, México leyó con tino y fortuna a poetas en otra lengua: Paz había descubierto a Pessoa, Jaime García Terrés tradujo a Seferis, se hablaba de y se leía a Pound, existía El Corno Emplumado y los poetas beatniks visitaban el país. En ese contexto, las traducciones que Segovia hizo de Pavese y Ungaretti fueron parte del aire fresco que revitalizó nuestra literatura. Poco después retomarían esa labor con los italianos Guillermo Fernández y Marco Antonio Campos. Este último sospecha, en el prólogo a su traducción, que La alegría no es el mejor título para ese volumen de versos, pero creo que eso se debe a que nos dejamos llevar por el eco que la alegría trae de fiesta implícita, y tardamos en adecuarnos a esa melancolía que a veces, como en este caso, acompaña también a la alegría, sentimiento que puede ser, más que un hecho concreto, una búsqueda o una aspiración, un horizonte. Las gradaciones de la luz inscritas en el paisaje trazan un desarrollo físico del alma y el cuerpo, son el rostro de un metabolismo. Años más tarde se publicaría una amplia selección de ensayos de Ungaretti traducidos por Guillermo Fernández, completando el círculo del conocimiento del poeta italiano en México.

El camino a la luz

Frente a la poesía decimonónica, marcada por las penumbras, los claroscuros y la noche, Ungaretti, bebiendo en las aguas del poeta niño
y del vidente, busca el camino a la luz, la irrupción del sol al amanecer y los matices de la declinación vesperal. En la inmensidad iluminada no hay deslumbramiento sino unos ojos bien abiertos. La alegría de luz no es revelación sino demorada convivencia de tonalidades. Por eso se lee el paisaje, se le interroga y se le entiende, nos habla a los ojos en árboles y nubes, flores y pájaros, pero no se quiere discurso estetizante o belleza artificial sino, justamente, naturalidad. Se le relaciona poco con Proust, pero es evidente que Sentimiento del tiempo dialoga con la prosa de En busca del tiempo perdido. También en la década de los setenta, José Pascual Buxo publica un libro sobre la relación entre Góngora y el italiano, abriendo nuevas perspectivas de lectura.

La lectura que se ha hecho en México de su obra es muy interesante desde el punto de vista de una poesía calificada, tal vez de forma apresurada, de vesperal. Pellicer, por ejemplo, también mira el paisaje y lo hace hablar de su condición de hombre en el mundo. Su luz es habitable y a veces consigue entrar, como el italiano, en esa alegría del dolor, casi de carisma cristiano. Se puede pensar que La tierra prometida, con su eco bíblico, es una respuesta al pesimismo también religioso de La tierra baldía. La luz mediterránea no es la misma en Lisboa o Barcelona que en Alejandría, pero en el arco que va de un lugar a otro está Roma, y en ella quiere arraigar el poeta (será interesante preguntarse cómo le afecto su interludio brasileño: vivió unos años en Sao Paulo). Si menciono todo esto es porque para un poeta que describe los matices de la luz, las sutiles diferencias que propone la geografía son esenciales.

Se podría decir, como en el caso de Yorgos Seferis, otro poeta meteco, también nacido en las regiones del próximo oriente (en Esmirna, en 1900) que lleva una luz nueva al luminoso Mediterráneo en medio de una oscura noche social y moral, para aportar una mirada ética admirable, en cierta manera ajena a las luchas ideológicas. Hay que precisar en cierta manera: ambos fueron poetas comprometidos con su tiempo y su tiempo los afectó profundamente, aunque situaron su exigencia por encima de las veleidades políticas. El breve roce de Ungaretti con el fascismo fue efímero y volátil; no lo fue en cambio su roce con la vanguardia, apoyado por un lado en Apollinaire y por otro en Marinetti. Pero si la amistad del primero, polaco-francés, le abrió horizontes insospechados, como a muchos escritores de su tiempo, la frecuentación de los textos de Bergson y de los críticos literarios Jean Paulhan y Jacques Riviere (ambos muy ligados a la Nouvelle Revue Française (nrf), epítome del clasicismo francés que desembocaría en André Gide y Paul Valéry, le daría un tono reflexivo admirable. Ambas cosas, vanguardia y clasicismo, vienen, lo sepan o no, de Mallarmé. Así se edifica el meteco una patria, misma que fue Italia, o mejor dicho, el italiano.

La fundación de uno mismo

En realidad, lo que él propone es arraigar en uno mismo. Su literatura busca fundar la existencia –la vida– de esa persona, pero no se refiere a la simplemente descrita por el nombre y el apellido (sería demasiado sencillo), aunque tampoco a una persona abstracta, la que terminaría como insinúa Pessoa, siendo nadie (persone). La similitud fónica en español entre desierto y destierro nos permite pensar que cuando el poeta italiano le dice a José María Castellet, en un paseo por Roma, que él es un hijo del desierto, lo que dice en realidad es que es un hijo del destierro. En otros lugares he insistido en la condición exiliada de la poesía en el siglo xx (condición que tal vez empezó bastante antes, con Hölderlin en su torre, un manera del exilio que llamamos sinrazón), una manera de ir en busca de sí mismo que en el autor de La alegría fue casi una biografía. Incluso, por ejemplo, sus poemas con una clara huella de sus años brasileños son un intento angustiado y en cierta manera fallido de arraigar en un tono que le permitiera cierta continuidad y/o duración. Por eso no es lo mismo Vida de un hombre, el título que da a su obra reunida, que “biografía” de un hombre, pues vida y biografía llegan a ser a veces antítesis de una existencia. La vida del héroe no es la vida del poeta, al menos no en el siglo XX.

La acción que caracteriza a uno es muy distinta de la del otro. Ungaretti, por ejemplo, afina y afina el lenguaje para percibir los más leves matices y variaciones de la luz. El día es una rutina de las horas pero nunca uno es igual a otro, una igual a la otra, los instantes de que están hechos son distintos y en cierta manera no sucesivos. La duración es un sobresalto y el sobresalto –el instante fugaz– se resuelve en sus mejores poemas en un remanso de calma. No es fácil llegar a eso, como muestran distintos poemas en los que justamente no ocurre la iluminación sino que se manifiesta como aproximación fallida, fascinante pero angustiada en su fallida revelación.

Es de alguna manera la maldición circular que el reloj encarna y que documenta el desplazamiento de la iluminación al deslumbramiento. Por ejemplo: la infancia marca la mirada con la luz de ese Mediterráneo oriental que después nosotros, sus lectores, viviremos como pleno en la inmensidad de su iluminación en uno de sus más famosos poemas. En esa iluminación no hay violencia alguna, los ojos se abren a la par que la luz los colma. En esa misma vía la retirada de la luz es también una iluminación.

Ungaretti fue una presencia clave para los poetas en español de la generación de los cincuenta –Tomás Segovia en México, José Ángel Valente en España, Ida Vitale en Uruguay–, pero es claro que ya hay un diálogo previo con poetas de nuestra lengua, con Juan Ramón Jiménez, con Carlos Pellicer, con Alberto Girri o con Octavio Paz. La cercanía entre el italiano y el español, tan presente desde los Siglos de Oro, más que ser una cuestión léxica o rítmica, es un asunto de la calidad y pertinencia de la luz.

Lo que resulta curioso, sobre todo en las recopilaciones de poesía que no son sus libros centrales –como Un grito y paisajes (traducción de Carlos Vitale, prólogo de Amalia Iglesias) es que un escritor tan consciente del verso, del ritmo, de la métrica como él, coqueteara a veces con desigual fortuna con poemas con aire popular. Renovador del verso en italiano, tal vez realizó ese trabajo porque se le resistía el tono tradicional y su barroquismo –incluso su hermetismo– lo alejaba de él. Un poeta de absoluta modernidad que habría preferido en ocasiones no tener de manera tan evidente. El horizonte del amanecer es el demonio del mediodía, la bilis negra medieval. Sin duda, Ungaretti tiene rasgos de melancolía. Como suele ocurrir cuando Ungaretti acierta, es verdaderamente extraordinario: “Mi amor por ti/ Hace milagros, Amor,/ Y, cuando crees que has huido de mí,/ Te descubro que te engañas, Amor mío,/ Volviendo la pureza/ A iluminarte los ojos.” Es casi un tropo retórico relacionar la luz y la pureza. La famosa luz no usada de fray Luis encuentra a su mejor receptáculo en el verso de Ungaretti.

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